Por Julio Nudler
Quizá más aún
que en otros casos, la trayectoria artística de Osvaldo Pugliese,
cuya existencia se extendió entre 1905 y 1995, es una ventana abierta
sobre la parábola social y política de la Argentina de ese
siglo. Hijo de un obrero del calzado y flautista aficionado, desarrolló
tanto la conciencia proletaria como la devoción por la música,
pero fue además quien de manera más consecuente ligó
esos dos planos. Organizó su orquesta, creada en 1939, como una
cooperativa, estableciendo un complejo sistema de retribución según
merecimientos, régimen por cuya causa solía cobrar a fin
de mes menos que algunos de sus instrumentistas, cuando lo común
en otros conjuntos de tango era que el director ganase diez veces lo que
un ejecutante raso. Pero, además, conducía a su orquesta
como si se tratara de un movimiento de masas, integrado por una alianza
de clases. Esto significaba que junto a los camaradas comunistas debía
haber otros compañeros que no lo fueran, y él, don Osvaldo,
tendría que velar por el equilibrio. Pero esa alianza no era sencilla,
dando lugar a algunos sórdidos enfrentamientos, porque algunos
de los muchachos, ajenos al Partido, el célebre PC, luchaban por
despolitizar a la orquesta para que dejaran de perseguirla, le levantaran
la proscripción radial y no encarcelaran cada tanto a su director,
dejándolos sin piano conductor. Pero la verdad es que, aun durante
el decenio peronista (1946 a 1955), cuando Pugliese estaba prohibido,
su popularidad era enorme, encarnando de paso una forma de resistencia
cultural.
Un rasgo saliente y distintivo de don Osvaldo fue el estímulo artístico
a sus músicos, a los que instaba a componer y a escribir los arreglos
orquestales de sus propios temas. De hecho, y según consigna el
escribano Natalio Etchegaray, analizando las primeras doscientas grabaciones
de la orquesta, 69 de ellas son puramente instrumentales, y de éstas
34 corresponden a tangos escritos por el propio Pugliese y por miembros
del conjunto, como Osvaldo Ruggiero, Jorge Caldara, Emilio Balcarce, Ismael
Spitalnik, entre otros. Pero esa actitud del director no se tradujo sólo
en un peso cuantitativo sino también en la gestación de
tangos de enorme valor, como Quejumbroso, de Oscar Herrero,
o Entrador, de Mario Demarco, o El refrán,
de Roberto Peppe, o precisamente A Roberto Peppe, de Esteban
Gilardi, consagrado a aquel bandoneonista tras su muerte accidental. No
pueden obviarse grandes obras del propio Pugliese, como La Beba
(dedicado a su hija), Negracha (una auténtica anticipación
vanguardista), Una vez, Recién y, seguramente
por encima de todos, Recuerdo (cuya mejor versión no
fue la del propio Pugliese sino, probablemente, la de Horacio Salgán).
En cuanto a los arreglos, sobre la base de la propuesta de cada compositor
se los reelaboraba en conjunto hasta alcanzar la perfección.
Como estalinista, Pugliese fue una rareza. Siempre estaba abierto al cambio,
y, en efecto, su orquesta fue una de las que más evolucionó
estilísticamente, a partir de un origen celosamente decareano,
por momentos casi imitativo en algunas versiones. De allí, y a
través de un largo desarrollo, llegó a desenvolver un vanguardismo
totalmente personal, sin relación alguna con el de Astor Piazzolla
y otros. Para apreciarlo vale la pena escuchar, por ejemplo, la suprema
versión que Pugliese entrega en 1969 de A Evaristo Carriego,
de Eduardo Rovira (y que puede encontrarse en el cuarto y último
CD de Qué falta que me hacés, la serie que a partir de mañana,
y cada domingo, acompañará la edición de Página/12),
o también los tangos de Astor (Nonino, Verano
porteño y Bandó están incluidos
en el mismo compacto), en interpretaciones muy poco piazzollianas.
Otro rasgo poco estalinista de Pugliese fue su rechazo a todo culto de
la personalidad. Siendo él un apreciado estilista del piano, rehuía
sobresalir, y era bastante infrecuente que se explayara en solos que le
permitieran lucirse. Fue en este aspecto la antítesis de otros
pianistas directores, como Osmar Maderna o Carlos Di Sarli y el propio
Salgán. Así como el mítico sexteto de los De Caro,
uno violinista y el otro pianista, otorgaba la mayor ponderación
a los dos bandoneones, con la orquesta de Pugliese sucedía otro
tanto. Y es un hecho que, aunque tango pueda hacerse con diversos instrumentos,
ninguno está tan estrechamente emparentado a su esencia como el
fueye. La elección estilística de Pugliese no fue por tanto
casual.
Si bien a partir de los años 50 fue recreando la personalidad de
la orquesta, nunca olvidó las hondas raíces milongueras,
ese vínculo espiritual con lo que debía resonar como la
expresión del arrabal profundo, habitado por el pueblo, sin concesiones
a un romanticismo ligero ni a recursos fáciles y demagógicos,
de propósito comercial. Pero esto no le evitó a Pugliese
cometer errores, sobre todo en el repertorio cantado, por lo que su discografía
tiene evidentes altibajos, acentuados con el paso del tiempo. El enriquecimiento
espiritual que prodiga su orquesta a quien la escucha con atención
incluye el aprendizaje necesario para distinguir entre sus aciertos y
sus resbalones.
De recorrido por una década
dorada
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Por J.N.
Los cuatro discos compactos que irá entregando Página/12
en sucesivos domingos, a partir de mañana, contienen una selección
de las grabaciones que efectuó la orquesta de Osvaldo Pugliese
entre los años 1960 y 1970, incluyendo 24 versiones instrumentales.
Fue una importante etapa de transformación en el conjunto,
que en 1960 registraba su tercer tango de Piazzolla, Nonino,
vuelto a grabar al año siguiente. La transición daría
lugar a partir de 1968, con la incorporación de los bandoneonistas
Daniel Binelli, Rodolfo Mederos y Juan José Mosalini, sumados
a Arturo Penón, a la última etapa esplendorosa de la
orquesta.
De esa época pueden valorarse en la colección que presenta
este diario versiones tan importantes como las de Taconeando,
La Biandunga o El Marne, entre otras. Hasta
ese momento la orquesta traía la impronta de la camada de músicos
incorporados a partir de 1959, como Julián Plaza, Víctor
Lavallén, Penón y otros, hasta que a fines de 1967 sufrió
la deserción de quienes se marcharon para constituir el Sexteto
Tango y se mantuvieron apegados al estilo histórico. Ese cisma
fue aprovechado muy bien por Pugliese para lanzarse en cambio hacia
nuevas búsquedas.
Vocalmente, la década está dominada por la presencia
de Jorge Maciel, un cantor que había trascendido con la orquesta
de Alfredo Gobbi. En esta serie se pueden apreciar sus dotes en la
singular versión cantada de Recuerdo, o en la magistral
realización de El adiós. Irrumpe a su vez
Abel Córdoba, quien permanecería con Pugliese hasta
el final, y a quien puede disfrutarse en una magnífica interpretación
de El encopao, o en Se tiran conmigo. Otra
voz presente por aquellos años fue la del enfático Alfredo
Belusi, proveniente de la orquesta de José Basso. Su marcadísimo
temperamento puede apreciarse en El pescante o en Bronca,
aquel tango de 1961, perteneciente a Mario Battistella y Edmundo Rivero,
que sería luego prohibido por su denuncia contra el entreguismo. |
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