Por
Julián Gorodischer
Primero
fue el turno del descargo y quedó claro que ninguno tiene vocación
de conejillo. Lo que quieren, a juzgar por la insistencia de sus dichos,
es actuar, esa labor en desuso en la pantalla de los reality.
Entonces, los actores aceptan someterse a las reglas que funcionan como
garantía de éxito seguro y se disponen esta
noche a las 22, por Azul a encerrarse en una mansión
(no una casa) de la zona norte. Pero antes, llegó un obligado round
de disculpas para que quede claro que Reality Reality es otra
cosa, no el vulgar paraíso del voyeur sino una experiencia
constructiva y, por qué no, un servicio social. El
viernes, en el capítulo presentación conducido por Ari Paluch,
comenzó el proceso de diferenciación.
¿Cómo justifican los actores su paso al otro bando? Agradecen
la oportunidad de hacer lo que les gusta y remarcan que lo suyo será
una pedagogía: mostrar cómo se arma un personaje, enseñar
un saber (actoral), difundir que la vida de la estrella también
es sólo por momentos banal. Dice Emilia Mazer: En
la casa no nos vamos a ocupar de tonterías. Es fiel a la
consigna que los unifica: al enemigo el reality se lo combate
desde adentro, pero que se sepa que decir sí no es
asimilarse. Serán, según pudo escucharse el viernes, tres
meses encerrados para decir cosas importantes: palabras que merecen ser
dichas y no la sucesión de esas muletillas en torno
de las nominaciones y al quién gusta de quién que ofrecen
las personas comunes en otros canales. Los actores entran a la mansión
para desmentir al reality. Siempre le tuve mucho prejuicio a este
género, confirma Jessica Schultz.
Reality Reality está más cerca de la revista
Caras que del género más popular de la tele. Aquí,
como en sus páginas, los famosos consagrados (por un trabajo rentado
que los volvió visibles previamente) abren las puertas de su mansión.
No una casa común, ni siquiera una casa lujosa; una mansión
de 12 mil metros cuadrados, como sólo merecen los ricos y los famosos,
una que motivará a mirar lo que no se tiene: un parque inmenso,
la decoración fastuosa. Si la del Gran Hermano es una
cómoda casa con lujos de nuevo rico (pileta termal, sala de masajes,
cocina americana), la que corresponde a las estrellas es una sólida
construcción de la Argentina pujante, una que derrochó ornamentación
y espacio, fiel a la consigna europea.
Como en la revista de farándula, Reality... propone
pasar y mirar a Mazer en su paseo por el jardín, a Fabián
Mazzei mientras prepara su personaje, a Edda Bustamante tomando un baño
de espuma. Es como si alguien (Enrique Estevanez, el productor) decidiera
hacer un llamado desesperado para la reconstitución de un star
system que se desploma junto con la aparición de los famosos repentinos.
Que alguien se reinterese, de una vez, por el glamour que rodea a la vida
de la vedette (Gisella Barreto) y la trastienda de las figuras conocidas.
Y, para que nadie levante el dedo y acuse frivolidad, todos aclaran lo
sabido: Estamos trabajando.
Cobran un sueldo y firman un contrato, tendrán personajes asignados
que construirán una historia de ficción dentro de la casa:
ellos hacen cosas. Esta no es la vagancia de la cabeza en el almohadón,
del cuerpo tirado y el maratón de sueño continuado hasta
el mediodía. Los actores según cuenta Ari Paluch
deberán levantarse para una lectura de diarios con posterior debate
sobre temas de actualidad. Es gente seria.
Un sketch en el que firman un contrato con consignas falsas (del tipo:
confesarás que sos gay o recorrerás desnudo
la mansión) satiriza las claves más criticadas del
género: la demolición de la vida privada, la búsqueda
de impacto. Otra vez: Esto es tan distinto. Que se diga bien
fuerte que es, apenas, el manotazo del productor que pelea por la ficción
y el sacrificio de los actores que se encierran y se exhiben para
poderactuar. Hasta el presentador se une al tono opositor, cuando
dispara contra el máximo bastión defendido por el reality:
la espontaneidad. No les crean dice Paluch, son actores.
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