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Glorias
Por Juan Gelman

Tenía 19 años cuando abandonó el sueño de ser pianista y decidió que su destino era la escritura. Una foto de entonces, su preferida, lo muestra contra un decorado de estudio y en actitud confiada, resuelta, plena de fuerza. Estaba seguro de acceder a la gloria por su grandeza literaria y durante cinco meses, sentado a su mesa de trabajo, olvidado de comer, escribió hora tras hora casi 6 mil versos alejandrinos muy cuidados que tituló La Doublure (El doble). Raymond Roussel (1877-1933) se pensaba “el igual del Dante y de Shakespeare” y lo visitaban ciertas alucinaciones: vio que su pluma y las páginas de los cuadernos escolares donde asentaba el manuscrito emitían “rayos luminosos” y sintió que “tenía el sol dentro mío y no podía contener esa formidable fulguración de mí mismo”.
El libro, en edición del autor como todos los que vinieron después, fue recibido con total indiferencia. Al componerlo había experimentado “lo que Víctor Hugo sintió a los 70 años, lo que Napoleón sintió en 1811... Esta gloria era un hecho, una certeza, una sensación, yo era glorioso... Algo nos dice que se ha logrado una obra de arte, que uno es un prodigio”. No era mero entusiasmo juvenil: la tarea se había convertido para Roussel en una necesidad casi biológica. Estaba convencido de que su escritura gozaba del poder de transformarlo y transformar al mundo. El mundo no se dio por enterado.
Scott Fitzgerald dijo alguna vez que la fama prematura de un escritor “le genera una concepción casi mística de destino como oposición a la voluntad”. El vacío en que cayó La Doublure libró a Roussel de esa suerte, pero no de otros males. Muchos años después diría en Cómo escribí ciertos libros, publicado póstumamente en 1935, que semejante frustración le había causado “una conmoción de terrible violencia. Tuve la impresión de haberme precipitado a tierra desde lo alto de una prodigiosa cumbre de gloria. La sacudida incluso me produjo una especie de enfermedad de la piel, sentía comezón en todo el cuerpo... y sobre todo me castigó una temible enfermedad nerviosa que padecí mucho tiempo”. El psiquiatra Pierre Janet comenzó a tratarlo y en 1926 dio a publicar De la angustia al éxtasis, un estudio sobre el caso. La obra no carece de gracia: el médico profesaba una fe inconmovible en la mediocridad de su paciente, “ese pobre enfermito”, y se muestra perplejo ante la absoluta convicción con que éste reiteraba que su escritura poseía “un inconmensurable valor artístico”. Agrega que en todo lo demás Roussel se manifiesta de manera perfectamente racional, pero claro, escritor no era, nadie compraba sus libros.
Roussel persiguió en la literatura ambiente algo que no encontraba y “empezó a escribir por insatisfacción con todo lo que leía –relató su amigo Robert de Montesquieu–. El desea leer eso y como ningún autor se lo ofrece, se ha convertido en lector de sí mismo”. Escribir era la manera de saciar el hambre de quien, como Nietzsche dijera, no podía digerir los platos que otros le cocinaban y elegía preparar su propio menú, independientemente del éxito o el fracaso de la empresa. No renunció por ello a la búsqueda de reconocimiento, aunque practicaba el principio de “dar explicaciones que tornan más misterioso aún lo que se explica”.
Abordó la prosa en Impresiones de Africa luego de 13 años de reflexión acerca de qué escribir y cómo hacerlo. En ese período descubre un procedimiento muy particular: disloca las frases mediante asociaciones sonoras. “Ese proceso, en suma, es pariente de la rima. En los dos casos hay una creación imprevista que surge de las combinaciones fónicas.” No se trata de la escritura automática, sino de una conciencia de la arbitrariedad que rige toda representación. Roussel aplicó a su prosa un estricto sistema normativo del que se convirtió en rehén. Ya no vivía el éxtasis que lo acompañó con La Doublure.
Siguió el consejo del dramaturgo Edmond Rostand, ya famoso por su Cyrano, y adaptó para teatro las Impresiones de Africa. Pensaba que así llegaría al público con más facilidad que con el libro. Creyó que iba a llenar plateas con diálogos incoloros, rígidas reglas de composición y personajes que explican las escenas a medida que se desarrollan. El estreno “fue más que un fracaso, fue un tumulto”, describió Roussel: jóvenes dadaístas sedientos de arte nuevo insultaban al público que abucheaba la obra. El autor, imperturbable, se hacía fotografiar con la ropa de marinero que había usado en el espectáculo.
Roussel fue uno de los padres del surrealismo y anticipó el nouveau roman. “Nadie es más moderno que él en el sentido perpetuo del término”, afirmó Robert Desnos. El creador de Locus solus murió sin haber resuelto su contradicción central: el combate entre el deseo de agradar al auditorio y la necesidad de experimentar con el lenguaje. En su escritura no hizo concesiones. Como dice un personaje de su obra La Seine: “Fuera de aquí la prosa./Demasiado fácil”.

 

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