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OPINION

Una hipótesis de terror

Por Claudio Uriarte

 

El impacto del vuelo 11 de American Airlines en la torre norte del World Trade Center a las 8.48 AM del 11 de setiembre pareció en un primer momento un catastrófico accidente aéreo. El segundo impacto, de United Airlines, a las 9.05 AM, en que otro avión de línea describió una parábola casi perversa para impactar en el medio de la torre sur, ya era claramente parte de una compleja y sincronizada acción terrorista. El tercer impacto, esta vez sobre el Pentágono y a las 9.45, resultó entonces inequívocamente otro eslabón en la secuencia, por lo cual lo que muchos sospechan –que el cuarto avión, el que se desplomó menos de una hora después sobre un descampado en Pennsylvania, en realidad fue derribado por un caza F-16– no es para nada irrazonable.
El multimillonario saudita expatriado Osama bin Laden ha sido demonizado hasta el vértigo en estos días por la prensa occidental. Por cierto, el hombre que causó más de 7000 muertes de inocentes –entre los que estaban en los edificios y los que viajaban en los aviones– no puede ser considerado como un ángel, pero más acá de la conmoción universal por los trágicos sucesos del martes 11 yacen inquietudes y preguntas cada vez más incómodas respecto de las razones por las cuales fue posible el cuádruple megaatentado de ese día. A saber: el World Trade Center ya había sido atacado –sin éxito y por otra vía– en 1993, y si no es claro cómo pudo ser que el edificio careciera de la suficiente capacidad de protección por radar, ya lo es mucho menos cómo fue posible que el espacio aéreo sobre el Pentágono no estuviera vigilado y que el terreno circundante no estuviera erizado de misiles antiaéreos contra lo que, bien visto, se puede considerar el equivalente de un misil de crucero.
Junto a estas inquietudes, aparecen datos igualmente perturbadores sobre los beneficiarios de las operaciones terroristas: la Marina norteamericana, la mayor parte de cuyas bases en ultramar iban a ser desmanteladas –pero ahora serán conservadas y reforzadas– y el ejército –que también afrontaba una poda de efectivos, pero ya no debe preocuparse por ello–. Nada de esto autoriza a suponer que el gobierno norteamericano atentó contra sí mismo, pero –como en el mismo Pearl Harbour con que los ataques del 11 fueron comparados hasta el hartazgo– se plantea la certidumbre de un enemigo externo –en un caso Japón, en el otro Bin Laden–, pero también la sospecha de alguien que supo lo que se venía, que dejó hacer y que ciertamente no usa turbante.


 

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