Primero fue la del Golfo, la
guerra que amenazó cambiar para siempre el significado de todas
las guerras. Después llegó la de Kosovo, con sus bombardeos
humanitarios sobre Belgrado. Pero desde los atentados del 11 de
setiembre, el giro es aun más definitivo, según el semiólogo
italiano Umberto Eco, autor de El nombre de la rosa y la recién
publicada Baudolino. Respondió lo que sigue a Roman Arens, Barbara
Mauersberg y Martin Scholz, quienes lo entrevistaron para el Frankfurter
Rundschau.
Signor Eco, ¿estuvo usted alguna vez en el techo del World
Trade Center?
Sí, pero sólo una vez. No me gustaban las Torres Gemelas.
Siempre tuve la impresión de que arruinaban el perfil de Manhattan.
Desde que las Torres no están más, esto ya no se puede pensar.
Entonces puedo decir: no me gustaban las Torres, pero prefería
que estuvieran allí. Bueno, estuve ahí arriba una única
vez. Siempre que viajo, suelo evitar los lugares favoritos de los turistas.
Subí con mis hijos, la primera vez que estuvimos en Nueva York.
Quería que vieran la ciudad desde el punto más alto que
fuera posible. Posteriormente, mi hijo vivió diez años en
Nueva York. Desde su departamento en Greenwich Village uno tenía
una vista directa a las Torres.
¿Entonces ahora usted siente pena por las Torres?
Voy a algo mucho más fundamental: quizás ha llegado
el fin de la era de los rascacielos. Las erguidas torres habían
maravillado profundamente a la psique de la humanidad. Las torres ya no
son más los poderosos símbolos del poder, las imponentes
catedrales del capital. Son gigantes con los pies de barro. Sería
inclusive muy esperable que en el futuro los arquitectos no construyan
más rascacielos, porque la gente ya no tendrá ninguna gana
de vivir entre tales torres. Si el Pentágono soportó bien
el ataque, es porque es un edificio chato y sin altura. En vez de construir
un nuevo rascacielos, ahora el señor Trump podría comprarse
una gran planicie en Oklahoma y construir allí gigantescos edificios
superficiales. La tradición norteamericana del Downtown habría
llegado así a su fin. Los nuevos símbolos del poder serán
entonces horizontales y ya no más verticales. El paisaje de las
ciudades cambiaría, y con él cambiaría la vida social.
¿Cómo ha cambiado desde entonces el concepto de guerra?
Por lo común, en una guerra uno puede amenazar al enemigo
con quitarle la vida. Pero ahora hay que enfrentarse con personas que
se matan a sí mismas. ¿Cómo nos las arreglaremos?
En todo caso, el sistema de sanciones y penas ha cambiado. Hasta el 11
de setiembre, Estados Unidos estaba convencido de que la pena de muerte
encerraba un potencial disuasorio. ¿Pero cómo se va a disuadir
ahora a gente que arroja un avión contra un rascacielos, con ellos
mismos a bordo? Y si ésta es una guerra, no se dirige contra un
enemigo concreto ni contra un territorio particular.
Esto cambia también la definición de Ejército. Incluso
los generales ya no están tan seguros de cuál es el deber
de las Fuerzas Armadas.
El espectro del concepto es amplio: si Bush habló de guerra,
el premier francés Lionel Jospin no quiere ni oír mencionar
la palabra.
Todo depende de los intereses de cada uno. Un ejemplo: oí
que las torres del World Trade Center están aseguradas por miles
de millones de dólares contra un ataque terrorista, pero no contra
una acción de guerra. Por supuesto, los dueños de las torres
no tienen entonces ningún interés en que se hable de guerra.
La elección de las palabras no cambia nada del horror de los acontecimientos.
Son lo mismo, los llamemos guerra, terrorismo,
o recaída en la barbarie. Esto no quita que los Estados
que integran la OTAN deben discutir sobre las definiciones jurídicas
de guerra y de agresión. Si los terroristas
hubieran venido de Alemania...
Uno de los presuntos autores del atentado estudió en Alemania.
Ya sé. Sin embargo ahora nadie temería una represalia
de Estados Unidos contra Alemania. Estamos en un punto de inflexión
y de lo que se trata es de definir las reglas para el futuro.
¿Cómo se reflejan en usted esos cambios?
Cuando esta mañana en Viena subí al avión que
me trajo a Colonia, se sentó al lado mío un caballero que
parecía árabe: pelo negro, larga barba. Por un momento lo
miré y quedé perplejo. Finalmente, como después de
todo soy un filósofo y un demócrata, me dije: El mundo
está lleno de honorables caballeros árabes. Entonces
me di vuelta en mi asiento, y me dormí.
¿Pensó durante el vuelo en Osama bin Laden?
Cuando pienso en Bin Laden, me hago otra pregunta. ¿Por qué
es verdaderamente tan rico? Porque vende petróleo. ¿Pero
a quién? ¿A los talibanes? No. Se lo vende al mundo occidental
en su conjunto. ¿Entierra su dinero en agujeros de Afganistán?
No. Prefiere Zürich, Londres, las islas Bahamas o Caimán.
O quizás, inclusive, en el World Trade Center. ¿Tendríamos
que bombardear las Bahamas, porque verosímilmente colaboraron con
Bin Laden? Es evidente que esto no funcionaría. Por lo tanto: es
claro que bin Laden se hizo tan rico sólo gracias a la ayuda de
Occidente. Ahora, yo también llevo mi dinero al banco. Quizás
mañana me entero que con una parte de mi dinero financio a Bin
Laden, porque mi banco hace negocios con él.
Durante la guerra del Golfo usted escribió: ¡Superman,
reflexiona!.
No soy un moralista, soy un realista. El problema, como lo sabe
Bush, es si una acción militar no desencadenaría contraataques
terroristas como los de Nueva York y Washington. Los norteamericanos podrían
decir: Ok, bombardeemos La Meca. Pero sería como una
declaración de guerra contra todos los musulmanes por igual. Una
cruzada sería el peor de los errores que podríamos cometer.
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