VOTOS
El mundo cuenta los días, a partir del 11 de setiembre,
con las emociones en suspenso, siguiendo la evolución de
la guerra declarada por Estados Unidos contra el terrorismo internacional.
Afganistán, por ahora, es el blanco de todas las miradas
debido a que fue señalado como el refugio de una de las cabezas
mayores de la medusa del fanatismo, mientras la Casa Blanca sigue
enhebrando el collar de aliados en el mundo que rodeará sus
eventuales acciones militares en el futuro inmediato. La economía
estadounidense, que venía desacelerando antes de los atentados,
precipitó la caída en ondas expansivas que abarcan
sus áreas internacionales de influencia. Esos efectos agregaron
complicaciones a la economía argentina que, con excepción
de ciertos capitales de especulación, ya no le queda sector
sano. Enumerar los daños es casi un ejercicio perverso, porque
son tantos y tan hondos que ni siquiera queda claro por dónde
debería empezar la reconstrucción, cuando llegue el
momento. El jueves, en la escalinata del Palacio de Justicia, la
mayoría de gobernadores sonrió para los fotógrafos,
como en esas instantáneas de fin de curso de la escuela secundaria,
pero estaba ahí por asuntos más graves: quiere que
la Corte Suprema ampare a las provincias de los recortes del gobierno
central en el presupuesto de la coparticipación federal.
A su vez, cada uno de ellos responde a las demandas de sus hambrientos
comprovincianos, en la mayoría de los casos, a palos y con
otras contundencias represivas, pero sin ninguna solución
a la vista, así recuperen toda la coparticipación.
Después de cuatro años de recesión ininterrumpida,
la depresión económica no puede ser materia exclusiva
de los economistas, ni hay juez que pueda fallar una solución
verdadera. Hacen falta decisiones políticas honestas, audaces,
creativas, que puedan convocar a la mayoría del pueblo a
reconquistar el progreso y el bienestar. Es así, pero suena
a hueco, a palabrería sin sentido, porque no hay líder,
partido o coalición que aparezca en el imaginario colectivo
con la capacidad suficiente para ponerse a la cabeza de semejante
empresa. Ese vacío explica el desgano y la indiferencia que
reciben a los comicios legislativos del 14 de octubre, citados para
dentro de una semana. Más todavía: una parte considerable
de los ciudadanos se niega a elegir o a votar. En los recientes
comicios de Formosa, las diversas maneras de abstinencia involucraron
a casi la mitad del padrón provincial. Los abstinentes sostienen
que es el último recurso para repudiar a la casta de políticos
insensibles, mediocres, abusivos y corruptos. No les importa que
la fragmentación de los partidos haya sembrado el país
de candidatos diversos ni que existan excepciones entre los que
merecen tanto desprecio. Si hoy no lo merecen, lo merecerán
mañana, vaticinan los que desean renunciar al más
elemental de los derechos democráticos, el voto.
Las razones opuestas apelan al sentido común: ¿qué
consiguieron en Formosa? Volvieron a triunfar los que gobiernan
desde 1983, los que permitieron que los legisladores ganen y gasten
más que en un país rico, los que mantienen al pueblo
sumergido en la miseria y la ignorancia. Por una sencilla razón:
el sistema electoral cuenta sólo los votos positivos para
adjudicar victorias y bancas. Lo mismo sucederá en el país
a partir del lunes 15: las legislaturas se llenarán igual,
así sea con el 20 por ciento de los votos emitidos. En lugar
de permitirlo, es preferible votar por minorías y demostrarle
a las mayorías tradicionales que están agotadas y
yermas sin remedio, a menos que cambien desde la raíz. En
la superficie, los argumentos de la controversia tienen sus razones
valederas, y ninguno de ellos puede descalificar a los otros con
frívolo simplismo. Ambas partes tienen motivos válidos
y descartarlas sin más consideración equivale a renunciar
a cavar más hondo en busca de respuestas consistentes y útiles
para todos. Por lo pronto, desde la refundación de la democraciaen
1983, las sucesivas elecciones mostraron que el voto en blanco era
una tendencia de abultadas proporciones y en permanente ascenso,
de modo que la actual intención de abstinencia no es un exabrupto,
ni una moda ni una rabieta infantil, aunque su dimensión
se haya expandido en progresión geométrica y adquirido
la forma extrema de no acudir al cuarto oscuro. En todo caso, es
una expresión exasperada de aquella corriente ascendente.
En lugar de optimismos forzados, de comparación de prontuarios,
de dolorosas revisiones de las decepciones acumuladas o de abstractos
enunciados de civismo, un posible punto de partida para la reflexión
sobre el fenómeno es el supuesto esencial de los derechos
humanos. Una persona que no come regularmente, que no tiene educación,
asistencia médica ni vivienda digna, que vive de la asistencia
en vez del esfuerzo y del trabajo propios, difícilmente pueda
ejercer, en conciencia, el conjunto de los derechos civiles y políticos.
La sistemática escisión de derechos en el país
que han convertido a la libertad y el hambre en términos
opuestos, cuando no excluyentes, ha deteriorado profundamente el
sentido de pertenencia de cada ciudadano a una identidad, a una
sociedad, a una nacionalidad. ¿Acaso los que forman cola
ante consulados extranjeros para marcharse del país no tuvieron
primero que llegar a la dolorosa sensación de estar excluidos
en su tierra natal? Un mismo trabajador en el mismo distrito, por
caso Buenos Aires, tendrá peores condiciones laborales si
vive en el interior de la provincia que en el conurbano, empezando
porque ganará un salario menor. La Capital misma está
dividida en tres franjas diferentes (norte, centro y sur) que funcionan
con valores y reglas diferentes, como si fueran tribus separadas.
Ni qué hablar de una provincia a otra y aún dentro
de cada una de ellas. En la calle las personas son juzgadas por
su apariencia exterior y tratadas de acuerdo con ese examen superficial.
Hasta han arraigado nuevos síntomas de racismo y discriminación
a partir de campañas que desprestigian a los inmigrantes
de los países vecinos.
De los 750 mil nuevos votantes, de 18 a 19 años de edad,
más de la mitad (59%) son mujeres, el seis por ciento es
jefe de familia con un hijo, el 34 por ciento no consigue empleo,
315 mil (42%) viven por debajo de la línea de pobreza y 105
mil (14%) sobreviven con necesidades básicas insatisfechas,
o sea que no reúnen los 67 pesos mensuales para una canasta
mínima de alimentos básicos ni reciben 2.800 calorías
diarias. Según la misma encuesta de la consultora Equis,
el 44 por ciento está afuera de los circuitos formales de
educación, la mayoría con estudios secundarios incompletos
y el 65 por ciento del total residen en cuatro distritos: 37 por
ciento son bonaerenses, 11 por ciento porteños, nueve por
ciento en Córdoba y ocho por ciento en Santa Fe. En 1985
el 16 por ciento de los nuevos votantes no se presentó y
diez años después los ausentes eran el 20 por ciento.
De continuar esa tendencia, sin saltos hacia arriba, esta vez será
el 23 por ciento como mínimo. ¿Cómo reprocharles
la deserción, si sus vidas fueron desamparadas por casi todos
los que los convocan a votar? Ellos y muchos más se han desinteresado
de los asuntos públicos, porque son ignorados por las políticas
públicas, porque los gobernantes dicen una cosa y hacen otra
y porque las decisiones últimas se toman en salones inexpugnables
para el ciudadano común, cuando no en organismos asentados
en el exterior.
Por supuesto, con menos participación la democracia pierde
legitimidad y fuerza, lo que la deja más a merced de los
poderes reales, que están por fuera de los circuitos electorales.
Pero la primera derrota de la democracia sucede cuando sus administradores
permiten la escisión de los derechos civiles y políticos
de los económicos, sociales y culturales. O cuando deja de
escuchar a sus votantes para rendirse ante los bancos y los polos
de concentración económica. De ese modo, queda cerrado
el círculo perverso de la antipolítica: los políticos
ceden la capacidad de decisióna factores de poder que no
pasan por las urnas, defraudando a los ciudadanos que terminan alejándose
de sus cantos de sirena, con lo cual se debilitan para resistir
la presión de intereses minoritarios pero más fuertes
que el sistema entero de representación institucional, vaciado
de sentido y de apoyo popular. Para quebrar el círculo, claro
está, es preferible usar todos los recursos a la mano de
los más débiles para hacerse escuchar, sea la huelga,
el piquete o el voto.
También los políticos que están dispuestos
a recuperar el potencial democrático como instrumento de
cambio tienen que asumir sus responsabilidades. En lugar de enredarse
en estériles polémicas acerca de la devaluación,
la dolarización o la convertibilidad, debate que expresa
intereses de minorías que pueden aprovechar alguna de esas
opciones, deberían ocuparse de organizar la resistencia popular,
reuniendo en un ancho cauce los múltiples afluentes que intentan
abrirle paso a un porvenir mejor. Por lo menos para impedir que
la deuda externa siga creciendo o que garanticen los sucesivos megacanjes
con las recaudaciones tributarias y aduaneras, para combatir el
mito del déficit cero a costa de la miseria y la exclusión
social, para impedir que se destruya el Mercosur o para recuperar
la capacidad de decisión a favor de la representación
de los ciudadanos. Demuestren que un senador es más importante
que un banquero y que las bancas no son el camino más rápido
hacia las fortunas clandestinas, y los ciudadanos volverán
a creer.
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