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WOODY ALLEN HABLA DE SUS PROBLEMAS
CON LAS MUJERES Y DE SU FELICIDAD CONYUGAL
“En el amor, todo es cuestión de suerte”

Rompiendo un prolongado silencio
sobre su vida privada, el autor de �Dos extraños amantes� habla del momento en que, al mismo tiempo que filmaba �Maridos y esposas�, se desmoronó su relación con Mia Farrow. Y confiesa que nunca hubiera pensado que podía ser feliz con una mujer como Soon-Yi.

Woody y Tracy Ullman en “Ladrones de medio pelo”, una imagen de la posible armonía de pareja.

Por Libby Brooks *
Desde Roma

Es difícil no reparar en los anteojos. Son de plástico, demasiado grandes y parecen dibujados sobre su rostro pálido y laxo. “La primera vez que me los puse, los odiaba, porque vengo de una generación en la que no eran considerados atractivos y porque en mi juventud yo jugaba al baseball y era tan humillante... Pero ahora encuentro que si me saco los anteojos me parezco a mi madre. Y por mucho que la quiera, no me gusta parecerme a mi madre. Aunque no tengo problemas en pensar como ella”. Woody Allen lanza la pequeña broma con una sonrisa de disculpas. Sus ojos observan con cortesía. Es un alma seria.
Confundido entre unas plantas absurdas en un restaurante de moda en Roma, Allen (65 años) está sufriendo una trasnochada exposición a la luz pública. Fue su amiga y productora Jean Doumanian quien inicialmente le propuso esa rehabilitación ante los medios, después de su escandalosa separación de Mia Farrow, a comienzos de los años 90. La gira promocional que ahora Allen está realizando en Europa, para el estreno de su película más reciente, The Curse of the Jade Scorpion (La maldición del escorpión de jade), fue organizada sin embargo por DreamWorks, la compañía de Steven Spielberg, después de que la empresa de Doumanian se retiró sorpresivamente de la financiación del proyecto. Para un hombre para quien el control absoluto de todos los aspectos de la producción es algo esencial –y que siempre ha preferido tocar el clarinete en el Michael’s Pub de Nueva York antes que tener que ir recoger un Oscar a la Academia de Hollywood– un tour de prensa debe ser tortuoso. “Lo es”, admite con una voz queda. “Acepté esta vez porque me cae bien la gente de DreamWorks. No me gusta hacer publicidad de mis películas y personalmente no pienso que sirva de mucho. Pero ellos en cambio dicen que sí, que sirve, y me piden que lo haga, porque mis películas no hacen todo el dinero que deberían”.
Mientras tanto, sucede que Allen le puso una demanda judicial a Doumanian, alegando que ella y su socio, el financista, Jacqui Safra, lo engañaron en 15 millones de dólares de ganancia, que le pertenecían. Ellos, por su parte, contestaron con una contrademanda, alegando que Allen malgastó el dinero de la compañía exigiendo gastos excesivos para sus películas y un cachet desproporcionado como actor y director. Woody no debe hablar mucho del caso, según le recomendó su abogado, pero lo describe como “un caso de números, algo muy poco sexy, que no creo que llegue finalmente a la corte. Puso mucha tensión entre nosotros y espero que no se prolongue demasiado”.
Una mano se eleva hacia su pelo revuelto y trata de domarlo, sin éxito. Es un gesto familiar. Todo en Allen es algo al mismo tiempo conocido y extraordinario, como si se tratara de un dibujo animado. Es una presencia suave y ausente. Como advirtió John Lahr en el magnífico perfil que publicó en 1996 la revista The New Yorker, “el Allen verdadero siempre se mantiene en reserva. El es, como todos los grandes comediantes, inconsolable. Su antídoto contra la ansiedad es la acción”. En esas condiciones, su talento natural para la comedia florece.
“Hago películas como una forma de terapia personal, de la misma manera en que una persona en una institución mental teje o borda porque la laborterapia le hace bien”, dice. “Hago cine porque si no trabajo me deprimo. Y me deprimo porque tengo tiempo entre las manos y me pongo a pensar y me vuelvo un tanto introspectivo y mórbido”. Y lo dice con tanta verdad y tristeza que uno no puede sino creerle. Y esperar que lance algún chiste, que no llega. A pesar de que él sabe que tiene fans en todo el mundo, afirma que cuando filma una película no piensa en nadie que no sea él mismo. “La primera afirmación que necesito es la mía propia. No mepreocupa nada más allá. No leo lo que se publica de la película o de mí. Porque lo que me divierte es hacer la película, y punto”.
Como se sabe, Allen es, sin embargo, notoriamente despectivo hacia su propio trabajo. Es tan claro, asevera, que sus películas no están a la altura de las de Bergman y Fellini... Pero después de 35 años haciendo cine, ¿no querría romper esa brecha? “Me encantaría hacer una película que se pudiera pasar en doble programa con Rashomon y de la cual la gente pudiera salir diciendo: ‘También es una gran película, ¿no?’. Pero no me imagino que eso pueda suceder alguna vez. Hice tantas películas ya... Pero nunca se sabe, el manantial de la esperanza es eterno”.
¿No le preocupa a Allen que la aceptación de esos límites se convierta en un límite en sí mismo? “No creo, porque cuando me largo a hacer algo no me pongo límites. Pienso: ‘Dios, ésta va a ser mi Trono de sangre’. Pero después, cuando veo lo que hice, me digo. ‘Oh, Dios, no permitas que esto sea un bochorno. He usado el dinero de otra gente, han confiado en mí, tenía tantas ambiciones y miren lo que terminé haciendo’. Lo que comienza como pura ambición se convierte en una plegaria por la supervivencia”.
The Curse of the Jade Scorpion es una comedia policial, sofisticada y lunática, que transporta a Allen a su década preferida, los años 40, permitiéndole una amplia oportunidad de ejercitar su estética retro. También se premia a sí mismo con ciertos momentos de ternura, no sólo con su protagonista femenina, Helen Hunt, sino también con la lujuriosa parodia de Lauren Bacall que compone la espectacular Charlize Theron, que se desnuda delante de él y lo reclama. No deja de ser incómodo comparar a este hombre modesto y bonachón que una tiene delante con la desvergonzada vanidad sexual que expone en la pantalla y que data, por lo menos, desde 1979, cuando en Manhattan el cuarentón Woody enamoraba a la adolescente Mariel Hemingway. ¿Se da cuenta Allen de esto, de que ya es de un gusto algo dudoso que este hombre mayor se haga el galán en sus propias películas frente a actrices mucho más jóvenes que él? Definitivamente, no. “Es un tema que ha tomado aquella gente que no le gusta lo que hago y que está buscando algo que decir y que encontró eso”, se ofusca. “Hay muchas críticas para hacerme, todas muy válidas, pero no creo que ésa lo sea. Si el guión lo pidiera, yo no tendría ningún problema en aparecer junto a una mujer de 65 años”. Lo que Allen no tiene en cuenta es que él escribe sus propios guiones.
Quizás esa observación, cada vez más frecuente, sea consecuencia todavía de su desastrosa separación de Farrow, en 1992, un escándalo digno de Chaplin o Fatty Arbuckle, en el que estuvieron en juego unas fotos donde la hija adoptiva de Mia, Soon Yi, actualmente su mujer, aparecía desnuda. También se habló en su momento de una relación “excesivamente cercana” de Allen con otra hija adoptiva, Dylan, y con su hijo biológico, Satchel.
¿Cree Allen que hay un malentendido, que la gente piensa que él es el mismo en la vida que en la pantalla? “Pienso que cualquiera que me conozca podría contestarle eso. En la vida real, trabajo todo el tiempo. O practico el clarinete. Ahora que tengo una familia, juego con los chicos (tiene dos hijos adoptados junto a Soon-Yi). En las películas siempre interpreto a un tipo nervioso, loco, neurótico, gracioso, exagerado, zumbón. Pero no soy así en casa”.
La sombra de un lamento asoma en su discurso. “La gente piensa que todas esas historias son verdaderas. Tiene esta impresión desde los tiempos de Dos extraños amantes, que parecía una autobiografía. El público tiene una fijación con el hecho de que ese a quien ve en la pantalla soy yo y no importa cuántas veces lo diga, me miran y dicen: ‘Sí, tiene razón’. Pero no me creen”. ¿No será que Allen, por más que trabaja en el campo de la ficción, no se detiene ante ninguna fuente de inspiración que provenga de la vida real? ¿Hay algo que no estaría dispuesto a utilizar? “Nada en lo que pueda pensar”, responde. Siento que no dudaría en aprovechar cualquiercosa que haga una buena historia o que sea graciosa. Pero al mismo tiempo creo que es difícil imaginar algo de mi propia vida o de la vida de cualquiera que se pueda utilizar tal como sucedió realmente. Si quisiera ponerlo en una película, debería modificarlo para que funcionara como ficción, con su cuota de exageración y de burlesco”.
Su defensa en sí misma suena exagerada, acostumbrados como estamos a buscar verosimilitud en cada acto creativo. ¿Qué pasa, por ejemplo, con una película como Maridos y esposas, una de sus exploraciones más profundas en la vida de pareja, que filmó mientras se estaba desintegrando su largo matrimonio con Mia Farrow? En lo que parece una cruel imitación de la vida por el arte, el personaje de Allen deja a su mujer, interpretada por Farrow, por una estudiante de 20 años.
¿No fue acaso una película dolorosa de hacer? “No, fue una de mis películas favoritas, en el sentido de que tenía un concepto y no me aparté demasiado de él. Se hizo de manera tan cruda... no había delicadezas que atender y eso me dio una gran libertad en el montaje y en la narración”. ¿Pero no fue difícil vivir la implosión de esas relaciones, adentro y afuera de la pantalla, al mismo tiempo y exactamente de la misma manera? La superposición, me contesta clínicamente, fue de sólo dos días. “Justo al final todo se vino abajo, pero para entonces la película ya estaba en un 99 por ciento terminada”. El sólo trata de hacer películas graciosas, insiste.
¿Puede entender Allen por qué la gente se escandalizó con el episodio Farrow? (Sus productores y distribuidores de entonces, TriStar, estaban tan preocupados que se lavaron las manos y se alejaron de Woody.) “No, no realmente”, contesta. “La gente sólo tiene el derecho a que le gusten mis películas o que no le gusten, pero no tiene el más mínimo derecho sobre mi vida privada, como no lo tengo yo sobre la vida privada de nadie. No me interesa lo que piensan”.
Allen se casó con Soon-Yi en 1997. Desde entonces, ¿tiene una idea más positiva de las relaciones de pareja? “Creo que uno tiene que tener suerte. Pensamos que podemos controlar más de lo que realmente controlamos. Siempre estamos negando el hecho de que no podemos controlar todo, porque pensarlo de otra manera asusta. El encuentro accidental de dos personas, cuyas necesidades, complejas y exquisitas, se entrecruzan de manera tal que pueden causar problemas eventualmente muy dolorosos es algo que depende mucho de la buena suerte”. Como Judah, el personaje de Martin Landau en Crímenes y pecados, que planifica el asesinato de su amante, ¿encuentra Allen que el tiempo todo lo disuelve, incluso la culpa? “Es por eso que es tan fuerte el sentimiento de futilidad de la vida. Del lado positivo, podemos decir que los recuerdos dolorosos eventualmente se olvidan, pero también los momentos de alegría quedan atrás. El tiempo lava todo y uno se muere.” Y Woody se ríe entre dientes: “Hum, hum...”
Hay una pausa y estoy a punto de tirar otra pregunta cuando sus palabras reaparecen. “Pero después de todo el trabajo que he hecho, de todo el psicoanálisis, de todos los años de vivir y de probar, me encontré –en las circunstancias más inverosímiles que uno se pueda imaginar– con una mujer que parecía la última persona que uno podía pensar que iba a terminar siendo mi feliz esposa, con quien tengo hijos y con quien estoy encantado”.
Agita la cabeza suavemente hacia un lado y otro y dice: “Si alguien me hubiera dicho años atrás que iba a terminar siendo feliz con una mujer mucho más joven que yo, menos experimentada, que no maneja la mayoría de las referencias que yo manejo por una simple cuestión de edad, que no está en el mundo del espectáculo y que tampoco le interesa, que no ha visto siquiera tres cuartos de mis películas, hubiera respondido: ‘Estás loco, ¿de qué podríamos hablar, cómo podría ser feliz?’ Y aquí estoy, lo queprueba que uno no puede abordar estas cosas de manera intelectual. Es sólo cuestión de buena suerte”.

* De The Guardian, de Gran Bretaña, especial para Página/12.

 

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