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UN CHICO DE 14 FUE BALEADO POR UN COMPAÑERO
Un disparo en hora de clase

Es una escuela donde ya hubo incidentes con armas: los padres habían reclamado seguridad.
Ayer un chico llevó un revólver, se le escapó un tiro y dio en la cabeza de un compañero.

La escuela quedó vacía tras el incidente: apenas habían entrado los chicos, cuando sonó el disparo.

Por Alejandra Dandan

La bala entró en la frente. El autor del tiro había llegado al grado dos minutos antes. Tiene 16 años. Entró a la escuela después de sus compañeros. La hora de Ciencias Sociales no había empezado, por eso corrió hasta el banco de un amigo para mostrarle la cintura: de ahí sacó un revólver calibre 22. Un segundo más tarde, un disparo estalló contra la frente de Víctor R., su compañero de noveno grado y de 14 años que perdió un ojo y sigue internado en el Hospital Posadas en gravísimo estado. Uno de los chicos del grado le contó a Página/12 cómo fue este nuevo capítulo de horror en la escuela Jorge Luis Borges de Ciudad Evita. Es la tercera vez que el colegio se vuelve noticia por esos juegos de guerra gestados entre chicos habitantes de una de las zonas más críticas del conurbano. Hace un año un estudiante quebró la pierna de otro con un disparo; este año otro escondió un revólver en el cuarto de baño. Los directivos pidieron en aquella ocasión protección policial. Ayer había un policía de guardia cuando sonó el disparo.
Toda la escuela ayer quedó paralizada antes de las ocho. El disparo reactualizó una historia que Ciudad Evita tiene latente. Cuando era todavía muy temprano, a las 7.45 Víctor llegaba con su hermano mellizo, Juan y otros dos más chicos. Los acompañaba su mamá, una de las mujeres del barrio que ha decidido hace algunos meses llevar a sus hijos a la escuela y retirarlos. Las madres están aterradas: la situación de violencia potenciada en la zona durante el último año se acerca cada vez más colegio. La madre de Víctor ni siquiera imaginaba cuando lo dejó que quince minutos más tarde volvería a cruzar el patio.
Tampoco lo sabían sus hijos. Entraron a un aula del primer piso para la clase de Ciencias de la profesora Espinosa. En estos días, en la misma aula toman clases las dos divisiones de noveno porque hay una sala en refacción. En el grado había 60 chicos. Todos los días son los primeros en llegar a la escuela: el resto de las divisiones entra quince minutos más tarde. Por eso, cuando salió el disparo, el edificio estaba casi desierto.
Carlos Rodríguez estaba en esa aula, a dos bancos de los mellizos. Desde ahí vio entrar a Emanuel P. que siguió derecho hasta el banco de Víctor.
–De la cintura lo sacó y se lo mostró –dice Carlos–. Estábamos entrado recién, el pibe entró y el tiro se le escapó. Primero saludó, dejó la carpeta arriba del banco de Víctor y ahí se le salió.
Carlos está ahora en su casa, desde donde habla con este diario. Tiene la televisión encendida y critica las noticias que mencionan a su escuela. No le gusta que hablen de pelea, dice que se trató de un accidente: “Porque encima eran reamigos, Emanuel se lleva bien con todos los pibes y cuando algunos le quieren pegar a los mellizos él siempre salta”.
La historia de ese chico que entró tarde en el aula está atravesada ahora por esa pistola calibre 22 que llevaba en la cintura. Vivía con su familia en el barrio 22 de Enero, en los alrededores de la escuela, donde Ciudad Evita se convierte en uno de los asentamientos más críticos de la región. La policía no tiene antecedentes penales ni del chico ni de su familia, tampoco del arma, que por su calibre suele ser de uso particular. Emanuel entró al colegio Jorge Luis Borges este año después de una expulsión en la Técnica número 2.
–Lo echaron por hacer macanas –dice Carlos ahora.
–¿Qué tipo de macanas?
–Así, de pegar o salir jodiendo al patio pero eso también pasa acá y los profesores no dicen nada. A veces estamos charlando y él jode, molesta pero nada más.
Nadie sabe qué hacía con un arma entre los libros. Ni siquiera su papá: cuando fue convocado a la escuela por Dante Alfaro, el vicedirector, aseguró que ni siquiera hay gomeras en su casa. Pero para los chicos de Ciudad Evita esa pistola no es tan extraña. En la escuela fueron descubiertas dos en un año y medio.
Cuando faltaban diez minutos para las ocho, Carlos sintió la explosión de un cohete a dos bancos de distancia. Emanuel había disparado el arma que perforó la frente de Víctor, pasó detrás de un ojo y se alojó en la zona del oído. El autor del tiro se escapó: “Quedó shockeado, también”, dice Carlos que en ese momento sólo oyó los gritos de su compañero de banco. Todavía está asustado, igual que su mamá: “Ojo con lo que decís –recomienda–: acordate que acá las cosas están bravas”. Su mamá es Rosa Rodríguez, parte de la cooperadora de la escuela. Carlos habla ahora de los juegos, y de las armas.
–¿Tienen navajas para jugar los chicos del barrio?
–Navajas no –dice–: pistolas.
–¿Así de fácil?
–Sí, es fácil. Las consiguen acá cerca, salen veinte pesos.
–¿Para qué las quieren?
Ahora piensa un momento:
–Se creen que son no sé... Que son más grandes con el arma.
El juez de La Matanza Rodolfo Brizuela, a cargo de la investigación del caso, ordenó la detención de Emanuel P. El chico se fugó asustado con su propio tiro. Hasta anoche no había aparecido.

 

La historia que se repite

El disparo en la escuela Jorge Luis Borges de Ciudad Evita obligó a las autoridades a suspender las clases. Aunque nadie informó oficialmente si la medida continuará durante los próximos días, un grupo de madres aseguró que hoy tampoco mandarán a sus hijos. Ya ocurrió en abril, cuando se descubrió a un alumno con un arma, y las autoridades de la escuela, a través del vicedirector, Dante Alfaro, exigieron a las autoridades de la Dirección de Escuelas bonaerense que garantizara cierta protección con una guardia policial permanente. Desde ese momento, el predio de la escuela cuenta con un policía de custodia durante las 24 horas. El disparo de ayer volvió a mostrar la profundidad de la crisis y la poca efectividad de la solución pactada a comienzos de año. Mientras los docentes estudiaban el modo de contener las historias de tragedias familiares que aparecen detrás de los chicos todos los días de clases, la cooperadora comenzaba con pedidos de otro tono. Rosa Arce, presidenta de esa organización de padres, fue una de sus voceras: “Como no se puede palpar de armas a los chicos –consideró–, no sabemos qué hacer con estas cosas: habría que pensar en una detectora de metales”.

 

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