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El mundo sin rascacielos del escritor Umberto Eco

Según el filósofo y novelista italiano el mundo, las ciudades, la guerra y la
vida social cambiaron después de los atentados. El mejor objetivo militar serían las finanzas de Osama bin Laden.

Bin Laden: �¿Por qué es tan rico? Porque vende petróleo. ¿Pero a quién? ¿A los talibanes? No. Se lo vende al mundo occidental en su conjunto�.

Primero fue la del Golfo, la guerra que amenazó cambiar para siempre el significado de todas las guerras. Después llegó la de Kosovo, con sus “bombardeos humanitarios” sobre Belgrado. Pero desde los atentados del 11 de setiembre, el giro es aun más definitivo, según el semiólogo italiano Umberto Eco, autor de El nombre de la rosa y la recién publicada Baudolino. Respondió lo que sigue a Roman Arens, Barbara Mauersberg y Martin Scholz, quienes lo entrevistaron para el Frankfurter Rundschau.
–Signor Eco, ¿estuvo usted alguna vez en el techo del World Trade Center?
–Sí, pero sólo una vez. No me gustaban las Torres Gemelas. Siempre tuve la impresión de que arruinaban el perfil de Manhattan. Desde que las Torres no están más, esto ya no se puede pensar. Entonces puedo decir: no me gustaban las Torres, pero prefería que estuvieran allí. Bueno, estuve ahí arriba una única vez. Siempre que viajo, suelo evitar los lugares favoritos de los turistas. Subí con mis hijos, la primera vez que estuvimos en Nueva York. Quería que vieran la ciudad desde el punto más alto que fuera posible. Posteriormente, mi hijo vivió diez años en Nueva York. Desde su departamento en Greenwich Village uno tenía una vista directa a las Torres.
–¿Entonces ahora usted siente pena por las Torres?
–Voy a algo mucho más fundamental: quizás ha llegado el fin de la era de los rascacielos. Las erguidas torres habían maravillado profundamente a la psique de la humanidad. Las torres ya no son más los poderosos símbolos del poder, las imponentes catedrales del capital. Son gigantes con los pies de barro. Sería inclusive muy esperable que en el futuro los arquitectos no construyan más rascacielos, porque la gente ya no tendrá ninguna gana de vivir entre tales torres. Si el Pentágono soportó bien el ataque, es porque es un edificio chato y sin altura. En vez de construir un nuevo rascacielos, ahora el señor Trump podría comprarse una gran planicie en Oklahoma y construir allí gigantescos edificios superficiales. La tradición norteamericana del Downtown habría llegado así a su fin. Los nuevos símbolos del poder serán entonces horizontales y ya no más verticales. El paisaje de las ciudades cambiaría, y con él cambiaría la vida social.
–¿Cómo ha cambiado desde entonces el concepto de “guerra”?
–Por lo común, en una guerra uno puede amenazar al enemigo con quitarle la vida. Pero ahora hay que enfrentarse con personas que se matan a sí mismas. ¿Cómo nos las arreglaremos? En todo caso, el sistema de sanciones y penas ha cambiado. Hasta el 11 de setiembre, Estados Unidos estaba convencido de que la pena de muerte encerraba un potencial disuasorio. ¿Pero cómo se va a disuadir ahora a gente que arroja un avión contra un rascacielos, con ellos mismos a bordo? Y si ésta es una guerra, no se dirige contra un enemigo concreto ni contra un territorio particular.
Esto cambia también la definición de Ejército. Incluso los generales ya no están tan seguros de cuál es el deber de las Fuerzas Armadas.
–El espectro del concepto es amplio: si Bush habló de “guerra”, el premier francés Lionel Jospin no quiere ni oír mencionar la palabra.
–Todo depende de los intereses de cada uno. Un ejemplo: oí que las torres del World Trade Center están aseguradas por miles de millones de dólares contra un ataque terrorista, pero no contra una acción de guerra. Por supuesto, los dueños de las torres no tienen entonces ningún interés en que se hable de guerra. La elección de las palabras no cambia nada del horror de los acontecimientos. Son lo mismo, los llamemos “guerra”, “terrorismo”, o “recaída en la barbarie”. Esto no quita que los Estados que integran la OTAN deben discutir sobre las definiciones jurídicas de “guerra” y de “agresión”. Si los terroristas hubieran venido de Alemania...
–Uno de los presuntos autores del atentado estudió en Alemania.
–Ya sé. Sin embargo ahora nadie temería una represalia de Estados Unidos contra Alemania. Estamos en un punto de inflexión y de lo que se trata es de definir las reglas para el futuro.
–¿Cómo se reflejan en usted esos cambios?
–Cuando esta mañana en Viena subí al avión que me trajo a Colonia, se sentó al lado mío un caballero que parecía árabe: pelo negro, larga barba. Por un momento lo miré y quedé perplejo. Finalmente, como después de todo soy un filósofo y un demócrata, me dije: “El mundo está lleno de honorables caballeros árabes”. Entonces me di vuelta en mi asiento, y me dormí.
–¿Pensó durante el vuelo en Osama bin Laden?
–Cuando pienso en Bin Laden, me hago otra pregunta. ¿Por qué es verdaderamente tan rico? Porque vende petróleo. ¿Pero a quién? ¿A los talibanes? No. Se lo vende al mundo occidental en su conjunto. ¿Entierra su dinero en agujeros de Afganistán? No. Prefiere Zürich, Londres, las islas Bahamas o Caimán. O quizás, inclusive, en el World Trade Center. ¿Tendríamos que bombardear las Bahamas, porque verosímilmente colaboraron con Bin Laden? Es evidente que esto no funcionaría. Por lo tanto: es claro que bin Laden se hizo tan rico sólo gracias a la ayuda de Occidente. Ahora, yo también llevo mi dinero al banco. Quizás mañana me entero que con una parte de mi dinero financio a Bin Laden, porque mi banco hace negocios con él.
–Durante la guerra del Golfo usted escribió: “¡Superman, reflexiona!”.
–No soy un moralista, soy un realista. El problema, como lo sabe Bush, es si una acción militar no desencadenaría contraataques terroristas como los de Nueva York y Washington. Los norteamericanos podrían decir: “Ok, bombardeemos La Meca”. Pero sería como una declaración de guerra contra todos los musulmanes por igual. Una cruzada sería el peor de los errores que podríamos cometer.

 

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