Por Gabriel A.
Uriarte
Enviado
especial a Washington
Las calles de Washington son
tierra de nadie. Al atravesarlas se está en medio de dos barreras:
la primera, exterior, monitorea los vuelos y la entrada de personas a
Estados Unidos; la segunda, interior, protege ciertos edificios clave.
Ambas son virtualmente invisibles. Sí, de afuera parece que
no hay nada, pero adentro yo tengo que atravesar más de tres puestos
de control y está repleto de gente del FBI y la policía
estatal, explica una empleada del Departamento del Tesoro que no
quiso dar su nombre. Por algunas ventanas se pueden ver los sombreros
de cowboy de la policía estatal y, muy ocasionalmente, agentes,
quizá del FBI, con ametralladoras y chalecos antibala. Afuera,
sin embargo, la única seguridad viene de la policía local,
reforzada por miembros de la Agencia de Parques que patrulla la zona del
Capitolio y la Casa Blanca. Las únicas vedas al movimiento son
frente a la Casa Blanca y el Departamento de Estado, y sólo se
aplican a automóviles. No hay francotiradores en los techos, ni
patrullas con helicópteros. En parte, todo esto puede leerse como
un esfuerzo loable para minimizar la alteración tras el atentado
del 11 de setiembre. Pero esta normalidad simbólica se basa en
la realidad táctica de que grandes partes de la ciudad simplemente
no están protegidas.
La seguridad en Washington D.C. tiene una fuerte proclividad arquitectónica.
Su concepto fundamental no es el monitoreo o vigilancia de los movimientos
interurbanos ni establecer control sobre las zonas públicas de
la ciudad, sino la protección estática de ciertos edificios
del gobierno. Dentro de ellos, la presencia policial es abrumadora y busca
sellar por completo cualquier forma de entrar al perímetro. El
acuario de Washington, por ejemplo, se encuentra cerrado por tiempo indefinido
dado que se encuentra en una especie de subsuelo debajo del Departamento
del Tesoro. Las callejuelas que separan al Museo del Holocausto del enorme
edificio donde se imprime el dinero están cerradas y vigiladas
por al menos tres policias en cada punto. La Casa Blanca ya está
enrejada y por supuesto nadie que no trabaje allí puede entrar,
pero sus accesos están bajo los ojos de agentes federales armados
con M-16 apostados cerca de los escalones y las ventanas del edificio.
Las estructuras físicas son, así, inviolables. Pero es una
defensa selectiva, que se logra dejando vastas zonas sin ninguna presencia
de seguridad en absoluto.
El movimiento en las calles cercanas a la Casa Blanca, por ejemplo, no
podría ser más sencillo. Una cuadra de Pennsylvania Avenue,
la que está directamente enfrente de la Casa Blanca, está
cerrada al tráfico vehicular, con una proliferación de macetones
de concreto en cada punta. Pero los policías de servicio allí
son muy pocos, y pertenecen a la fuerza municipal, no al FBI u otra agencia
federal. Uno puede atravesar el retén sin ningún chequeo,
y puede tomar fotos (cosa que hacen algunos pocos turistas) o escribir
notas, todo lo que podría ser parte del reconocimiento inicial
para un atentado. Pero nadie pedirá documentos (algo en todo caso
problemático en un país sin identificación nacional)
ni preguntará qué lo lleva a la Casa Blanca. El cálculo,
evidentemente, es que cualquier terrorista que pudo entrar a la capital
no tiene medios para atacar estos edificios clave. Uno podría llevar
metralletas o granadas dentro de su poco conspicuo bolso, por ejemplo,
pero esto no sería suficiente para dañar seriamente el edificio
o causar numerosas bajas entre sus empleados. Es decir, no podría
efectuar un trabajo de demolición como el perpetrado contra las
Torres Gemelas. Es muy significativo que las aspiraciones de las fuerzas
de seguridad norteamericanas se limiten a que sus principales edificios
de gobierno no queden reducidos a ruinas. Demuestra el salto cualitativo
que ocurrió con el atentado del 11 de setiembre, y cómo
redujo drásticamente la importancia de otros ataques más
limitados. Varios museos y monumentos, el Jefferson Memorial
por ejemplo, no tienen absolutamente ningún tipo de seguridad:
nuestro terrorista con su metralleta y granadas podría masacrar
a todos los turistas y personal adentro antes de que llegue cualquier
policía. Esta es una modalidad de ataque similar, dicho sea de
paso, a la que utilizó la Jihad Islámica de Ayman Zawahiri
(ahora uno de los principales lugartenientes de Osama bin Laden) para
matar a docenas de turistas occidentales en la ciudad egipcia de Luxor
en 1997.
Los edificios del sector privado están en gran medida librados
a sus propios recursos. Sólo se puede entrar con identificación,
y hay guardias en las entradas, pero no hay ninguna defensa contra un
ataque decidido. Las calles están abiertas, no hay obstáculos
de cemento contra cochesbomba, y los guardias mismos están muy
débilmente armados. Las compañías que ocupan estos
edificios parecen ser muy conscientes del peligro, dado que constantemente
se oyen alarmas de evacuación. En un edificio en 1700 Pennsylvania
Avenue (a menos de una cuadra de la Casa Blanca) una alarma sonaba estridentemente
ayer mientras los empleados salían lentamente del edificio y se
sentaban fuera para esperar la orden de regresar. La primera vez
estaba aterrada, pero ahora ya vamos por la cuarta... Igual, no sé
cuál va a ser la verdadera, explica una de ellos.
Más allá de la gran cantidad de falsas alarmas, este desgano
responde a una percepción subconsciente pero no menos veraz. Las
medidas de seguridad del gobierno norteamericano plantean tácitamente
que los objetivos de alto valor están en tanto peligro
que no vale la pena proteger a los más pequeños. En este
juego de suma cero, donde la protección total de un grupo implica
el abandono de otro, los edificios y personal del gobierno federal en
Washington no son sacrificables: el resto, incluyendo los empleados privados
y los pocos turistas que se encuentran en la ciudad, sí. Su única
esperanza es así que los ángeles de la muerte de Osama bin
Laden desdeñen destruirlos.
LA
ZONA CERO EN EL SUR DE MANHATTAN
Desde el agujero pestilente
Por Bárbara
Celis
Desde
Nueva York
La zona cero no es Nueva York.
El área congelada por las autoridades tras el ataque terrorista
contra el World Trade Center es una sombra borrosa de lo que fue el corazón
financiero de la ciudad, hoy convertido en algo muy parecido a una zona
de guerra. Días atrás el fuerte olor a escombro que se adhiere
a la piel como si fuera pegamento se sentía intensamente muchas
calles más al norte.
Ahora, al traspasar los rígidos controles militares que separan
una ciudad de otra, los respiradores sólo son obligatorios en lo
que todos conocen como el agujero pestilente, un hoyo excavado
en los subterráneos de las Torres Gemelas. Esta zona está
contaminada, hay que evitar que el amianto se propague, explica
un hombre atrincherado tras una sofisticada escafandra que riega los vehículos
que salen de los escombros.
En teoría, toda la comida que se reparte en los alrededores de
las ruinas tiene que estar precintada. A algunos ya nos da igual
y ni siquiera usamos mascarillas, pero el aire es tóxico. Y la
comida no debería estar en contacto con el aire, afirma una
de las cerca de 3000 personas que trabajan allí, todas ellas registradas
en los archivos que se acumulan en una oficina militar. La prensa tiene
la entrada prohibida.
Algunos bomberos polvorientos se acercan nerviosos a un grupo de policías
situados junto al Bankers Trust Company. La estructura mastodóntica
de 50 pisos situada frente a lo que era la Torre Sur amenaza con derrumbarse.
Sus cimientos se tambalean. ¡Váyanse! Sólo nosotros
deberíamos estar aquí, grita un bombero que dice confiar
en las sirenas de alerta que se han instalado para salir corriendo si
fuera necesario.
Los rumores que circulan por la zona cero dicen que hay 100 edificios
dañados y que todos tendrán que ser derrumbados. Sobre algunos
se lee su futura defunción escrita con aerosol. También
se ven otras pintadas: Morgue: 12/9/. Tatuadas sobre el polvo
blanco de cristales rotos se ven frases inauditas: Dios perdona,
nosotros no. Tom, soy Mary; si estás vivo, te espero
en casa.
Las aceras se han convertido en carreteras improvisadas por donde circulan
desordenadamente gators, pequeños vehículos
que transportan personas y víveres. Saludarse entre desconocidos
es una de las leyes no escritas. Hordas de mujeres envueltas en monos
de plástico blanco y guantes de látex salen de algunos edificios
de apartamentos. Yo no volvería a vivir aquí. El veneno
ha impregnado las paredes, dice una limpiadora ecuatoriana.
Pero el centro del espectáculo son las montañas de escombros
humeantes que un día fueron el World Trade Center. Seis grúas
mueven sus enormes brazos sobre decenas de soldadores que parten el hierro
para que pueda ser transportado. Alrededor, los restos de cuatro edificios
completamente quemados parecen montar guardia. Bomberos con uniformes
de varios Estados marchan en procesión en todas direcciones. Algunos
riegan pequeñas montañas de ruinas con olor a incendio.
El FBI corre hacia adentro cuando alguien anuncia que han encontrado un
pedazo de un avión. El ruido de los generadores es atronador. Las
ráfagas de olores hediondos que se condensan en el aire obligan
a algunos a salir de allí a respirar. Un policía cuyo uniforme
se adivina entre el polvo blanco explica cabizbajo: Hoy hemos llegado
a las escaleras de una de las torres. Va a ser una noche llena de cadáveres.
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