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El
mago y sus conjuros
Por José Pablo Feinmann
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Torpemente, con la escasa sutileza teórica de los ideólogos
de la derecha, Jean-François Revel ha intentado demostrar la inocencia
esencial de Estados Unidos ante la gran respuesta bélica que se
prepara a infligir a sus agresores terroristas. Los argumentos son del
siguiente tipo: ¿acaso invadió Estados Unidos Kuwait? No,
luego que no se le reproche nada de la Guerra del Golfo. ¿Acaso
bombardeó Estados Unidos Pearl Harbour? No, luego que nadie le
reproche las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Con la misma lógica
se podría decir: ¿acaso inventó Hitler a los judíos?
No, ergo que nadie diga nada sobre Auschwitz. ¿Acaso inventó
Videla a la subversión? No, ergo que nadie le señale
el terrorismo de Estado. Estados Unidos no es inocente. Las Torres Gemelas
han caído por el terrorismo demencial de la extrema derecha musulmana.
Pero (entre muchas otras y complejas causas) la extrema derecha musulmana
ha crecido bajo el apoyo de Estados Unidos. Se me podrá decir que
utilizo, dándolo vuelta, el esquema argumentativo de Revel. ¿Acaso
inventó Osama bin Laden a los Estados Unidos? No, luego que nadie
le reproche destruirlo. No es así: nosotros sí le reprochamos
a Osama su irracionalidad destructiva. No hablamos ni hablaremos de las
responsabilidades de Estados Unidos para justificar a Bin Laden. Antes
que decir, como se dice, se la buscaron, habría que
decir, sin vueltas, lo crearon. Osama bin Laden es un eslabón
más en la carrera destructiva de Occidente por destruir este planeta.
Es la cara extrema de la destructividad del tecnocapitalismo que ahora,
trágicamente ha engendrado a uno de sus monstruos más
letales.
Tres días antes del atentado a las Torres escribí, en este
mismo espacio, una nota que llevaba por título El aprendiz
de hechicero. Su frase final era: El abismo entra en nuestros
hogares. Algunos amigos me preguntaron si pretendía ser Nostradamus.
No, Nostradamus fue un embustero irredento. Mi análisis se basaba
en Marx, Marshall Berman y Cornelius Castoriadis. Y, claro, en el ratón
Mickey, que se basaba, a su vez, en un poema de Goethe que musicalizó,
de modo inmortal, el francés Paul Dukas. Marx, en esa glorificación
de la capacidad revolucionaria de la burguesía que traza en el
Manifiesto, decía que esa clase, por medio del sometimiento
de las fuerzas de la naturaleza, había hecho surgir tan
potentes medios de producción y de cambio que (ahora) se
asemejaba al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales
que ha desencadenado con sus conjuros. Berman, siguiendo al autor
del Manifiesto, señalaba que la burguesía era la clase más
destructiva de la historia y que sería capaz de destruir el planeta
con tal de no amenguar sus ganancias. Irrumpía, aquí, Mickey
Mouse, quien le arrebata al Mago al que sirve el bonete mágico
y (aprovechando que el viejo sabio se va a dormir) empieza a desatar conjuros.
Se sabe: las escobas trabajan para él. Se sabe: Mickey no puede
controlarlas y se produce ese desmadre fenomenal que prefigura el estado
actual del mundo. Pero (en Fantasía) todavía existe el viejo
y sabio Mago que reaparece y reinstala el orden, la sensata racionalidad
que impide la destrucción. En Marx también existía
esa fuerza que ordenaría el caos del mago burgués. Es el
proletariado. Es el comunismo, el fantasma que recorría Europa.
Hagamos un pequeño psicoanálisis del Manifiesto y utilicemos
el término fantasma. Si el fantasma es
algo así como un guión visual, como, digamos, la dramatización
de un deseo inconsciente que uno fantasmiza para controlar, este fantasma
comunista expresaría un deseo inconsciente de la burguesía:
que alguien detenga su poder destructor. Hay un gran plot policial sobre
esto: un hombre adinerado, poderoso, contrata a un killer y le paga para
que mate a un individuo que estará hoy a las tres de la mañana
en la esquina de (tal) calle. El killer le pregunta por qué quiere
matarlo. Elhombre le dice: Porque es un asesino serial. Un asesino
compulsivo. Y hay que detenerlo. Y repite: Hay que detenerlo.
Esa noche, a las tres de la mañana, en la esquina indicada, el
killer ve a su víctima en el exacto lugar en que se le indicó
y le dispara a quemarropa. La víctima cae. El killer le echa una
mirada y reconoce a su empleador. El tipo, moribundo, le da las gracias.
Alguien tenía que detenerme, dice. Así, el killer
es el fantasma del empleador-asesino, quien recurrió a él
porque no podía detenerse por sí mismo: organizó
ese guión visual para frenar su deseo inconsciente y aquietarse.
¿No juega el Mago, en el relato de El aprendiz de hechicero, este
papel? ¿Qué haría Mickey sin el Mago? ¿No
es el Mago una creación de su aterrorizado inconsciente que sabe
que su deseo es irrefrenable y habrá de destruirlo? De este modo,
el relato fantasmático calma el terror a la destructividad de nuestros
deseos inconscientes. La burguesía (aterrorizada por su propio
poder) desea que el fantasma comunista detenga su compulsión
destructiva. También el proletariado redentor tranquiliza al propio
Marx: ¡qué tranquilizador era pensar que el proletariado
encauzaría el mundo! Hoy no tenemos esa certeza. El proletariado
no ha frenado el impulso destructor de la burguesía, sino que ese
impulso ha destruido, incluso, al proletariado, o, al menos, lo ha debilitado
extremadamente. Todo ha sido como si en el relato policial el asesino
compulsivo hubiera aniquilado al killer que esperaba lo contuviera: ya
nada lo contiene ahora.
En esto estábamos antes de la grosería de las Torres Gemelas
(el terrorismo es esencialmente grosero, frontal, obscenamente descomedido).
Estados Unidos se había retirado del Protocolo de Kioto: prefería
la rentabilidad de sus industrias a la protección del planeta.
Castoriadis escribía que los expertos del Fondo Monetario
Internacional seguían añadiendo clavos a la tumba
de los países pobres. Y también (luego de hablar de
la destrucción de las selvas tropicales y de las especies
animales) notablemente escribía: El hombre es más
bien como un niño dentro de una casa de paredes de chocolate a
las que ha empezado a comer, sin comprender que pronto el resto de su
casa se derrumbará sobre su cabeza. Y también: (olvidamos)
que somos los inverosímiles beneficiarios de una improbable y muy
estrecha franja de condiciones físicas que posibilitan la vida
en un planeta excepcional que estamos destruyendo (Cornelius Castoriadis,
Figuras de lo pensable, FCE, 2001).
Así, Bin Laden no es lo Otro de Occidente, sino una de sus creaciones
más demoníacas: acaso la fuerza más destructora que
ha creado la burguesía contra sí misma. El imperio no sólo
destruye el planeta con sus industrias, también con los monstruos
que genera su estrategia económicomilitar. Durante los quince
años que mediaron entre 1980 y 1995 (escribe el norteamericano
Samuel Huntington), los Estados Unidos llevaron a cabo diecisiete operaciones
militares en Oriente Próximo y Oriente Medio, todas ellas dirigidas
contra musulmanes. No se ha producido ninguna otra pauta comparable de
operaciones militares estadounidenses contra el pueblo de cualquier otra
civilización (El choque de civilizaciones, Paidós,
p. 259). Recordemos una película de 1977. Se llamó Domingo
negro y narraba el atentado al Orange Bowl de Miami (lleno de seres humanos,
blancos todos del terrorismo) por la organización Septiembre Negro.
El FBI lograba impedir el magnicidio: todavía ocurría así.
Pero había un diálogo notable entre una militante terrorista
de nombre Dahlia (Marthe Keller) y un agente del FBI (Fritz Weaver). El
hombre del Bureau le reprochaba su práctica terrorista. Dahlia,
inesperadamente, dice: Yo no soy una terrorista. El del FBI
la mira entre el asombro y la incredulidad. Dahlia, entonces, añade:
Cuando era niña bombardearon mi aldea. Mataron niños,
aniquilaron escuelas. Mataron a mis dos hermanos. A uno lo torturaron.
Se llevaron y se llevan el petróleo de mi país. Se
detiene. Yluego, serena, con total certeza, dice: No soy una terrorista.
Ustedes me hicieron. ¿Cuántos nuevos terroristas hará
la guerra de Bush?
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