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OPINION

Odio en el supermercado

Por Pablo Miguel Jacoby y Pablo Slonimsqui

Un entredicho menor entre dos clientes de un supermercado, que finalmente culmina con insultos y amenazas racistas, es una prueba particularmente ilustrativa acerca de cómo la sensación de intolerancia se encuentra presente, con distintos grados de intensidad, en los más diversos aspectos de nuestra vida cotidiana. Permanentemente enfrentamos procesos de distinto orden caracterizados por el prejuicio, la discriminación, descalificación, segregación, marginación, humillación y rechazo de aquel que se considera “diferente”. Nuestros jueces ya han dicho, respecto de quien resulta autor de expresiones discriminatorias, que éstas denotan una personalidad arbitraria e intolerante: un producto derivado de un muy profundamente arraigado prejuicio propio de aquellas posturas que ante la incapacidad de su propia superación prefieren culpar a aquello que es extraño. Esto refuerza aquella idea según la cual, en el fondo, quien discrimina es un ser que se siente inferior, que se desprecia a sí mismo y trata de grandificarse proyectando en los otros sus miedos y frustraciones.
Así, la discriminación es, en términos generales, una fuerza completamente exterior al afectado, caracterizada por la forma en cómo lo tratan los demás. Cada persona reaccionará ante ésta de un modo particular. Eliminar las razones que motivan este trato ha sido una aspiración histórica, escasamente reflejada en la realidad. La actitud de quienes en cualquier ámbito resultan discriminados es, en gran medida, esencial para el progreso hacia el reconocimiento de normas comunes de tolerancia, libertad individual y desarrollo humano.
Siempre debemos reclamar nuestro derecho a ser tratados, en todos los ámbitos, como ciudadanos de primera clase: en nuestra nación, vale recordarlo, no se admite ninguna prerrogativa ni diferenciación a favor de ninguna persona o grupo de personas. Por ende, no debemos tolerar actos que impliquen la existencia de mayores derechos o menores obligaciones por parte de ciertas personas, en la medida en que éstos carezcan de un fundamento razonable.
Aun así, no cualquier expresión, por desagradable que nos parezca, puede merecer castigo. El derecho penal debe ser una herramienta excepcional. Pero cuando se trata de actos trascendentes, que efectivamente afectan el derecho que nuestra ley garantiza a todas las personas a vivir en un marco de respeto y tolerancia, la Justicia debe actuar de manera categórica.
El principal problema que se presenta al llevar a juicio las expresiones de odio e intolerancia está dado, sin lugar a dudas, por el hecho de que al sancionarlas penalmente, en cierto modo se están lesionando derechos consagrados por nuestra Constitución Nacional. Esta garantiza enfáticamente la libertad de expresión, en un sentido amplio. Pero no garantiza la libertad de insultar y ofender deliberadamente.
El riesgo de no avanzar en este tipo de casos es grande. La ley tiene una función simbólica, en cuanto trasmite un mensaje a la sociedad, en el sentido de subrayar la gravedad de determinadas conductas y garantizar su prevención y/o sanción. Entonces, cuando la ley no se aplica en casos concretos, todo el mensaje se vuelve en contra, en cuanto frustra las expectativas creadas. Las expresiones de intolerancia, en cualquiera de sus formas, nos afectan a todos. No sólo a la persona o a la comunidad a la que se encuentran dirigidas, sino también a todos aquellos que pretendemos vivir en una sociedad plural y democrática, aun cuando, por lo general, cada acto de discriminación en concreto tiene una víctima identificable, una persona, grupo, o comunidad respecto de quien éste genera un particular sentimiento de violencia y por ende una particular reducción en su expectativa colectiva de pluralidad. Lo que la ley protege, lo que todos debemos cuidar, es nuestro derecho a vivir en una sociedad plural. Es la igualdad, en el sentido en el cual ésta ha sido consagrada como principio jurídico consagrado en nuestra Constitución Nacional. Se ha dicho, con acierto, que en un juego de claroscuros, ladiscriminación es el negativo reflejo especular de la igualdad. Legitimar la discriminación en un solo caso equivale a legitimarla siempre.


 

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