Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12

Otro Afganistán

Por Marcelo Justo

Conocí Afganistán en diciembre de 1978, un año antes de la invasión soviética. Había salido de Londres unas semanas antes a bordo de un “Magic Bus” en el que viajaban otros 27 occidentales con destino final a la India y numerosas paradas en el camino. Habíamos atravesado Francia, Austria, Yugoslavia, Grecia, Turquía e Irán, habíamos percibido con creciente euforia los saltos abruptos de país a país, la diferencia de color, aroma, ambiente, sociedad y paisaje que marcaba la creciente inmediatez de ese mundo mágico que todos buscábamos en Oriente. Porque en esa época Oriente –medio, cercano, lejano– tenía para los occidentales el aura romántica de lo misterioso e imprevisible, del descubrimiento y el sueño, del exotismo y la revelación.
Son más de 20 años ahora de ese viaje: mucho se lo tragó el olvido. Tengo todavía las impresiones generales que resumí decenas de veces ante amigos y parientes. En pleno siglo XX Afganistán parecía una sociedad mágicamente anclada en el pasado, una materialización de los cuentos de las 1000 y una noches. La economía de trueque era evidente en los mercados. Comerciantes de turbantes que transportaban mercadería en carretas y camellos intercambiaban pesadas bolsas blancas por otras que cargaban en esos vehículos medievales antes de partir del lugar. Las precarias calles de tierra, sin alumbrado eléctrico, estaban prácticamente vacías: algunos coches esporádicos, unas pocas bicicletas. Una pobreza elemental y caótica nos miraba con irónica lejanía a nosotros, los 27 occidentales en busca de aventura y asombro.
Tengo algunas fotos que milagrosamente sobrevivieron mudanzas de ciudades, países, continentes. En una recupero el mercadillo de Herat, la primera ciudad fronteriza con Irán: lonas extendidas sobre la calle, una inconcebible sucesión de montañas de ropa que mezclaban atuendos de bebé y calzado de adulto, camisolas y medias, chalecos, alfombras y sacones. En un rincón aparece un círculo de hombres en cuclillas hablando: turbantes blancos, una suerte de mantas marrones de sobretodo. En otra foto, dos mujeres cruzan la calle. Deben ser la avanzada feminista de aquella época pre-talibán porque se les puede ver con claridad la nariz, los pómulos, los ojos y las cejas. Detrás, está la panadería: un tugurio oscuro, con un agujero ardiente en el medio para hornear el pan. Siempre había moscas alrededor de los panes y el hashish circulaba con asombrosa libertad en las transacciones más cotidianas: si los afganos no tenían cambio, daban el vuelto en pequeñas barras que sacaban de los bolsillos con una sonrisa entre apologética y cómplice.
En Herat recuerdo el paso de una formación militar que parecía la Armada Brancaleone. Nadie se preocupaba en coordinar el paso, la formación se deshacía a cada momento, los capotes eran desmesuradamente grandes, como recogidos al azar de las gigantescas montañas de ropa de los mercados. Mientras marchaban los soldados hablaban, se sonreían, nos saludaban. Un ejército de desahuciados: los borceguíes sin cordones, las manos cubiertas por mangas descomunales, los hombros pesados y caídos, cargando añejos fusiles mauser. En la angosta carretera de asfalto de Herat a Kabul, donde apenas cruzamos un par de camiones en todo el trayecto, recuerdo la alucinante aparición de nómades montando camellos, los ojos grandes y risueños de los animales observándonos mientras pasaban corriendo al lado de nuestro “Magic Bus”. En el fondo las montañas áridas y abandonadas que podrían ser el escenario de una intervención militar. No me gustó la capital, Kabul: era triste, sucia, precaria. Las viviendas parecían sin terminar: las pretensiones de modernidad hacían más evidente la pobreza elemental del lugar.
Recuerdo un par de discusiones que tuve con algunos de mis primermundistas compañeros de viaje que acusaban al gobierno procomunista de Afganistán del atraso del país y que se quejaban de la escasa libertadde prensa y de palabra que se respiraba en el lugar. La utilización del cliché comunista para disimular nuestra inevitable ignorancia era casi grotesca –a falta de incidentes obvios de persecución, ¿qué podíamos percibir nosotros en una semana y sin hablar el idioma?– pero escondía una sensación de inquietud que iba más allá de los clásicos parámetros de la Guerra Fría. En esos últimos años de esa década, Occidente miraba con impotente desconcierto la inminente caída de uno de sus baluartes en la región, el sha de Persia, que pronto sería sustituido por la exportable revolución islámica del ayatola Jomeini. En un clima de creciente hostilidad antioccidental, al año siguiente se suspendieron todos los viajes con “Magic Bus”, que desde la era hippie de los 60 había cruzado la zona para llegar al nirvana de la India. Afganistán experimentaría una invasión soviética, una larga guerra de guerrillas islámica febrilmente alimentada por Estados Unidos, Arabia Saudita y Pakistán, y un estado de guerra permanente tras la retirada rusa, completada en 1989. El país que conocí hace más de 20 años era un bello y precario paisaje medieval, de casi inexistente infraestructura y extrema pobreza. Después de más de dos décadas de guerra, ¿qué le quedará en pie para que bombardee Estados Unidos?

 

PRINCIPAL