Por Silvina Szperling

“En Körper trabajamos cuatro tópicos acerca del cuerpo: los sistemas orgánicos (circulatorio, nervioso, el esqueleto, la piel) y sus calidades expresivas; el diálogo entre el cuerpo y el espacio arquitectónico y las proporciones entre ambos; luego las imágenes del cuerpo a través de la historia y que cargamos aún dentro nuestro, y finalmente la relación del cuerpo con la ciencia, cómo podemos cambiar a nuestro cuerpo y el comercio que ello implica.” La claridad que manifestara la coreógrafa Sasha Waltz en rueda de prensa a raíz de su presencia en el III Festival Internacional de Buenos Aires, con el auspicio del Instituto Goethe, hacía suponer una obra grave, tal vez lineal o de intenciones evidentes. Nada de eso: Körper (Cuerpos) es una obra ciclotímica, con individualidades muy marcadas y momentos de humor. Eso sí, una angustia existencial sobrevuela esta singular pieza de una creadora calificada por la prensa internacional como “refundadora de la danza-teatro alemana”.
Elaborada durante un largo período, la obra comenzó a desarrollarse en Sophiensaele, el teatro que albergaba a Sasha Waltz & guests, cuando era una compañía independiente. La segunda etapa fue en el Museo Judío de Berlín, una creación del arquitecto Daniel Libeskind que trata el Holocausto como un laberinto con grandes espacios vacíos, huecos que quedan en la memoria colectiva. En ese contexto, la compañía diseñaba un recorrido danzado a través de la arquitectura del museo que ya contenía las semillas de la versión definitiva de Körper. Esta se estrenó en ocasión de inaugurar la temporada 2000 de la Schaubühne am Lehniner Platz, el mítico teatro berlinés que abrió el juego a esta coreógrafa treintañera en la dirección de éste, secundada por sus congéneres Thomas Ostermeier, Jens Hillje y Jochen Sandig. En esa oportunidad, Waltz se atrevió a derrocar todas las escenografías y adornos del tradicional teatro, despojar su escenario de 30 metros de fondo y poblarlo tan sólo con cuerpos y un gran plano vertical de 10 metros de alto: una pared ubicada en diagonal al proscenio.
En el escenario de la sala Martín Coronado, esas proporciones se mantienen, en escala reducida. La forma en que Waltz transforma el espacio conocido produce una sensación agórica: el vacío antes mencionado. Ese mismo espacio construido sufre transformaciones a lo largo de la obra: se constriñe a una especie de ventana en la que los cuerpos se arraciman, se expande al colocar gente muy lejos del público, hacia el fondo del escenario. Una pared se cae, parte del piso se levanta, aparece una especie de zanja dentro del piso.
El trabajo interpretativo de los 13 bailarines es vibrante y da cuenta de la diversidad del elenco. En el arco que va de la velocidad y la precisión de la canadiense Laurie Young o la expresividad de la portuguesa Claudia de Serpa Soares, hasta la plasticidad e intensidad de TakakoSuzuki o la fuerte presencia escénica del vasco Juan Kruz Diaz de Garaio Esnaola (además director musical del grupo), la compañía se altera en protagonismos que eluden todo narcisismo, a la vez que vuelcan historias personales al modo storytelling, que Waltz ha mamado posiblemente en sus años de Nueva York. Se destaca, además, una técnica de movimientos superfluida. Con una narrativa cuya lógica es 100 por ciento kinética y espacial, y una estética ascética en negro, rojo y piel, Sasha tira sobre el tapete sus cuatro tópicos de cabecera, dispersos en infinidad de imágenes en movimiento. Cada integrante del público debe seleccionar su propia línea interpretativa para este fresco sobre la idea más antigua y sin embargo más de moda en las artes de comienzos del siglo XXI: el cuerpo.

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