Después de quince días,
la dolorosa vigilia de la familia Waisman finalizó con la peor
noticia: Gabriela, de 33 años, había pasado a integrar la
lista de las víctimas fatales del atentado contra las Torres Gemelas
de Manhattan. Su cadáver había sido identificado. Gabriela
era una de las cuatro personas de nacionalidad argentina que desaparecieron
tras el derrumbe de los dos edificios. Su nombre apareció
el martes en la lista que se exhibe en el Centro de Atención a
los Familiares, donde todos los días hay un desfile incesante de
gente en busca de novedades, dijo a Página/12 el cónsul
argentino en Nueva York, Juan Carlos Vignaud.
Gabriela Waisman es la primera víctima argentina identificada.
Los otros tres están desaparecidos: el financista Pedro Grehan,
el paramédico Mario Santoro y Sergio Villanueva. El consulado también
incluye a una mujer estadounidense, casada con un argentino, cuyo nombre
se mantiene en reserva.
Gabriela era porteña, de Caballito, pero vivía en Nueva
York desde los seis años: sus padres la habían llevado,
junto a su hermana, en 1974. Se recibió de psicóloga en
la St Johns University, pero nunca ejerció. En cambio, hizo
carrera en la empresa Sybase, una compañía de software donde
había sido ascendida a gerente poco tiempo atrás.
No trabajaba en las Twin Towers: su oficina quedaba a nueve cuadras de
allí. Pero la mañana del 11 de setiembre la encontró
en el piso 106 de una de las torres, donde participaba de un trade show
de su compañía.
A eso de las nueve menos cinco del martes llamó por teléfono
a su hermana. Estaba asustada, decía que había mucho
humo y que le costaba respirar, contó Armando, su padre,
a un semanario porteño. Gabriela no sabía que un avión
se había incrustado en el edificio unos pisos más abajo:
su familia, que lo vio por televisión, se lo contó por teléfono.
Mi yerno le dijo que se fuera. Yo le dije que pusiera la cabeza
abajo, en el piso, para respirar mejor relató Armando.
Hubo otros llamados, fueron ocho o nueve. Nos contaba que habían
puesto a los empleados en el hall, que todos tenían miedo. Mi yerno
le volvió a decir que se escapara. En el último llamado,
Gabriela decía que directamente ya no podía respirar. Lloraba.
No la volvimos a escuchar.
Los Waisman recorrieron primero los hospitales, pero después concentraron
sus expectativas en el Centro de Atención a Familiares, ubicado
en Pier 94, cerca del río Hudson. En lo que hasta hace dos semanas
era un centro de convenciones, las empresas que tenían oficinas
en las Twin Towers han montado centros de atención a familiares
de los desaparecidos, el gobierno de Nueva York les brinda apoyo psicológico
y la policía publica las listas de identificados. El lugar se convirtió
en escenario de una angustiosa peregrinación que no cesa: la de
los familiares que revisan las listas dos y hasta tres veces por día,
en busca de un dato que ponga fin a la búsqueda.
Ese momento, para los Waisman, llegó el martes. El nombre de Gabriela
apareció en la lista y la policía de Nueva York lo confirmó.
Por respeto a las familias, pero también como parte de esa autocensura
compartida que domina todo el operativo de remoción de escombros,
no hubo datos de las circunstancias en que fue hallado el cuerpo. Tampoco
interesaba: solo se sabe que la identidad está confirmada por exámenes
de ADN.
Todas las personas que fueron a reclamar por un familiar desaparecido
llevaron un elemento de donde obtener ADN relató Vignaud
a este diario-: un cepillo de dientes, una prenda íntima. Si no
era posible, dejaban una muestra de sangre de los padres o los hijos de
la persona buscada.
CRONICA
DE UNA VISITA A LAS RUINAS DEL WORLD TRADE CENTER
Viaje a lo más oscuro de Nueva York
Por Henry Porter
Desde Nueva York
En la calle 20, al norte del
World Trade Center, uno se puede sentar a mesas ubicadas en la vereda,
cenar en un restaurant y casi olvidarse de que a una milla más
de 6000 cuerpos yacen entre los escombros, gente que, si no fuera por
los ataques de dos semanas atrás, también podría
estar comiendo en el restaurant al lado de uno. Pero algunos indicios
hacen acordar abruptamente de lo que yace allí. El último
viernes, a las diez y media de la noche, el viento empezó a soplar
desde el sur y trajo el indescriptible olor de las ruinas a Greenwich
Village y Chelsea. El viento es como un fuelle para los fuegos que todavía
arden en el área de los atentados. El humo ascendía en columnas,
iluminadas por los enormes arcos de luz que fueron llevados a la escena
desde los estudios MTV el 11 de setiembre.
En su conjunto, los neoyorquinos prefieren ignorar el área de exclusión.
El acceso está muy restringido y en realidad sólo existe
un punto desde donde se pueden ver las ruinas sin conseguir un pase especial.
Aunque yo no tenía un pase, entré el domingo en la zona
de exclusión con una amiga, Kim, que había estado trabajando
en el área desde el primer día. Después, dos oficiales
de policía, que habían perdido a amigos con la caída
de las Torres, me condujeron en una visita guiada. Aquella mañana,
el New York Times había publicado fotografías del tamaño
de estampillas de 343 bomberos que perdieron sus vidas. Mis dos guías
sabían que podía haber parientes, colegas y vecinos entre
esas fotografías, pero no las habían mirado. Ninguno de
ellos había leído un diario en los últimos 11 días.
Nos encontramos en la escuela secundaria de Stuyvesant, en Warren Street.
Era el momento en que el turno matinal de trabajadores se reunía
en el teatro de la escuela. El área del desastre está dividida
en cuatro secciones, pero estos policías neoyorquinos del cuerpo
de emergencias buscan donde les parece que deben hacerlo, siguiendo el
olfato de sus perros y aun sus propios instintos. Es un trabajo azaroso,
y deprimente. Varios perros murieron por la inhalación del humo
que proviene del incendio que quemó toneladas de plástico
y cientos de miles de cables que todavía arden bajo el suelo. Todo
el tiempo encuentran partes desprendidas de cuerpos humanos. Cada vez
que una de éstas es removida de entre los escombros, un sacerdote
celebra un oficio de difuntos, con la cabeza cubierta por un casco protector.
En toda la escuela hay carteles: Masajes, Planta Baja; Plegarias
y ayuda espiritual, 3º piso. Aparentemente, inclusive hay un
equipo de quiroprácticos que trabajan en el edificio. La bandera
norteamericana está en todas partes, y hay muchos carteles que
piden que Estados Unidos resista firme, y muchas imágenes de Osama
bin Laden, arrancadas del New York Post. El titular original del diario
rezaba: Buscado: Vivo o Muerto. Había sido reemplazado
por otro que prefería: Bien Muerto.
Dejamos atrás la escuela. Es una mañana brillante y cálida,
como la del 11 de setiembre, y los hombres del nuevo turno ya están
sudando bajo su pesado equipo. Kim encuentra a uno de los oficiales que
iban a llevarnos al área, un oficial de policía vestido
de civil, que dedica su vida a investigar la mafia. Su nombre es James,
y luce como un playboy latino.
Otro de los hombres, Dale, señala dónde estaba él
cuando colapsó la primera torre del World Trade Center. Tuvo suerte:
31 de sus colegas están muertos. Todo en las inmediaciones sigue
cubierto por el cemento pulverizado. Parece ceniza volcánica. Dale
hace gestos hacia el costado de la torre del American Express que resultó
penetrado por un fragmento de la torre norte del World Trade Center. Doblamos
en la esquina de Liberty Street, y por primera vez nos enfrentamos con
las ruinas en todo su esplendor. Nada de lo que hemos visto en televisión
nos prepara para la magnitud de la destrucción. Es un área
enorme, que en su dimensión más larga alcanza 800 metros.
Los restos de la torre sur todavía se elevanseis o siete pisos.
Vemos hombres que eligen su camino entre la superficie de los escombros.
James frena la camioneta, y respiramos. El olor nos abruma. La mayoría
de la gente lleva máscaras. A unos cincuenta metros están
tratando de apagar con mangueras un fuego que viene desde las profundidades.
Se huele a alquitrán, a metal y a plástico quemado. Vemos
a la policía moviéndose sobre el montículo, haciendo
gestos que buscan sobreponerse al ruido de grúas y excavadoras.
Encontraron muchas cavidades vacías, pero ahora no hay absolutamente
ninguna esperanza de sacar a nadie vivo.
El calor y el humo son insoportables. Pero están haciendo descubrimientos.
Ese día encontraron unos dos metros del fuselaje de un jet y el
cuerpo de un bombero fue recuperado más o menos intacto. El alcalde
Rudy Giuliani estaba cerca y rezó con los trabajadores antes de
que el cuerpo fuera llevado a la morgue.
Cruzamos del otro lado de las ruinas, a lo largo de una calle donde un
joven que yo conozco había ido a la lavandería a buscar
su ropa el 11 de setiembre. Escuchó al primer avión que
se golpeaba contra el edificio y vio cómo del cielo llovían
cuerpos. Cayeron en la calle, enfrente de él. Todos los edificios
que sobreviven están como marcados de viruela y veteados con polvo.
Muchos ya han sido revestidos con redes que impiden que el material y
el vidrio caigan sobre los trabajadores. Sobre uno de ellos fue colgado
un gran signo: Nunca olvidaremos.
Yo empiezo a mirar alrededor y veo los cables y los equipos y los hombres.
Todo está increíblemente bien organizado. Ya han removido
más de 100.000 toneladas de escombros y queda otro millón
por remover. Parece que van a terminar con su tarea recién a principios
del 2002. Nueva York, y por cierto Estados Unidos, están pendientes
de lo que ocurre entre estas ruinas y se hacen todos los esfuerzos para
mover la monstruosidad que una vez fue el World Trade Center. Lo que queda
es considerado como una ofensa contra Nueva York.
Tenemos que partir. Dale tiene que empezar su turno de doce horas entre
los escombros; James tiene que resolver cosas en Stuyvesant. Salimos del
área sin habla, y dejamos atrás a unos sacerdotes que se
dirigen, ellos también, a cumplir un turno. El de ellos es un turno
religioso en la morgue. Es domingo por la mañana y están
llegando un poco tarde.
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