MUNDOS
Con estremecedor dramatismo está terminando el período
de la pax (norte)americana, que se inauguró entre los escombros
del Muro de Berlín y la implosión soviética.
Muchos presienten que, en adelante, el mundo será diferente,
pero nadie se anima a pronosticar de qué manera. El orden
internacional establecido fue desafiado de la peor manera, por el
terrorismo suicida, y las posibles respuestas forman un intrincado
laberinto, donde el futuro se cuenta por horas. A medida que el
calendario se aleja del fatídico martes 11, los reflejos
iniciales de venganza y exterminio provocados por todas las implicancias
de los crueles atentados, incluso el orgullo herido del mayor imperio
contemporáneo, comienzan a confrontar con esta razón:
la respuesta militar no garantiza la victoria final sobre los nuevos
bárbaros sin sufrir contraataques imprevisibles. Semejante
espiral de violencia promete masacres nunca vistas, aunque más
no sea porque los objetivos de la represalia tienen dimensiones
tan difusas como la organización celular y sin patria de
los fanáticos de la muerte.
Al margen de lo que afirme o niegue el presidente George W. Bush,
la propaganda de Occidente insiste en presentar a los agresores
como un demencial extravío de origen religioso, con lo cual
deja implícito que el islamismo es el único credo
capaz de engendrar monstruos y así facilita la tarea de reclutamiento
a sus enemigos, además de enervar a la masa de creyentes
a punto de hacer de la guerra santa una esperanza. Los
actos de venganza por mano propia, en territorio norteamericano
y en dos semanas, ya contabilizan más de 250 ataques directos
contra miembros de la colectividad árabe, con un saldo provisional
de cuarenta muertos. Eso que la primera guerra del siglo XXI
apenas si entreabrió las puertas del infierno. La mayoría
del pueblo estadounidense se pregunta por qué hay tantos
en el mundo que le guardan resentimiento y hasta odio. Desconoce,
o si sabe no quiere creer, que hay un genocidio económico
que cobra víctimas a granel: en la última década
América latina aumentó en 11 millones el número
de pobres, que ahora totalizan 211 millones, según estadísticas
de CEPAL, y 89 millones de indigentes, 300 millones de personas
en total. En la nación árabe el número es todavía
mayor y en el mundo se cuentan por miles de millones (ver recuadro).
El peso específico de Estados Unidos en la vida planetaria
lo convierte, por acción y por omisión, en el principal
responsable de esas penurias sin cuento. Aún así,
no alcanza para justificar la masacre del 11 de setiembre, pero
es suficiente para considerar que ha llegado la ocasión de
pensar y hacer un mundo mejor.
¿Será ésta la oportunidad de recrear las expectativas
abiertas al final de la II Guerra Mundial, cuando el mundo fue capaz
de ilusionarse con la Declaración Universal de los Derechos
Humanos? ¿O la única respuesta es la inmolación
colectiva? El asunto es demasiado grande para depositarlo en las
exclusivas manos de un solo gobierno o de una sola nación.
Ni siquiera la Argentina, agobiada como está por cuarenta
meses de recesión, puede eximirse de la responsabilidad hacia
el futuro. No alcanza, por supuesto, con regular el grado de adhesión
a Washington, mucho menos si se trata de la subordinación
incondicional, pasiva y mimética, aislándose de laopinión
latinoamericana, incluso de los socios del Mercosur. Quienes desean
ejercer algún liderazgo en el país deberían
hacer, por lo menos, el esfuerzo de reflexionar sobre algunos datos
que son visibles a simple vista. Por ejemplo: ¿qué
sería de los estadounidenses si hubieran desarticulado el
propio Estado, según los consejos del Fondo Monetario Internacional
(FMI) que Argentina acató a rajatabla? El mercado
se desplomó junto con las Torres Gemelas, los despidos masivos
reemplazaron de golpe al pleno empleo y sin el vigor del Estado
para asumir el control el subsiguiente caos económico y social
habrían desquiciado al imperio, en todo lo que esto pueda
significar. Por suerte para ellos, el déficit cero
allí no es un valor absoluto, ciego y sordo, como lo es para
los dogmáticos de este extremo sur.
¿Cuánto mayor sería el desconsuelo de los afectados
directos por los atentados si la mejor respuesta de la Casa Blanca
fuera que la Justicia ya está actuando, en lugar
de volcar todos sus recursos para acompañarlos en el dolor
y para buscar y castigar a los agresores? Esta semana, después
de siete años y dos meses de espera, comenzó en Buenos
Aires el juicio oral por la destrucción de la sede mutual
AMIA que arrasó 85 vidas. La mera revisión de la causa
muestra la desaprensión, aun la irresponsabilidad, con que
los poderes del Estado argentino maltrataron esa tragedia. La incapacidad
para asumir la historia con sentido crítico los mantiene
inhabilitados para hacerse cargo de cualquier situación similar.
El presidente Fernando de la Rúa aseguró que el país
no corre riesgos, afirmación más que intrépida
en un mundo donde ni los más poderosos están a salvo.
Las medidas de seguridad que están implementando
son patéticos remedos de las formalidades de control policial
de Estados Unidos, sin ninguno de sus múltiples recursos,
como si fueran retenes efectivos para la depredación terrorista
y suicida. Encima, copian mal: el concepto actual de seguridad depende
de la capacidad para movilizar a toda la sociedad civil, desde los
artistas hasta los bomberos, detrás de una causa común.
En vez de eso, aquí se reduce el criterio a los temas del
presupuesto y las cuotas de poder para las Fuerzas Armadas, expertas
en guerra sucia sin honor ni coraje.
Claro está, ¿cómo podrían movilizar
a la sociedad si antes la defraudaron, escarnecieron, fragmentaron
y humillaron? En los últimos cinco años, el ochenta
y cinco por ciento de la población bajó sus ingresos
entre un veinte y un cuarenta por ciento. La orden oficial de suspender
toda actividad pública por tres días en la provincia
de Entre Ríos y la rápida proliferación de
bonos provinciales en lugar del dinero con respaldo efectivo, más
la actividad productiva y el consumo que siguen contrayéndose
como la piel de Zapa, son evidencias directas de un país
destartalado. Suficiente, en cualquier caso, para extender de una
vez el certificado de defunción al programa económico
único que atormenta a tantos argentinos desde hace tantos
años que hace imposible distinguir las diferencias entre
uno y otro gobierno, que desfilan en sucesión ininterrumpida,
como si fuera el mismo siempre, burlando el principio de la alternancia
democrática. Con razón, la ciudadanía permanece
indiferente a la campaña electoral que terminará en
el cuarto oscuro dentro de un par de semanas y se multiplican las
voces aconsejando la abstinencia del voto como expresión
de repudio. De los 200 mil nuevos votantes de 18 años, casi
la mitad está afuera de los circuitos formales de educación
por razones ajenas a la voluntad personal de la mayoría.
¿Cuántos estarán dispuestos a morir por la
patria financiera?
Es tiempo de aceptar que el auténtico problema nacional,
igual que en el resto de América latina, no son los pobres
sino los ricos, porque la pobreza no es un fenómeno natural
sino que la fabrica una minoría, lo mismo que las guerras.
De la mano de la injusticia y la ignorancia caminan la inseguridad
y el desprecio por la vida, así entre las personas comoentre
las naciones. Los excluidos en el país suman alrededor del
40 por ciento de la población y en el mundo son más
de la mitad, 3.500 millones de personas, setenta veces el número
de muertos en la II Guerra Mundial. ¿Cuántos tendrán
que morir para preservar el viejo orden?
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