Por Eduardo Febbro
Desde
Queta
El mullah Maulana Fazlur Rehman
sabe que la fe puede llevar muy lejos. Este líder político
y religioso a la cabeza del partido islámico más potente
de Pakistán, el Jamiat-ulema-Islam, saltó al primer plano
internacional tras el conflicto con Afganistán. Las manifestaciones
callejeras que diariamente se llevan a cabo en ciudades populosas como
Rawalpindi, los llamados a la huelga general, los afiches más duros
contra EE.UU. y el apoyo más inalterable al régimen talibán
emanan de su autoridad. Fazlur Rehman es un hombre de espíritu
y de acciones políticas concretas. Ha unido el cielo con la tierra.
La religión traducida en poder terrenal. El mullah es un interlocutor
inevitable del mundillo político paquistaní. Se lo conoce
tanto por su radicalidad como por su habilidad política. Al igual
que sus seguidores, Fazlur Rehman aborrece a EE.UU. Sin embargo, no rehúsa
responder el inglés. Se expresa con dificultad en el idioma del
enemigo y cuando no entiende muy bien una pregunta o se queda corto en
la respuesta recurre a sus adjuntos. Hoy, entre todos los grupos islámicos,
el partido Jamiat-ulema-Islam es el más incómodo y, a su
manera, el más útil en estos momentos de crisis. Muchos
presienten en él uno de los pocos puentes que aún quedan
abiertos para encontrar una solución de compromiso
con los talibanes. En esta entrevista con Página/12, Rehman detalla,
en inglés y en urdú (la lengua oficial de Pakistán
junto con el inglés), su posición frente a la crisis con
Afganistán y la actitud del gobierno paquistaní.
Su partido no deja de reiterar su apoyo al régimen talibán.
¿Hasta dónde va ese apoyo?
Hoy estamos reunidos junto a nuestros hermanos afganos. En el caso
de que se produzca un ataque contra nuestros hermanos de Afganistán
estaremos al lado de ellos. Sea el que fuere el país o la gente
que ayude a EE.UU. estaremos en contra de todos.
El presidente Pervez Musharraf ha dicho recientemente que el régimen
de los talibán tiene los días contados. ¿También
están en contra de Musharraf?
El general Musharraf no tiene una personalidad muy potente. Cuando
dijo esas cosas estaba vestido con uniforme. Sin embargo, cuando no se
pone el uniforme no es capaz de hacer declaraciones. Tiene miedo y está
a favor de EE.UU. Esa es la única razón por la que se anima
de decir cosas así.
Usted siempre dice que Musharraf fue manipulado por los norteamericanos.
Por culpa de la presión de EE.UU. Musharraf perdió
toda línea política.
Para usted, Musharraf parece carecer de legitimidad.
Efectivamente. Musharraf no tiene ninguna legitimidad en Pakistán.
Es un presidente inconstitucional. Nosotros tenemos una opinión
bien forjada sobre sus posiciones oficiales. Por eso hemos venido a manifestar
aquí, porque nuestro gobierno acaba de hacer pública la
política que va a aplicar, es decir, una política a favor
de EE.UU.
Los líderes religiosos como usted piden que se aplique en
Pakistán las mismas reglas islámicas que en Afganistán.
¿Es ésa su línea?
Efectivamente, nosotros queremos eso. Pero hay que decir que nuestro
caso es distinto al de Afganistán.
¿Usted siente que la población paquistaní apoya
a los talibán por los mismos criterios que usted?
Puedo decir que el gobierno está a favor de un lado y el
pueblo a favor de otro distinto. El gobierno está aplicando las
resoluciones de las Naciones Unidas antes de tiempo.
El régimen talibán está al borde de varios
abismos. ¿No cree usted oportuno entablar una rápida negociación
antes de un drama mayor?
Creo que los talibán están moralmente fuertes. Ellos
lograron construir una nación donde se aplican las leyes del Islam
y de la Sharia. Nuestro deber y el del mundo entero consiste ayudar a
la construcción de Afganistán. El problemas mayor radica
en que, a través de su política, EE.UU. y el mundo occidental
no aceptan las layes del Islam. Creo que son los enemigos del Islam y
no de Osama bin Laden o los talibán.
¿Hasta qué grado estaría usted dispuesto a
sacrificarse por Afganistán?
Nosotros queremos la paz, no la guerra. Pero si Estados Unidos nos
impone la guerra estamos listos para defendernos.
MILES
DE MANIFESTANTES PRO TALIBANES EN PAKISTAN
Apuntando al presidente Pervez
Por E. F.
Cuando los periodistas que estaban
parados en la puerta del hotel Islamabad vieron a la multitud de manifestantes
islamistas avanzar por la avenida, ninguno pensó que 30 segundos
más tarde los vidrios del hotel iban a volar en pedazos. Un férreo
cordón militar y policial había impedido desde muy temprano
que la prensa se acercara a la cabeza de la manifestación que el
líder del partido islámico radical Jamiat-ulema-Islam había
convocado en Queta para repudiar la política pro yanqui
del presidente Musharraf. Medidas de seguridad, imposible salir
del recinto, repetían los policías encargados de proteger
a la prensa. En medio de esa discusión empezaron a pasar los primeros
manifestantes, luego vino una segunda tanda, armada con palos que, en
cuanto vio a un puñado de occidentales parados en la vereda, se
les vino encima gritando cómplices del demonio, cómplices
del demonio. Hubo una estampida rápida y unos cuantos palazos
contra la vidriera del hotel Islamabad.
La tormenta pasó rápido y un flujo continuo de camiones,
colectivos y bicicletas avanzó durante más de 20 minutos
a lo largo de la avenida. Norteamérica es una asesina, Pakistán,
Pakistán, gritaba la multitud agitando los puños a
la altura de los hombros. Los colectivos estaban tan repletos que había
gente hasta en el techo. Lo más extraño era ver a tantos
niños subidos arriba de los camiones que miraban despistados cómo
muchos corrían por las calles con las Kalachnikov al hombro gritando
Que vengan, que vengan, Afganistán será la tumba de
las tropas norteamericanas. A falta de tumba por el momento, la
bandera norteamericana sufrió los avatares del fuego y los palazos.
El rito final de este tipo de manifestaciones quiere que todo concluya
con la bandera de Estados Unidos devorada por las llamas. Pero el odio
que los radicales le tienen a EE.UU. es tal que los manifestantes no se
contentaron con quemar la sacrosanta bandera. Una vez que los colores
norteamericanos fueron un montón de tiras chamuscadas por el fuego,
el sector más juvenil del islamismo extremo hizo una
ronda en torno a los jirones y arremetió a palazos limpios contra
los restos de la bandera: Asesinos, asesinos, muerte al asesino,
gritaban turnándose en torno de las cenizas.
El partido radical islamista consiguió lo que buscaba: hacer una
demostración de fuerza a 60 kilómetros de la frontera con
Afganistán y en una ciudad donde las ideas radicales no dejan indiferente
a la mayoría. Al día siguiente de que el presidente paquistaní
declarara que Pakistán iba a cambiar de política con
respecto al régimen talibán, los islamistas duros
le recordaron que disponían de una fuerza de convocatoria política
y religiosa que debía tomarse en cuenta. Jamiat-ulema-Islamia reunió
algo más de 12.000 personas en un acto sabiamente calculado y que,
para varios analistas, sirve tanto los intereses del gobierno como los
de los islamistas. Mientras estos últimos muestran su peso de fuerza
testimonial, el gobierno del presidente Musharraf puede mostrar la carta
del desenlace violento que acarrearía una acción militar
indiscriminada contra Pakistán. Un periodista local comentaba a
Página/12 que en esta historia de amor y de odio la pareja
termina reconciliada. Con una manifestación semejante Musharraf
puede agitar legítimamente ante los norteamericanos la amenaza
de los islamistas. Ellos, a su vez, miden sus fuerzas ante el gobierno
y con los ojos de la opinión pública mundial puestos en
ellos. Es un negocio redondo.
EMBAJADOR
A ISLAMABAD
El talibán bueno
Por E. F.
Desde
Queta
El embajador talibán
en Pakistán, Abdul Salam Zaeef, maneja con precisión el
arte de la paradoja lingüística. Según quien sea su
interlocutor, Zaef niega saber hablar en inglés o reconoce que
en ese idioma se siente cómodo. Ayer, durante la conferencia de
prensa que ofreció en la ciudad de Queta, eligió la comodidad.
Cercado por la amenaza cada vez más creciente de una acción
militar cuyo alcance se desconoce pero cuya inminencia se hace más
cercana, el gobierno talibán parece haberle encomendado al embajador
la tarea de explicar una vez más su posición.
Aunque explicar sea tal vez un término inadecuado para traducir
las idas y venidas del régimen. En Queta, Zaeef reiteró
que su gobierno estaba dispuesto a entablar negociaciones con Washington.
Nosotros no nos comprometemos con la guerra sino con las negociaciones,
dijo antes de evocar la suerte de Bin Laden. El representante diplomático
recalcó que los talibán no entregarían a Osama bin
Laden mientras Estados Unidos no mostrara pruebas de su culpabilidad y
reclamó el acceso a las pruebas que EE.UU. suministró a
la Alianza Atlántica y a los demás países aliados
acerca de la implicación de Bin Laden en los atentados de Nueva
York y Washington. Zaeef aseguró que si bien pensaba que Bin Laden
estaba siempre en Afganistán, desconocía no obstante su
paradero. Seguidamente, el embajador dejó entrever la posibilidad
de entregar a Bin Laden a un tercer país pero esa solución
pertenece al marco de las negociaciones... Tal vez un tercer país...
Por el momento no sabría decir. Lo más importante
parece ser la cuestión de las pruebas, la cuales son, insinuó,
la mejor manera de resolver los problemas.
Según sostuvo en un inglés siempre aproximativo, el pueblo
afgano necesita ayuda, alimentos y reconstrucción. Afganistán
no necesita guerras. Con todo, el representante diplomático
recalcó que el régimen no se sentía amenazado y que
los talibán no capitularán nunca.
El
blanco verdadero del ataque
Por Fred Hallyday *
Cuando se analizan los hechos del 11 de septiembre la
primera reacción es buscar una gran analogía histórica:
Sarajevo en 1914, Pearl Harbour en 1941, Cuba en 1962. Pero ninguno
de esos episodios cuadra con el tono peculiar del último
ataque, a la vez el caso más espectacular de propaganda
con la muerte jamás realizado, una destrucción
icónica recortada contra el cielo celeste, algo capaz de
lanzar una montaña rusa de angustia, miedo e incertidumbre.
Los gobiernos del mundo hablan, como es su deber hacerlo, de una
guerra contra el enemigo, pero la acción de este enemigo
no tiene un fin predecible. Sin embargo, no estamos frente a una
guerra, una gran movilización con un fin estratégico
y calculable. Tampoco es la primera guerra del siglo XXI: los habitantes
de Grozny, Juba, Tetovo, Jaffna, Kabul, por no mencionar Jerusalén
y Medellín, tendrían buenas razones para cuestionar
esa idea.
Es posible que el 11 de septiembre haya sido un hecho único
por su forma, por su impacto y por las cuestiones que sacará
a la luz. Cuestiones que seguirán entre nosotros en los próximos
años.
El primer tema es la causa del ataque. Por qué un grupo de
hombres, la mayoría de ellos provenientes de la península
arábiga, hizo lo que hizo. Las causas centrales hay que buscarlas
en la génesis de una nueva crisis de Asia Occidental. En
muchos países se ha producido un debilitamiento del Estado,
si no directamente un colapso. En los 70 y los 80 el
fenómeno se dio en Líbano. Más recientemente,
en Afganistán y Yemen. En estos países, donde áreas
significativas del territorio están fuera del control del
Gobierno, o donde el gobierno busca animar a grupos armados autónomos
como al-Quaida, arraigaron la cultura de la violencia y la demagogia
religiosa. Esta situación se suma a otra más: conflictos
históricamente distintos como los de Afganistán, Irak
y Palestina se han venido conectando más y más en
los últimos años. Tanto el nacionalismo secular (Saddam
Hussein) como el islamista (Osama bin Laden) conciben como una sola
cosa la causa de la resistencia contra Occidente y contra sus aliados
regionales. Y, lo más importante, también han entrevisto
una buena oportunidad para conectar las distintas crisis a fin de
conseguir un apoyo suficiente para lograr su objetivo mayor: tomar
el control de sus propios países.
El blanco mayor del 11 de septiembre no fue el poder norteamericano,
y tampoco un mundo civilizado o democrático
difícil de definir. El blanco estuvo constituido por los
Estados del Medio Oriente. Bin Laden, con sus ideales regresivos
en materia política y social, particularmente hostiles hacia
las mujeres y a los musulmanes chiítas, es una amenaza contra
esos Estados por encima de cualquier otra cosa.
La segunda cuestión general que resaltan los hechos del 11
es la de la violencia y su fenómeno relacionado, el terrorismo.
En este punto es posible que comiencen a jugar dos discursos. Por
un lado los ejecutores de este y otros actos de violencia sorpresiva
contra civiles podrían decir que la violencia extrema se
justifica cuando se persigue un objetivo político. Por otro
lado, muchos Estados del mundo, de Medio Oriente o de cualquier
otra región, como los rusos en Chechenia, podrían
verse tentados de argumentar que la violencia excesiva queda justificada
cuando se ejerce en defensa del Estado.
Todas las culturas y todos los Estados aceptan el principio de que
es justo resistir la opresión. Todos permiten, como lo dice
la Carta de las Naciones Unidas, la autodefensa de los Estados.
Y no debe olvidarse que la palabra terrorismo surgió
a la vida no para caracterizar la táctica de los rebeldes
sino como un arma de la política estatal, en las revoluciones
francesa y rusa. Sin embargo, hay un puñado de principios
algunos de ellos surgidos de discusiones históricas
y otros que fueron incluidos en el derecho internacional, incluyendo
las convenciones de Ginebra que limitan el grado de violencia
que pueden utilizar legítimamente los disidentes y los Estados.
Pero las posibilidades de discutir los usos de la violencia se reducen
cuando se habla de un choque de civilizaciones o de una presunta
incompatibilidad de los valores islámicos y de los occidentales.
Y no se trata solo de un producto de la hostilidad occidental hacia
el Islam o de algún estigma impuesto a los musulmanes: hay
gente en el mundo islámico, y en la comunidad musulmana en
Europa occidental, que también se abrazó a este tipo
de demagogia y la utilizó como línea argumental para
presentar los hechos del 11 de septiembre.
La discusión no se resolverá invocando choques de
civilización o hurgando en los textos sagrados en busca de
citas a favor o en contra de la violencia o la resistencia. Todas
las religiones tienen textos y antecedentes que legitiman la violencia,
el terror y el sacrificio sin sentido de los individuos. Lo saben
bien, en los tiempos modernos, entre otros, los católicos
fenianos, los asesinos hindúes, los sionistas armados, los
fanáticos budistas y los militantes islamistas.
Esa es también la razón por la que en los últimos
años resultó insuficiente un proyecto lleno de buenas
intenciones y que recogió el apoyo de mucha gente en Occidente
y en el mundo musulmán: el diálogo entre
credos y civilizaciones. La coexistencia es mejor que la guerra,
sin duda, pero uno queda pegado en la red de la araña no
bien admite que hay una diferencia fundamental entre las culturas
y, a la vez, acepta implícitamente una mayor legitimidad
en los ancianos con barba que las interpretan.
El marco para discutir estos temas el conflicto entre Estados
y las diferencias dentro de esos Estados no es para nada cultural.
Es universal, basado en el derecho internacional y en los principios
de las Naciones Unidas. Este marco no hace ninguna distinción
entre pueblos occidentales y de los otros, y esquiva
el tipo de lenguaje exclusivista que han venido usando demasiados
políticos y clérigos.
En estos tiempos muchos buscan analogías políticas
e históricas, y bucean en los textos religiosos y en la literatura,
desde Armagedón a Yeats. Pero quizás sea mejor iluminar
las repercusiones globales del 11 de septiembre con una frase de
John Donne: Ningún hombre es una isla. Parece
un buen antídoto contra el sinsentido sobre el choque cultural
que se escucha en Oriente y Occidente. Y sirve para dar el marco
adecuado a una cosa que sí es segura: la nueva realidad afectará
a todos los que están sobre la Tierra. Absolutamente a todos.
* Profesor de Relaciones Internacionales de la London School
of Economics.
Columna publicada en el prestigioso semanario inglés The
Observer.
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