Por
Sandra Russo
Todo
empieza con la majestad altiva de los theobroma cacao, así bautizados
por el botánico Linneo, seducido al punto de ponerles ese nombre,
que significa alimento de los dioses, a esos árboles
nativos de la selva amazónica y que crecen solamente a 20 grados
al norte y 20 grados al sur del Ecuador. Todo empieza con esos árboles
y sus frutos, las bayas, que contienen los granos del cacao. En la actualidad,
los máximos refinamientos en materia chocolatera se consiguen en
Francia y en Bélgica, con honrosas excepciones en pequeñas
producciones españolas, británicas y austríacas,
pero hubo que recorrer mucho camino hasta estos inefables bombones de
hoy que llevan por marca Baixas, Valrhona, Fauchon o Wittamer: el camino
que fue de la mirada azorada de Hernán Cortés viendo beber
a Moctezuma aquel brebaje que los aztecas llamaban xocolatl,
a las actuales recetas artesanales cuyas mezclas de granos y porcentajes
de ingredientes cacao, manteca de cacao, lecitina de soja y azúcar
son secretos inexpugnables que las familias chocolateras guardan desde
hace siglos.
Dos años después de haber desembarcado en Veracruz, Hernán
Cortés ya había hecho todos los destrozos posibles y volvió
a España. Allí introdujo en la corte de Carlos V, como una
nota exótica, el xocolatl consumido por los aztecas, que Cristóbal
Colón ya había arrimado a los reyes católicos pero
sin éxito: esa bebida amarga y picante gracias al chile con
el que se condimentaba: ¿se acuerdan del bodrio titulado Chocolate
en el que Juliette Binoche agregaba ají a sus menjunjes? Bien:
ésa es la receta azteca no fue del gusto real. Cortés,
por su parte, tuvo la gran idea de agregar azúcar y vainilla al
brebaje. Esa fue la primera adaptación del chocolate al gusto europeo.
En realidad, si bien el oro líquido, como llamaban
los aztecas a esa especie de chocolatada infernal mezclaban cacao
no sólo con chile, sino además con clavo y canela
que bebían, era presentada como propia, ellos a su vez se la habían
copiado a los mayas, a quienes dominaban desde hacía varios siglos
y eran quienes seguían a cargo de las plantaciones en el Yucatán.
En uno de los viajes de regreso a Europa de Cortés, el conquistador
creó plantaciones también en Ghana, abriendo así
el circuito africano del cacao. En América, los granos de cacao.
con forma de almendras hinchadas y duras, eran utilizados como moneda:
con cien granos se podía comprar un esclavo.
Durante todo el siglo XVI, el cacao en Europa fue de exclusiva incumbencia
española. Recién ya entrado en 1600 el chocolate, siempre
en su forma líquida, llegó a Italia y a Francia. Y en l711,
Carlos VI trasladó su corte de Madrid a Viena, inaugurando así
la larga tradición chocolatera en esa región alpina, cuya
perla fue y sigue siendo la Sachertorte del Hotel vienés
Sacher. Desde l660 se habían eliminado todas las especias originales
que acompañaban al cacao, o sea que el sabor del chocolate europeo
ya era bastante parecido al que conocemos hoy, aunque su consumo estaba
reservado a los muy ricos.
Y siguió siéndolo hasta el siglo XIX, cuando la revolución
industrial generó interés en el rubro chocolatero por parte
de los primeros hombres de negocios interesados en producir masivamente
tabletas amargas y dulces:esos hombres tenían nombres imposibles
de olvidar: Hershey, Cadbury, Fry, Suchard, Peter, Nestlé a
quien se le debe la invención del chocolate con leche, Lindt
o Tobler.
Para los expertos, hablar de chocolate implica hablar de chocolate amargo:
desempeña un papel central en los chocolates de más alta
calidad. La clave para lograr un buen chocolate es la mezcla de granos
de cacao. En su libro Chocolate. Manual para sibaritas, la especialista
Chantal Coady asegura que los mejores chocolates del mundo hoy son los
franceses Gran Cru de Valrhona, utilizados además como materia
prima de las mejores bombonerías de Francia: se trata de una cobertura
de chocolate Guanaja, elaborada con granos procedentes de Sudamérica.
Este tipo de cobertura no tiene nada que ver con lo que en repostería
se conoce con el mismo nombre: tiene un mínimo de manteca de cacao
del 31 por ciento, el doble que contiene el chocolate común.
Para saber si se está ante un chocolate de hostia o ante un vulgar
chocolate, hay que tener varias cosas en cuenta: lo primero es el aroma,
que debe ser a chocolate, ni a coco ni a frutas ni a licor ni a nada extra:
esos abusos solamente tapan la inexistencia de una buena base de cacao.
Luego, se degusta un pequeñísimo trozo que se deja fundir
lentamente en la lengua. El bueno de verdad se deshace despacio e impregna
el paladar. La vainilla no debe más que acompañar el gusto
del cacao. Al partirlo, el chocolate debe crujir secamente: la estructura
cristalina de la manteca de cacao es la responsable del crujido limpio:
un buen chocolate no se desgrana. Y un dato más: si estamos ante
un bombón de aquellos, y si se lo sostiene unos segundos con los
dedos, el chocolate empezará a fundirse y habrá que apurarse
a comerlo. De lo contrario, si se mantiene estoico e imperturbable, devuélvanlo
a la caja de la que lo sacaron: no están perdiéndose gran
cosa.
Sobre
gustos...
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Pedalear
La
noticia documentada científicamente y por lo tanto
un poco sospechosa de que un deforme histórico como
yo puede recuperar la forma física en seis meses a razón
de cinco horas a la semana, sumado al hecho de que la calle donde
vivo le ha escamoteado la mitad de su ancho a los automovilistas
para regalárselo a los ciclistas, me ha llevado a convencer
de que ya va siendo hora de comprarse una otra bicicleta.
Yo aprendí tarde a andar en bicicleta. Es decir: rueditas
hasta una edad vergonzosa y no hubo muchos parques y paseos durante
mi infancia. Después, claro, me volví loco y pedaleé
como un demente por calles de Colonia, Caracas y Buenos Aires hasta
que mi audacia casi suicida a la hora de adelantar a un 60 me dijo
que lo mejor era ir dejando esa droga que iba en camino de convertirse
en viaje de ida. Vendí mi bicicleta. O me la robaron y, ay,
el dolor casi de amputación cuando algún cretino te
roba tu bicicleta. Da igual. Desde entonces, el músculo duerme
y la aceleración descansa.
Pero, en serio: ya va siendo hora de volver a pedalear, ¿no?
Es tan lindo andar en bicicleta. Y son tan lindas las bicicletas
(ese aparato anticuado y futurista al mismo tiempo cuyo nombre ha
adquirido connotaciones desagradables para los argentinos e injustas
para las bicicletas); y ver cómo las cosas pasan junto a
nosotros y nosotros pasamos junto a ellas hasta no estar del todo
seguros si cortazarianamente somos nosotros los que
montamos a la bicicleta o la bicicleta quien nos monta a nosotros.
La bicicleta es, así, una máquina de metal y carne:
tracción a sangre y velocidad de metal. La bicicleta y el
hombre constituyen una de las sociedades más justas y democráticas.
Las motocicletas son bicicletas de facto.
Había pensado en comprarme una bicicleta desde que llegué
aquí hace algo más de dos años; pero los meses
fueron pasando y primero el calor y después el frío
y enseguida alguna noticia en la tele donde te muestran a un ciclista
profesional aplanado por un camión en alguna curva del Tour
de Francia o en la misma esquina de mi casa... Ese miedo que, en
realidad, no es otra cosa de una de las tantas máscaras que
se pone la pereza. Busco en mi enciclopedia y encuentro que la primera
bicicleta fue diseñada por Kirpatrick Macmillan en 1839 y
que sus neumáticos fueron inventados por J.B. Dunlop en 1888.
Recuerdo la bicicleta western de Butch Cassidy y la surrealista
de Pee Wee Hermann y nunca vi Ladrón de bicicletas porque
su solo título me pareció siempre criminal, peligroso
pero jamás olvidaré a HAL 9000 cantando aquello de
la bicicleta de Daisy mientras pierde la memoria al final de 2001:
Odisea del Espacio. Por último, ah, ese misterio insondable:
uno se puede olvidar de todo menos de andar en bicicleta. Una vez
que se consigue esa magia sin truco (caerse de la bici es una pequeña
derrota iniciática, volver a subirse a ella es una gran victoria),
el verbo pedalear se queda grabado a fuego en tus cromosomas y descubrimos
que, sí, andando en bicicleta tal vez sea el único
momento de nuestras vidas en que mantenemos un perfecto equilibrio,
en que somos, al fin, personas equilibradas. Sí, en serio:
mañana me compro una. O la semana que viene a más
tardar. El próximo mes. Te lo juro.
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