Por Raúl
Kollmann
Llegué a casa de Emilie
Schindler, en San Vicente, mucho antes de que ella se hiciera famosa.
El director Steven Spielberg ya había empezado la filmación
de la Lista de Schindler, pero por entonces casi nadie sabía que
ella vivía en las afueras de Buenos Aires. Un familiar me había
contado que pocos años antes, la organización filantrópica
judía Bnai Brith había juntado fondos para ayudarla
y esa fue mi pista para llegar hasta la entonces desconocida Emilie. Recuerdo
que toqué el precario timbre de la vivienda blanca cedida
por la Bnai Brith un mediodía de feriado.
En aquella época Emilie no caminaba: estaba casi postrada en una
cama porque no tenía dinero para los remedios. Pero no fue eso
lo que más me impresionó: lo que resultaba un impacto brutal
era el olor de aquella casa, llena de excrementos de perros y gatos. El
golpe no sólo producía náuseas, sino que representaba
una contradicción difícil de comprender: la mujer, que junto
a Oskar Schindler había ayudado a salvar a 1200 judíos,
vivía postrada, en condiciones de miseria y sólo ayudada
por una institución judía, como si la misión de darle
una vida normal, decorosa, hubiera quedado únicamente en manos
de las víctimas del Holocausto.
Con los años y las numerosas charlas que mantuvimos me di cuenta
de que Emilie estaba furiosa,
En primer lugar, porque no se reconocía el verdadero papel que
ella jugó para salvar a los Schindler-juden (los judíos
de Schindler). Y esto lo pude comprobar hablando con los sobrevivientes:
Emilie cargó sobre sus espaldas con la tarea más dura y
difícil por aquella época, que era conseguir la comida para
mantener a todos. Noté que aún a los 90 años tenía
una tremenda personalidad y eso fue lo que seguramente la convirtió
en el alma mater de la sobrevivencia, negociando en el mercado negro y
moviendo comida en forma clandestina, de noche, antes las mismas barbas
de los nazis. La imaginé siempre dando órdenes, no recibiendo
instrucciones de un Oskar al que consideraba débil, oportunista
y perdedor. No tengo dudas de que Schindler ella lo llamaba así
a él, siempre por el apellido fue un negociador vivo, astuto
y que se movió haciendo buenas migas con los oficiales genocidas,
pero ella seguro fue el respaldo de todo, la personalidad para afrontar
el drama y el peligro diario.
La vida en San Vicente fue un ejemplo. Tiempo después que Oskar
y Emilie llegaron a la Argentina, él se volvió a Alemania
y la dejó ahí en el Gran Buenos Aires. Ella se las arregló
sola: tenía vacas que movía de un lugar a otro incluso
lo hacía a la edad de 70 años o más, algún
chancho y hasta gallinas. Compraba y vendía, daba órdenes
aún en ese ocaso, mientras insultaba casi todo el tiempo en un
idioma que nadie le entendía.
Después vino un tiempo de descuento con gloria, cuando ella ya
pegaba la curva de los 90 años: la fama que le proporcionó
la película de Spielberg le permitió ser homenajeada, mientras
la llevaron de un país a otro, casi como un trofeo. Fueron tiempos
de unos actos interminables en los que ella rara vez entendía de
qué se hablaba. Pero se sintió querida, retribuida. Eso
sí, siempre yo veía en ella la furia, tal vez porque vivió
con cierta indignación el acercamiento de oportunistas que querían
ganar prestigio o dinero exhibiéndola. Después, de golpe,
la dejaban sola otra vez y, debo decirlo aquí, sólo la Bnai
Brith seguía firme, dándole una mano en silencio,
como antes de la fama.
Nunca entendí otra de sus furias: la relacionada con el dinero.
Estaba que estallaba con Spielberg, de quien decía que no le había
dado lo que correspondía por la película. Acusaba a una
revista alemana que se apropió de los originales de la Lista
que valían una fortuna. Mencionaba a periodistas que prometieron
dinero a cambio de notas interminables y le incumplieron. Siempre estaba
enojada y reclamando, pero lo curioso es que no se veía que gastara
nada: vestía modestamente, no tenía joyas y elúnico
dinero que en verdad precisó fue para la comida de sus perros y
gatos y para las dos personas que se turnaban para asistirla, sobre todo
cuando muy a menudo no podía caminar. Mi último
diálogo con ella fue, justamente, porque me pidió ayuda
para conseguir una silla de ruedas.
Su espíritu indomable lo vi en todas las peleas: hubo un tiempo,
hace algo más de un año, cuando ella ya casi no podía
vivir en San Vicente porque caminaba un día sí y tres no.
Se habló de un hogar de ancianos, pero fue una pelea de meses,
porque ella decía que se arreglaba y que de ninguna manera dejaría
a sus dos perros. Siguió dando batalla hasta el final, con esa
misma furia.
Me habló horas y horas del frío, del hambre, del abandono,
del rencor, de la increíble lucha para que todos pudieran sobrevivir
en medio del genocidio nazi. Siempre me pregunté por qué
se la había jugado a favor de aquellos judíos y cuando lo
hablábamos ella invariablemente me dio la misma respuesta. Levantaba
los hombros y decía: Era lo que había que hacer.
Estoy seguro que casi nunca fue feliz, pero las pocas veces que la vi
sonreír tuvieron que ver con eso: sintió que hizo lo que
tenía que hacer, que le había ganado una partida a los nazis
y que, aunque sea en aquello, los cagó con su furia indomable.
Mirando hacia atrás, habiéndola conocido como la conocí,
después de hablar con sobrevivientes y sabiendo cómo era
Oskar, estoy seguro que la Lista de Schindler fue en una proporción
altísima, la Lista de Emilie.
Por eso, al final del camino, gracias por la furia, Emilie. Un beso.
A la sombra de Oskar
Emilie Schindler murió ayer de la misma forma en que vivió:
en un discreto segundo plano. La muerte le llegó a los 93
años había nacido en 1907 en lo que hoy es la
República Checa en el hospital MaerkischOderland de
Berlín, Alemania, a donde había regresado este año
por encontrarse muy enferma, luego de vivir 49 años en la
Argentina, en una humilde vivienda de la localidad bonaerense de
San Vicente. La mujer ni siquiera estuvo en la cresta de la ola
cuando se estrenó el filme norteamericano La lista de Schindler,
porque el protagonismo siempre lo tuvo su ex marido, Oskar, quien
se llevó las palmas por haber salvado la vida de 1200 judíos
durante el régimen nazi.
En una entrevista con Página/12, en octubre de 1999, ella
recordaba con bronca a Oskar. Yo traía la comida, si
no voy yo se morían todos. De Schindler no recibían
nada. El era un haragán completo, dijo en esa ocasión
sin dejar abierta la posibilidad de poner su palabra en duda.
Oskar y Emilie habían llegado juntos a la Argentina en 1949,
pero en 1957 se separaron y él retornó a Alemania,
donde murió en 1974.
La muerte de Emilie fue confirmada por su biógrafa, Erika
Rosemberg, quien partió de Buenos Aires para asistir al funeral.
Lo sentimos mucho. Es un gran dolor. Ella va a estar entre
los justos, que salvaron judíos y no judíos durante
la Segunda Guerra Mundial, dijo a la prensa el presidente
de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA),
José Hercman, al ser consultado sobre la muerte de Emilie.
En los últimos años, Emilie Schindler vivió
modestamente con un subsidio de la asociación BNai
BBrith, del gobierno argentino y de fondos alemanes. Nunca
recibió nada por los derechos de la famosa película
de Steven Spielberg, aunque ella aseguraba que había hecho
más por los judíos que el propio Oskar.
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