Por Cecilia Hopkins
La cita es en la esquina de
Eva Perón y Emilio Mitre. En ese vértice del Parque Chacabuco,
unos minutos antes de las 23, el público va formando un grupo compacto
que finalmente es conducido por los 15 actores casi todos veinteañeros
hacia las instalaciones del Centro Cultural Adán Buenosayres, construido
bajo la autopista. La entrada luce como una disco, pero unos metros más
allá, todo cambia. No hay música ni spots sino diferentes
espacios por los que se puede circular libremente para asistir a la proyección
de diapositivas que muestran a cada uno de los actores en medio de una
escena de su vida cotidiana. Minutos después, el gran escenario
estará dispuesto para que el público se acomode mirando
a la platea, entre cuyas butacas tendrá lugar la primera parte
del espectáculo.
En Disco todos juegan a rechazar la representación teatral y a
desarticular los lugares tradicionalmente previstos para ese fin. Los
intérpretes se resistirán a encarnar personajes, aún
cuando deban enfrentarse a una figura represora interpretada por
el inefable Peter Punk que los critica sin piedad por sabotear la
expectativa de quienes llegaron hasta allí para ver un espectáculo.
Lejos de avenirse a representar una ficción, los textos que los
actores declaman remiten a la historia personal de cada uno, algunas de
ellas vinculadas a situaciones vividas en su infancia, otras relacionadas
con sus preferencias sexuales. Ante la andanada de insultos, ellos exponen
sus secretos íntimos y hasta sus dificultades intestinales, sufrimientos
odontológicos y vergüenzas familiares. Cada cual se desvive
por mostrarse tal como es, develando ínfimos detalles de sus experiencias
individuales. Todos tratan, en definitiva, de mostrar que la actuación
de la no actuación es posible.
Pasado el trance de la rebeldía más radicalizada, los actores
aceptan a compartir el escenario con el público. Ahí el
tópico privilegiado es el de las relaciones que se establecen en
los lugares nocturnos, que se mediatizan a través de gestos glamorosos.
Los cuadros se forman y entrelazan a fuerza de poses voluntariamente estereotipadas,
junto a los obligados pasos de danza que expresan a un tiempo rechazo
y fascinación por lo que allí se presenta como superficial
o vacuo. Aún cuando el guión de este nuevo espectáculo
se muestra más débil que otros de su autoría (como
Mujeres de carne podrida y Pornografía emocional), el director
José María Muscari vuelve a hablar del poder de seducción
de la moda, la publicidad y los medios audiovisuales, algunos de sus temas
fetiche. Por lo tanto, corre el riesgo de producir un efecto de deja vu
en el espectador que presenció su producción anterior. Con
algunos ingredientes de performance, también aquí se cuelan
otras cuestiones que pertenecen a internas estrictamente teatrales, como
las referidas a ciertas guerras entre generaciones de dramaturgos y nuevas
y viejas tendencias escénicas.
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