Un
entredicho menor entre dos clientes de un supermercado, que finalmente
culmina con insultos y amenazas racistas, es una prueba particularmente
ilustrativa acerca de cómo la sensación de intolerancia
se encuentra presente, con distintos grados de intensidad, en los
más diversos aspectos de nuestra vida cotidiana. Permanentemente
enfrentamos procesos de distinto orden caracterizados por el prejuicio,
la discriminación, descalificación, segregación,
marginación, humillación y rechazo de aquel que se
considera diferente. Nuestros jueces ya han dicho, respecto
de quien resulta autor de expresiones discriminatorias, que éstas
denotan una personalidad arbitraria e intolerante: un producto derivado
de un muy profundamente arraigado prejuicio propio de aquellas posturas
que ante la incapacidad de su propia superación prefieren
culpar a aquello que es extraño. Esto refuerza aquella idea
según la cual, en el fondo, quien discrimina es un ser que
se siente inferior, que se desprecia a sí mismo y trata de
grandificarse proyectando en los otros sus miedos y frustraciones.
Así, la discriminación es, en términos generales,
una fuerza completamente exterior al afectado, caracterizada por
la forma en cómo lo tratan los demás. Cada persona
reaccionará ante ésta de un modo particular. Eliminar
las razones que motivan este trato ha sido una aspiración
histórica, escasamente reflejada en la realidad. La actitud
de quienes en cualquier ámbito resultan discriminados es,
en gran medida, esencial para el progreso hacia el reconocimiento
de normas comunes de tolerancia, libertad individual y desarrollo
humano.
Siempre debemos reclamar nuestro derecho a ser tratados, en todos
los ámbitos, como ciudadanos de primera clase: en nuestra
nación, vale recordarlo, no se admite ninguna prerrogativa
ni diferenciación a favor de ninguna persona o grupo de personas.
Por ende, no debemos tolerar actos que impliquen la existencia de
mayores derechos o menores obligaciones por parte de ciertas personas,
en la medida en que éstos carezcan de un fundamento razonable.
Aun así, no cualquier expresión, por desagradable
que nos parezca, puede merecer castigo. El derecho penal debe ser
una herramienta excepcional. Pero cuando se trata de actos trascendentes,
que efectivamente afectan el derecho que nuestra ley garantiza a
todas las personas a vivir en un marco de respeto y tolerancia,
la Justicia debe actuar de manera categórica.
El principal problema que se presenta al llevar a juicio las expresiones
de odio e intolerancia está dado, sin lugar a dudas, por
el hecho de que al sancionarlas penalmente, en cierto modo se están
lesionando derechos consagrados por nuestra Constitución
Nacional. Esta garantiza enfáticamente la libertad de expresión,
en un sentido amplio. Pero no garantiza la libertad de insultar
y ofender deliberadamente.
El riesgo de no avanzar en este tipo de casos es grande. La ley
tiene una función simbólica, en cuanto trasmite un
mensaje a la sociedad, en el sentido de subrayar la gravedad de
determinadas conductas y garantizar su prevención y/o sanción.
Entonces, cuando la ley no se aplica en casos concretos, todo el
mensaje se vuelve en contra, en cuanto frustra las expectativas
creadas. Las expresiones de intolerancia, en cualquiera de sus formas,
nos afectan a todos. No sólo a la persona o a la comunidad
a la que se encuentran dirigidas, sino también a todos aquellos
que pretendemos vivir en una sociedad plural y democrática,
aun cuando, por lo general, cada acto de discriminación en
concreto tiene una víctima identificable, una persona, grupo,
o comunidad respecto de quien éste genera un particular sentimiento
de violencia y por ende una particular reducción en su expectativa
colectiva de pluralidad. Lo que la ley protege, lo que todos debemos
cuidar, es nuestro derecho a vivir en una sociedad plural. Es la
igualdad, en el sentido en el cual ésta ha sido consagrada
como principio jurídico consagrado en nuestra Constitución
Nacional. Se ha dicho, con acierto, que en un juego de claroscuros,
ladiscriminación es el negativo reflejo especular de la igualdad.
Legitimar la discriminación en un solo caso equivale a legitimarla
siempre.
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