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LAS TURBIAS VINCULACIONES DE LA BONAERENSE CON LOS CHICOS MARGINALES
Relaciones peligrosas

Entrevistados por Página/12, chicos de varias villas contaron que a cambio
de no detenerlos la policía les saca lo robado o los hace �trabajar� para ellos. Precisamente, en algunos de los lugares más �pesados� es donde hay menos detenidos. Hasta la titular del Consejo del Menor lo admite: �Las cifras de detenciones no nos cierran�.

Regalo: “Los policías mismos piden equipos, una moto o una bici para el cumpleaños del hijo”, cuenta uno saliendo del sopor. Y vuelven a reír.

Uno de los chicos entrevistados por
este diario: aceptó ser fotografiado, pero se cubrió la cara para que no
lo reconocieran.

Por Cristian Alarcón

A ese, a ese chico que camina tambaleando por una pasillo de la villa Itatí, en Quilmes, mareado por el pegamento que aspira, la policía -cuenta– se le quedó con un walkman, un bolso con ropa y cuatro “papeles” de cocaína. A este que avanza con su carro de cartonero rumbo a las zonas paquetas y de vez en cuando manotea lo ajeno; pero también a ese otro de la villa San Pablo, en el Tigre, norte del conurbano; y al de la villa 25 de Mayo, en San Fernando; a todos esos pibes que suelen robar para sobrevivir, un policía –dicen en sus relatos relevados durante dos meses por Página/12– les quitó el botín de su “choreo” y los dejó ir a cambio de que depositaran en sus manos los valores miserables de lo que ilegalmente habían obtenido. A casi todos ellos también varias veces los golpearon en comisarías. Y han perdido amigos en supuestos enfrentamientos. Esos testimonios son coincidentes con la evaluación del juzgado de menores de Quilmes, una concejal del PJ de Tigre, la Defensoría de Menores de San Isidro y la de la propia interventora del Concejo del Menor bonaerense, Irma Lima, que demanda una “investigación seria” porque “las cifras de detenciones no nos cierran”. La búsqueda realizada por este diario revela el nivel de complejidad de los mecanismos de descontrol (y control) dispuestos por la Policía Bonaerense sobre los adolescentes que “sobran” en la provincia. O la represión ya conocida o la tolerancia a cambio de un negocio. Estas son las historias de los rehenes de la crisis.
¿Cuán gorda puede ser la vista policial? ¿De qué se alimenta la cotidiana red de complicidades que según la socióloga Alcira Daroqui es la base del sistema de negociados actual de la fuerza? Daroqui, investigadora de la Universidad de Buenos Aires, lleva doce años en el equipo que trabaja con los casos penales en el Tribunal de Menores 2 de Quilmes -abarca Berazategui, Bernal, Florencio Varela y una lista de 20 comisarías, todas en zonas de altísima conflictividad– y considera que antes de hablar de “las cajas chicas hay que poner la atención en los grandes temas: la distribución de armas, donde va a haber coletazos por ciertas relaciones con el Ejército, y la distribución de drogas, que es el negocio más fuerte”. En su planteo, a la administración del mercado narco en las zonas calientes del conurbano se le suma la inacción policial ante la violencia de las bandas en disputa permanente por el mercado, armadas como si de una guerra se tratase y cuyo objetivo no es otro que el que expresó al asumir el último de los jefes de la Bonaerense, Amadeo D’Angelo: cerrar las villas, convertirlas en cárceles a cielo abierto.
“Esa es la nueva forma final de la exclusión y la segregación social. Para ser claros, la idea es que se eliminen entre ellos. Y si no que alguien explique las cifras de detenidos, insólitas, increíbles”, denuncia. Y es que hace cuatro años que en su juzgado no ingresa una causa por delitos protagonizados por los adolescentes de la Villa Itatí, la más poblada y pobre del país. Más llamativo aún es que hace siete años tampoco existe el delito de menores en el barrio Pepsi, donde “los únicos tres chicos detenidos cayeron fuera de la jurisdicción de la comisaría del lugar. O que las únicas causas de Itatí son de homicidios, porque es un delito que no se puede ocultar”. Para comprender es bueno escuchar, por poner un ejemplo, a los pibes de la Villa Itatí, esas 36 manzanas donde 50 mil personas sobreviven en la máxima miseria.

Corre, niño, corre

“A ése”, dicen los pibes sentados alrededor de una mesa del comedor sostenido por un grupo de mujeres con la ayuda de Cáritas al interior de la zona conocida como la Cava, apuntando a un chico al que la inhalación de pegamento mantiene distante, en la cabecera. A ése, cuenta el más verborrágico, lo corrió a los tiros un “tranza” –un vendedor de cocaína-, para matarlo. Unos treinta metros escapó, hasta zafar de las balas mientras “desde arriba los policías parados, miraban sin decir nada”. El chico en cuestión se hunde en un silencio precavido, deschavado por sus amigos: gritan como en una clase desordenada que sin saber pagó merca con veinte pesos falsos. “No sabía que eran truchos. Como no pudo devolverlos, el otro se la juró”, explican. La Cava es el más golpeado de los sectores de la Itatí, cuyo espacio está dividido según el imperio de diferentes bandas. Así, aunque estos pibes, permanentemente aferrados a la bolsa del poxi que llevan en el bolsillo y terminan sacando para mostrarla como un fetiche asumido, heredan de sus mayores, hermanos o padres, las internas que pueden significarles un tiro por la espalda. Entonces no van más allá de tal o cual calle, no cruzan por La Ponderosa, no entran en Chaco, evitan Formosa, o Misiones, dan una enorme vuelta para entrar por el Acceso Sudeste. Aunque justamente allí, por los bordes, vigilan o recorren policías de la comisaría 2ª. “Esos, si te enganchan con lo que robaste, te dicen si querés ir preso o si querés dejar las cosas que tenés”, dice ante un público nutrido de pares un chico de gorra negra que en su hermosa cara mora parece un turbante medioriental.
Entre tanto fuego cruzado los más débiles de la cadena de dominaciones entre los excluidos trazan sus propias estrategias para sobrevivir. P. está enojado “con el periodismo”, dice, porque han dicho que está lleno de tatuajes y cansado de caer preso. “Tatuaje tengo uno –y lo muestra–. Ando con el carro y a veces robo, pero casi nunca caí”, rectifica, sentado junto a sus amigos, que son al mismo tiempo sus clientes. Para sumar monedas vende pegamento, confiesa, a veinticinco centavos la bolsita. Con esa medida, el comprador puede pasar un día colgado por ese olor que se siente en algunos de ellos como un perfume poderoso, y que tras un rato se instala en las fosas nasales de los neófitos como si en el lugar recién hubieran colocado una alfombra. ¿Si la policía no sabe de su metier? Poco importa. No sólo porque el colmo sería que lo criminalicen a él, en la última fase de la cadena. Sino porque “ellos mismos son los que a mí me piden que les consiga cosas”. Los chicos, a su alrededor, se ríen, se burlan de la manera en que en apariencia burlan la ley, más allá de sus condiciones de víctimas de esa máquina en la que son engranajes menores pero funcionales de la lógica de mercado que impera también en la Itatí. “Los policías mismos le piden equipos, una moto o una bici para el cumpleaños del hijo”, cuenta uno saliendo del sopor. Y vuelven a reír. “El que vende merca paga 80 por semana, si no, cae. El que roba les da una parte, si no paga, cae”, explica una mujer de delantal y convida con croquetas de verdura.

Oíd, mortales

Esta investigación comenzó lentamente hace meses. Allí donde se vaya en el conurbano los grupos de pibes –se consideren o una bandita– conocen de memoria a los policías de su zona, y viceversa: nombre, apodo, señales, tatuajes, árboles genealógicos completos. Eso vuelve aún más difícil atravesar la barrera de la desconfianza con los testigos y protagonistas: cuidar su identidad, su ubicación, sus mínimos rasgos. Aun así, y a veces por otros motivos que no eran el de esta nota, los relatos sobre sus relaciones con la policía comenzaron a caer como maduras frutas al final de un verano. Las coincidencias resultaron evidentes en diversas zonas. Pero si existe una en la que conflictivad es alta y donde las relaciones entre uniformados y menores llama la atención, ése es el distrito judicial de San Isidro, el mismo en el que abundan las denuncias por torturas en comisarías realizadas por el defensor de Menores, Carlos Bigalli.
Pero a esos números sobre los extremos de la represión se le superponen los que no cierran ni para el gobierno de Carlos Ruckauf, según lo dicho por Lima. Carmen Salcedo es una concejal del PJ de Tigre que trabaja desdela década del 60 las villas de la zona. Su larga experiencia le indica que “nunca antes había habido tantas bajas de menores como ahora y nunca los pibes habían quedado atrapados por esta forma de excluirlos que es ni siquiera pasarlos a la Justicia para que sigan funcionando y engordando aunque sea con cifras miserables las cajas de la policía, hasta que ya no sirvan para nada”. Salcedo puso atención desde mayo en la abrumadora ausencia de menores detenidos en el lugar más violento del GBA. Así, aquel mes, en todo el departamento judicial, según las cifras que la concejal acercó al Concejo en el departamento de San Martín, el promedio de menores aprehendidos con causas penales fue de alrededor de 45. En el de San Isidro, que comprende Vicente López, San Fernando, Tigre, Don Torcuato y Pilar, no superó los siete. Lima admite desde el seno del gobierno provincial: “Las cifras son llamativas. San Isidro, para ser el lugar de mayor delito, tiene muy pocos detenidos menores. Hoy en sí –le dijo a Página/12 el jueves– tienen cero detenidos. El día que más tienen son 2. San Martín hoy tiene 26. Lomas 24. Morón 15. Quilmes, 7. A mí no me cierran los números. Más cuando esto es una constante. Acá hay algo que no cierra y esto amerita una investigación”. Bigalli, el defensor, tiene una opinión sobre las cifras que intrigan a la funcionaria. “Es simple, los chicos a los que defiendo son los que ya no tienen poder de negociación, los que no tienen qué entregar, los que no tienen poder”.
Angel tiene el tamaño de un chico de catorce, aunque ya cumplió los diecisiete. Dice que es porque una noche cuando realmente era un púber, parado sobre el puente peatonal que cruza la Panamericana en San Fernando, de tanta bolsita, flasheó que podía tirarse en un globo verde y volar. Se arrojó al vacío. De adormecido que tenía el cuerpo sólo sintió “como una cosquilla fuerte” en el bajo vientre, en la entrepierna infantil. “Me di con un fierro en los huevos”, describe el golpe. “Me los hundí bien para adentro y por eso es que se me detuvo el crecimiento”, dice con el mismo tono infantil con el que habla de la muerte. Esa es la fábula que Angel se ha inventado para explicar lo que quizás no sea más que el efecto de la alimentación deficiente y el consumo de drogas desde su más tierna y temprana infancia, para usar correctamente un lugar común. Habla en una estación de servicio sobre la zona norte, a salvo del panóptico que resulta ser la comisaría de su barrio, San Pablo. Angel fue integrante, como satélite y no como miembro fuerte, de la banda de “Los Petaca”, de la que no queda más que el nombre salido del hábito alcohólico de uno de sus líderes, y bandita rival de la tristemente famosa Los Mierdita, nombre ganando por su cercanía a la policía. “Al principio éramos muchos de verdad, entre todos los que se murieron más todos los que están en cana, ahora no somos nadie. Murió el Cabezón, el Cacho, el Edel, pero que era separado de nosotros. Después murió el Núñez, que lo mató el Hugo Beto. Al Pimienta lo bajaron los Mierdita una noche. “¡Pfin! ¡Pfin! ¡Pfin!, hacían los tiros atrás nuestro cuando pasaron disparando en un coche hasta que le dieron a él en la espalda y llego caminando a lo de la madre, que no sabés cómo gritaba, y entonces el Pimienta abrió la boca y le dijo ‘nos vemos’. Y se murió. Pero después todos sabían que a Los Mierdita los mandó la cana”.
–¿Y ellos no mueren?
–Esos están todos vivos. Viven atrás de la comisaría. Arreglan para robar acá, si salen a otro lado ni ahí que roban porque pueden caer. Están recustodiados por la gorra y si les pasa algo, la gorra ¡paf! Se hacen los que se defienden de ellos, pero los chabones laburan para ellos. Ellos dicen “los vamos a agarrar”, pero nada que ver, es una carpa que hacen. Por eso, si estás arreglado con la gorra, entonces no morís.

 

“Cada vez mueren más”
Por C. A.

La casi inexistencia de delitos cometidos por menores en las cifras del departamento judicial de San Isidro mereció una reveladora explicación por parte del ministro de Seguridad, Ramón Orestes Verón, según la interventora del Concejo provincial del Menor y la Familia, Irma Lima. “En su momento hablé del tema con Verón y él me dijo que hay pocas detenciones porque el número de menores muertos en San Isidro por enfrentamientos policiales era alto. O sea, dijo que había habido un aumento tremendo de los enfrentamientos. El me dio los números. Eran algo así como 300”, contó a Página/12 la funcionaria de la provincia en la que el 43 por ciento de los caídos en tiroteos con la policía tiene menos de 20 años.
–¿Cómo evalúa usted esa explicación de Verón?
–A mí lo que me alarma es que cada vez mueren más chicos en enfrentamientos; los tiros son más comunes. Antes tenía que ser muy pesado para tener balazos con la policía. Habría que estudiar si esto es la violencia en general o estamos ante otra cosa.
–Usted tiene una experiencias de cuatro décadas en la Justicia. ¿Ante qué “cosa” podríamos estar?
–No sé si se dibujan los enfrentamientos policiales, como se sabe que puede ocurrir. No quiero aparecer como que creo que todos son malos. Hay excelentes policías –se previene–. Lo que pasa es que acá cada vez que hay un enfrentamiento tendría que haber una exhaustiva investigación judicial, porque no va a ser la primera vez que resulta que el policía tiró porque el pibe quería fugarse o se resistió armado y resulta que tenía un balazo en la nuca, como ya ocurrió. Digo yo: ¿necesita tirar a matar? ¿No puede tirar a las piernas? ¿O a los brazos o las manos? Lo que pasa es que de las famosas 800 denuncias, muchas veces hechas por el propio Consejo, la Justicia cierra la causa. Más allá de lo bueno o lo malo, los policías también actúan con temor porque tuvieron un montón de muertos. Y claro que, si no investigan, vivimos en la nebulosa donde la policía niega y el chico afirma y no se avanza.

 

TESTIMONIOS DE CHICOS Y MUJERES EN LAS VILLAS
“Te manotean la guita y te dicen rajá”

Por C. A.

La de un chico ladrón es una historia contada como un rompecabezas hecho de iniciaciones tempranas, narrada casi siempre en tono de suceso menor y gracioso en el que el protagonista del cuento desprecia de alguna manera el sufrimiento. El mismo tono para hablar de la muerte que para comentar la feliz idea que hizo posible un buen escruche, o aquella noche de juerga en el Tropitango. El mismo tono para contar con la naturalidad que tienen la droga, el fútbol, la pasión por el club del barrio, es el que usan para contar su relación con la policía. Y la misma lógica es la que la atraviesa: el golpe o el intercambio de valores, así se trate del producto de un robo, de un encargo, las ruedas de un auto robado o un cigarrillo de marihuana. Los diálogos con chicos y con madres de las zonas sur y norte del conurbano son el indicio, quizás los primeros indicios, de las complejas tramas de la exclusión y los grandes negocios ilegales.
- Vestida de pulóver blanco impecable y con una tranquilidad que contrasta con la de sus amigas del pasillo en el que vive, doña E, con más de treinta años en la villa, recuerda: “Acá entró fuerte la droga desde el ‘92. En esa época era famoso que en la puerta de la escuela lo regalaban y así se fueron metiendo todos nuestros jóvenes y así perdimos a un montón. Después pusieron sus negocios y era la policía la que los cuidaba. Era insólito, en las puerta se paraban, y como custodias parecían. Hasta que se hizo generalizado, se pusieron las sucursales y la sucursales sí eran perseguidas, y a veces esas sí caen, si no arreglan con la policía esos sí que caen, muy de vez en cuando”.
- El chico de impecables zapatillas Nike Air en un modelo galáctico absolutamente blanco esquiva con la delicadeza de una bailarina los charcos en el pasillo. Es uno de los amigos de Víctor Frente Vital, el chico muerto por la policía convertido en un raro santo de los ladrones de la zona norte. Y ya recostado sobre una pared de lo que queda de la Villa San Francisco, convertida en barrio por el trazado de calles que disolvió los pasillos, empina una cerveza y cuenta: “Lo que pasa es que cuando la cana te agarra o te recagan a palos y te dejan tirado por ahí o te llevan en cana, pero lo seguro es que no te vas a salvar de que te rompan los huesos. Eso no te lo olvidás más, cada vez que salís, salís más resentido. Por eso también hoy en día está pasando cada gilada en los institutos, si vos no te hacés respetar te pinchan o te cortan todo. Adentro hay cada uno que ya está reendurecido porque tienen catorce, quince años y tiene tres tiros, ocho tiros. A mi hermanito, un mes atrás lo agarraron. Pudieron zafar del caño, pero les agarraron la guita, eran como 240 pesos y se los quedaron ellos. Porque si les conviene no te llevan. Es según lo que tenés”.
- María, una mujer de veinte años madre de un niño de seis, suele enfrentarse con los agentes de la Villa Itatí. Dice que “cualquier cosa que se puedan llevar te la manotean”. A su hermano, de 16, lo pararon, cuenta, hace pocas semanas cuando entraba por uno de los pasillos que da al Acceso Sudeste. Le encontraron dos porros armados. “Primero el cana le dijo que le diera uno, pero vino el otro y le dijo que era muy poco, que se quedaran con los dos. Justo yo pasaba y me metí porque le empezaban a pegar. Uno me empujó por allá. Al final a él se lo llevaron. Pasó más de un día preso. Le pusieron averiguación de antecedentes”.
- “Yo robo cuando necesito. Pero acá el que puede vende cocaína. Tres pesos sale el papel más chico, pero es la mitad geniol molido”, cuenta uno de los pibes de la Villa 25 de Mayo. Si te agarran con plata tuya o robada, te dicen ‘¿Qué tenés? Dame la mitad y arreglamos’, entonces cuando te la ven te la manotean toda y te dicen rajá, rajá”, cuenta, acostumbradoa esconderla en varios lugares, como hacen quienes intentan evitar ser robados por ladroncitos como él mismo.

 

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