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El talibán hecho pelota

Repleto de particularidades, el deporte en Afganistán �el país sobre el que se centra la atención mundial luego de los atentados en Nueva York y Washington del 11 de setiembre� reconoce al �buzkashi�, parecido a nuestro pato, como la auténtica pasión de multitudes.

Por Gustavo Veiga

Marcelo Bielsa cometería un sacrilegio por observar videos de selecciones rivales; Juan Román Riquelme sería rapado y luego deportado a la Argentina si tirara un caño enfundado en sus pantalones cortos; Magdalena Aicega y Vanina Oneto tendrían prohibido jugar al hockey y Pablo Ricardi, el campeón argentino de ajedrez, quedaría detenido si osara mover un alfil sobre el tablero. Estas situaciones ficticias y que se antojan descabelladas en cualquier lugar del mundo podrían cobrar vida en la árida y empobrecida tierra de los talibanes. Allí, en Afganistán, el fútbol estuvo prohibido entre 1996 y 1997, el deporte está vedado a las mujeres y el juego ciencia es considerado tan nocivo como el consumo de alcohol. En cambio, el buzkashi es una especie de pasión de multitudes que deviene de la historia. Acaso por influencia de los invasores mongoles liderados por Gengis Khan en el siglo XI. Primo lejano de nuestro deporte nacional, el pato, se practica de a caballo y con la cabeza de una res como balón.
Hoy, en Kabul, las ejecuciones públicas o la amputación de manos convocan más público en una cancha que cuando disputan el clásico de fútbol los equipos de Maiwand y Jawanani. Y los partidos deben terminar antes de las cuatro de la tarde y con los jugadores vistiendo pantalones largos. De lo contrario, corren el riesgo de que sean castigados como ocurrió con una ignota formación paquistaní en la ciudad de Kandahar, donde reside el mulá Mohamed Omar, líder religioso de los talibanes. Por cuestiones como ésta y la prohibición de que las mujeres intervengan en cualquier disciplina, el aislamiento internacional del régimen afgano también se materializa en el ámbito deportivo. Ni el Comité Olímpico Internacional (COI), ni la más poderosa de las federaciones, la FIFA, aceptan al país en sus competiciones.
En un estadio de fútbol no se permite aplaudir una gambeta y ni siquiera un gol. Así está determinado desde 1996, cuando se le antojó a Mawlawi Qalamuddin, viceministro de la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio en Afganistán. Sólo se puede demostrar admiración por una bonita jugada o adhesión hacia alguno de los equipos si los espectadores gritan “Allah o akbar” (“Dios es grande”).
La peculiar interpretación del Corán que recrean estos fundamentalistas con reminiscencias del Medioevo los llevó a deportar a un grupo de futbolistas de Pakistán porque habían salido a la cancha en pantalones cortos a disputar un amistoso. Pero los talibanes no se detuvieron ahí. Pelaron sus cabezas al ras y, obviamente, los dejaron con las ganas de patear una pelota con su rival de Kandahar.
Si se acepta que el fútbol no convoca multitudes en las ciudades afganas, donde ni siquiera se observa a los chicos jugándolo en la calle, ese episodio resulta un hecho menor comparado con otros espectáculos que suelen repetirse en las pocas canchas que tiene el país. Alfonso Rojo, un periodista español que visitó Kabul en nuestra primavera de 1998, relató en una de sus crónicas: “Casi inmediatamente sacaron a Atí llah y le hicieron arrodillarse al borde del área, casi en el punto del penal. Al condenado a muerte no se le veía la cara. Le habían vendado los ojos con su propio turbante. Lo único que se distinguía bien eran sus brazos cruzados sobre el pecho y los hilos dorados del bordado del gorro con que se tapaba el pelo...”
Rojo contó que resultó un espectador privilegiado porque lo invitaron a sentarse sobre el césped, a unos veinte metros del sitio destinado a la ejecución. En su nota agregó que “a eso de las tres de la tarde, con el estadio repleto y mientras docenas de chiquillos iban de un lado a otro vendiendo agua, cigarrillos, chicles y galletas, entró en juego la megafonía. Primero sonó la canción favorita de los talibanes, una pieza cuyo estribillo repite machaconamente que no hay más dios que Alá”. El buzkashi es un deporte ancestral en Afganistán. Hay dos formas de jugarlo. Una se llama Tudabarai y la otra, Qarajai. La primera es la más simple y menos ruda. Esta disciplina para hombres de a caballo consiste en tomar una cabeza de vacuno y trasladarla al campo contrario. En la nación de los talibanes se practica sobre todo en invierno y para los jinetes significa algo más que una actividad lúdica. Está emparentada con su estilo de vida, según una de las escasas fuentes que pueden consultarse en Internet. Para octubre suele ser el entretenimiento deportivo más convocante en el estadio de Ghazni, ubicado en Kabul.
En el norte del país se juega en la mayoría de las provincias y hay un sitio –Kunduz– donde se lleva a cabo un festival de buzkashi que se prolonga durante diez días. Cuentan que los caballos empleados para este deporte tradicional deben tener un entrenamiento especial, que lleva años. La competición a menudo se torna violenta y quizá esto guarde cierta relación con los premios que hay en juego en una nación donde abunda la indigencia: dinero, ropas finas y turbantes.
Entre las prohibiciones más difundidas del ideario talibán figuran las de ver televisión o videos, escuchar música y fotografiar mujeres, pero casi nada se sabe acerca de actividades condenadas y resistidas como el ajedrez, el adiestramiento de aves y hasta el uso de barriletes. Anatoli Karpov o Víctor Korchnoi no serían bienvenidos en Afganistán si quisieran ofrecer partidas simultáneas. El juego ciencia es considerado parte de la abominable idolatría y peones, alfiles o reinas resultaron destruidos como los budas de 1500 años de antigüedad que se levantaban en la localidad de Bamiyán.
La práctica del ajedrez ha sido colocada a la altura de las apuestas o el abandono de la oración. Ajmal Jamshidi, el secretario general de la Federación Afgana de Ajedrez en el exilio, relató durante una entrevista que le efectuó el diario español El País: “En 1994 había 20.000 ajedrecistas activos en Afganistán. Muchos huyeron, pero de los que quedaron, más de 1900 fueron detenidos mientras participaban de torneos clandestinos”. Además, los clubes fueron cerrados o demolidos, las piezas y los relojes vendidos en Pakistán y quemados los libros de ajedrez.
Algunas fotografías que circulan en Internet permiten ver que hasta la toma de Kabul en setiembre de 1996, en los escasos gimnasios de la capital, afganos de músculos trabajados posaban delante de posters con las imágenes de Sylvester Stallone o Lou Ferrigno, el Increíble Hulk. Pero cuando los talibanes entraron en la ciudad y arrasaron con la representación de figuras humanas o de animales, aquellos afiches desaparecieron.
Sin embargo, ni siquiera en Afganistán el deporte se ha librado de ser utilizado con fines propagandísticos como en otros países. Al margen de las características sacrílegas que se les atribuyen al ajedrez o a patear una pelota en pantalones cortos; bajo el régimen talibán, el fútbol, las artes marciales o el popular buzkashi comenzaron a formar parte de los actos que se celebran el 18 de agosto. Ese día, el sufrido pueblo que a lo largo de su historia fue invadido por persas, griegos, mongoles, turcos, ingleses, rusos y acaso dentro de poco por estadounidenses, festeja su independencia.

 

 

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