Por
Hilda Cabrera
La
tercera edición del Festival Internacional de Buenos Aires, al
que la lluvia privó del espectáculo final al aire libre
Requiem para el Riachuelo, se inició en momentos de gran desconcierto.
Las imágenes del atentado del 11 de setiembre a las Torres Gemelas
y el Pentágono mantenían a la gente pegada al televisor.
La incertidumbre respecto de la suerte del Festival no era sólo
asunto de pesimistas. La respuesta a ese temor se obtuvo la misma noche
de la inauguración, el 12 de setiembre, con la presentación
de La Banda y Orquesta de Funerales y Bodas. Dirigida por Goran Bregovic
(nacido en Sarajevo, de madre serbia y padre croata), esta agrupación
musical alejó el desánimo, introdujo emociones mucho más
positivas y borró fronteras por su carácter multirracial.
Hubo sólo dos funciones, y resultó poco para quienes aún
no habían despertado del letargo que les produjo el atentado. Las
cifras finales de concurrencia -cien mil personas, según los organizadores
dejan claro que el desarrollo del Festival terminó por convencer
a todos de los atinado de su realización.
La incorporación de obras locales con entrada gratuita permitió
que una parte de la producción autóctona
no quedara olvidada durante el Festival. Si bien no todas tenían
un nivel aceptable y habían quedado afuera buenos trabajos, nadie,
entre los teatristas, protestó demasiado. En realidad, los que
se habían mostrado díscolos en ediciones anteriores ya habían
sido incorporados. Según datos ofrecidos por la organización
del Festival, la cantidad de espectadores hubiera ascendido a 120 mil
con la puesta de Requiem.... Hubo 46 salas disponibles. Esta cantidad
incluye a los centros culturales barriales, donde se ofrecieron básicamente
obras para toda edad y espectáculos musicales. Se contabilizaron
85 espectáculos, cantidad que engloba al ciclo de siete películas
del realizador Hugo Santiago. Entre aquello que no se pudo concretar figura
la presentación de una película de título emblemático,
Todos juntos, de Federico León. El número de funciones fue
de 211, 47 con entrada paga (de 18 y 25 pesos para las obras extranjeras)
y 164 con ingreso gratuito, lo que derivó en una mayor circulación
de espectadores (un total de 36.000 para los extranjeros). En rueda de
prensa celebrada el sábado, el secretario de Cultura, Jorge Telerman,
y la directora del Festival, Graciela Casabé, aportaron más
datos. Dijeron que el costo había sido de 1.200.000 pesos, de los
cuales el Gobierno de la ciudad aportó 700 mil; que se recibió
apoyo de parte de instituciones culturales nacionales y extranjeras, y
que fueron recuperados 550 mil pesos por boletería.
La lentitud de reacción del primer día restó público
también a la primera función de Hamlet, realizada por la
Compañía Meno Fortas de Lituania (uno de los catorce países
que participaron de la muestra). La puesta de Eimuntas Nekrosius sobresalió
dentro de una programación que no incluyó a famosos. A pesar
de la crispación y la abundancia de efectos de las primeras escenas,
el trabajo de Nekrosius lograba reconstruir ritos o mitos rusos o bálticos,
y descubría un mundo glacial donde los hombres aúllan como
lobos. Se preguntaba además por qué un padre enloquece al
hijo y lo empuja a la muerte, exigiéndole cometer un crimen. Körper,
el espectáculo de danza de la Schaubühne am Leniner Platz,
sobre coreografía de la alemana Sasha Waltz (ver nota aparte),
quien trajo también Zweiland, aportó excelencia en una programación
de marcados desniveles.
Elaborados según los códigos de cada compañía,
el cinismo, la crueldad y la tontería encontraron cauce en obras
donde la familia era mostrada como núcleo de autodestrucción.
La brutalidad artificiosamente ascética de House, del director
estadounidense Richard Maxwell, una pieza localista conformada por monólogos
entrecortados y un ritmo ralentado exprofeso,era, como Ugnies Veidas (Caras
de fuego), del lituano Oskaras Korsunovas, ejemplo de atomización
y violencia familiar.
Otra muestra de brutalidad cotidiana fue la controvertida Conocer gente,
comer mierda, del argentino-español Rodrigo García. Un trabajo
desmesurado, con la impronta de las performances provocativas del teatro
estadounidense que se habían desarrollado ya en los años
70, sin ser entonces tampoco una novedad. En este muestrario de una sociedad
robotizada, que se mueve entre la comida y la basura, adosó técnicas
físicas hoy en boga. Comparada con esa desmesura, Hechos consumados,
de Chile, resultó un oasis reflexivo. Su director, Alfredo Castro,
yuxtapone testimonio y abstracción para referirse a una realidad
amenazante e indagar en los porqué de la defensa de la dignidad.
Un trabajo que, por otra parte, permitió conocer a dos buenos intérpretes.
No sucedió lo mismo con la performance del grupo francés
Ilotopie, que trajo Les menus plaisir. Las tentaciones de lo atípico.
Esta propuesta interactiva no tuvo cómo sostenerse. El recorrido
de actores, músicos y público por la explanada del Centro
Cultural Recoleta careció de sentido. Ilotopie posee varios elencos,
y evidentemente ha decaído o no trajo aquí el mejor. Las
diferencias entre este trabajo y La espuma enjaulada, visto a comienzos
de los 90 en un encuentro teatral en Córdoba, son abismales. Algo
así sucedió con The White Cabin, presentada por Axe (Teatro
Ruso de Ingeniería), que intentó infructuosamente transformar
en imágenes el sinsentido.
La historia de la oca, referida al abuso infantil y la crueldad con los
animales, traída por la compañía canadiense Les Deux
Mondes, mostró una intención didáctica que no todos
apreciaron. Destinada a públicos de toda edad se ofreció
en un horario apto para café concert (las 22). Diferente a ésta,
pero proponiendo también reflexionar sobre la relación hombreanimal,
se vio El cerdo, del montevideano Alberto Rivero, una parábola
sobre el encierro y el sacrificio ritual que no logró inquietar,
a pesar de su carácter experimental.
Las expectativas del público tampoco fueron parejas. Tanto las
salas en las que se ofrecían espectáculos extranjeros (un
total de 51) como nacionales (138) no trabajaron a pleno. Esto se vio
en las funciones de estreno de las obras visitantes, cuando las butacas
vacías de las primeras filas (destinadas tal vez a funcionarios
o invitados perezosos) eran asaltadas por estudiantes de teatro o periodistas,
a los que se les había retaceado una mejor ubicación, o
mismo la entrada. Hubo excepciones. El anuncio de la primera función
gratuita de De La Guarda desató una batalla en Recoleta. Se presentaron
miles de personas para una sala con capacidad para 600 y fueron levantadas
las funciones programadas (tres en total).
El director inglés Peter Brook faltó nuevamente a la cita
(había sido esperado también en la edición 1999),
pero llegó el estadounidense Robert Wilson, y hubo seminarios y
charlas abiertas, como la de Sasha Waltz, y clases magistrales que les
abrieron la cabeza a los artistas locales. Estas fueron las
del belga Alain Platel, que presentó su controvertido espectáculo
de danza-teatro Iets op Bach; la del escenógrafo Jean-Guy Lecat;
el músico Philip Glass, que no se lució demasiado en Drácula.
The Music and Film; los directores y teóricos Frank Castorf y Augusto
Boal; el autor y director José Sanchís Sinisterra; Emio
Greco, quien presentó Extra Dry, junto a la Compañía
holandesa que dirige; el bailarín y coreógrafo Akram Khan,
que trajo Fix/Rush; el actor Sotiguí Kouyaté (de la compañía
de Peter Brook), quien a pesar de haberse fracturado una pierna en un
accidente automovilístico en París estuvo en Buenos Aires
y cumplió su contrato, y el actor alemán Martin Wuttke,
ex director del Berliner Ensemble, sólo que a través de
una videoconferencia. Este fue sin duda uno de los capítulos más
atractivos del Festival, cuyos programadores apostaron a un teatro experimental
y alternativo que, como se vio, no siempre es sinónimo de creatividad.
LA
DANZA OFRECIO UN PANORAMA DE LAS NUEVAS TENDENCIAS
La
hora de las vanguardias
Por
Silvina Szperling
La
sección danza del III Festival Internacional de Buenos Aires fue
de una curaduría impecable y ofreció al público la
oportunidad de tomar contacto con lo más interesante que se produce
actualmente en Europa. Dentro de ese panorama, se pueden determinar algunos
puntos especialmente destacables. El Centro Coreográfico Nacional
de Orleans (Francia), al mando de Josef Nadj (originario de la ex Yugoslavia),
conformó un puntapié inicial marcado por la integración
entre la danza y el teatro. Su versión del mundo kafkiano en Les
veilleurs (Los serenos) apeló a la imagen como máximo pilar,
utilizando recursos del teatro de sombras y el circo. Una escenografía
en diferentes planos dio soporte al desarrollo de acciones simultáneas
que, como en un juego de cajas chinas, fueron enmarcadas por la música
del argentino Mauricio Kagel.
Les Ballets C. de la B., dirigidos por el belga Alain Platel, se plantaron
con una fuerza arrolladora, eclecticismo y humor de todos los colores,
comenzando por el negro. Platel presentó su particular versión
de la música de Bach en Iets op Bach, invadiendo la escena con
su mundo de fuego, agua, muebles de plástico y personas. Los bailarines
son en sus manos seres íntegros que cantan y bailan, pero también
lloran, se ríen y cuentan al público su vida. Son capaces
de armar barricadas de protesta en hebreo y español y de desplegar
acrobacias cuasi imposibles. Llevados al límite, estos bailarines-actores
mutarán de perversos a vulnerables, de chicas impecables a mujeres
manchadas de menstruación.
Cambiando completamente el punto de vista, la compañía holandesa
Emio Greco & PC presentó la obra Extra Dry. Este dúo
interpretado por el italiano Greco y la española Bárbara
Meneses Gutiérrez se caracteriza por una monolítica unión
de movimiento, escenografía, sonido y luces. Como dos aliens recién
caídos a la tierra, los androides de Extra seco se tomaron su tiempo
para explorar a lo largo de su viaje energías corporales y paisajes
lumínico-sonoros de una claridad y contundencia inhabituales.
El joven coreógrafo inglés de origen bengalí Akram
Khan presentó su particular mixtura de danza contemporánea
con Khatak, danza clásica hindú. De impresionante performance
personal, Khan regala al público en su solo Fix (Fijo) una danza
plagada de sutilezas y filos, un trabajo espacial minucioso y, demás
está decirlo, una concentración a prueba de balas.
Como digno fin de fiesta, la coreógrafa alemana Sasha Waltz y el
Ensemble de la Schaubühne presentaron dos obras: Körper (2000)
y Zweiland (1997). Dueña de una seguridad y aplomo indiscutibles,
la artista mostró dos facetas de su historia creativa. Con Cuerpo/s,
Waltz desplegó su visión sobre el sustento humano más
palpable, fuente de placer, dolor y representante carnal de su finitud.
En Doble patria, en cambio, Sasha lleva a sus bailarines a un mundo más
concreto, social, en el cual cada uno debe tomar una posición frente
a la reunificación alemana. Todo esto en el marco de las relaciones
humanas y los afectos personales.
|