Por Christopher Hitchens*.
Son enemigos de la vida
Fue en Peshawar, en la frontera
entre Pakistán y Afganistán, cuando el Ejército Rojo
se retiraba. Necesitaba de urgencia un guía que me llevara rápido
al paso de Khyber y había decidido que precisaba el que tuviera
más look beduino, el que hablara inglés mejor y tuviera
el más duro auto moderno. Se podía encontrar esa combinación,
por un precio. Mi nuevo amigo me ofreció un mórbido tour
por el cementerio inglés bien lleno de tumbas victorianas
antes de salir. Después metió un cassette en la radio del
auto. Me preparé para el ulular de algún mullah, pero recibí
una dosis de So Far Away. De abajo del turbante y atrás de la barba,
con voz ronca, vino el comentario: pensé que te gustaría
escuchar a Dire Straits.
Fue mi introducción a la ahora familiar simbiosis de piedad tribal
y alta tecnología, una simbiosis consumada el 11 de septiembre
con la conversión de la punta sur de la capital del mundo moderno
en una tumba masiva quemada y supurante. Y no es que sólo los símbolos
de modernidad e innovación sean blancos para la inmolación.
Este mismo año, la misma ideología usó artillería
pesada para destruir las estatuas del Buda en Bamiyan, mientras que los
co-pensadores de Bin Laden en Egipto expresaron la idea de que las pirámides
y la Esfinge deberían ser destruidas por su carácter no
islámico.
Ya me encontré con esta facción varias veces desde entonces.
Los que destruyeron el World Trade Center son, de un modo u otro, los
mismos que le tiran ácido a la cara a las mujeres que no usan velo
en Kabul y Karachi, que hirieron y destriparon a dos traductores de Los
Versos Satánicos, que ametrallaron a turistas en Luxor. Mientras
nos preocupamos por lo que quieren hacerle a nuestras sociedades, vemos
lo que quieren para las suyas: una teocracia gris y estéril apoyada
por técnicas modernas.
Desde el primer momento esperé los e-mails masoquistas que iba
a comenzar a emitir el frente Chomsky-Zinn-Finkelstein, y no fui desilusionado.
Con todo mi respeto a estos valiosos camaradas, ya sabía que los
pueblos de Palestina e Irak son víctimas de una política
depravada de Occidente. Y debería decir que fui de los primeros
en señalar que el bombardeo de Clinton a Khartum, que la mayoría
de los progresistas apoyó, fue un grosero crimen de guerra que
ciertamente le daría derecho al gobierno sudanés a montar
represalias bajo los tratados internacionales. De hecho, ver a los clintonistas
felices en la televisión hablando de la suba en las encuestas
del presidente en esos días era todavía más repulsivo
que ver a los chicos refugiados y sin hogar por los ataques.
Aun así, repito que no hay manera en que los eventos del 11 de
septiembre pueden presentarse como una respuesta, legal o éticamente.
Es peor que tonto repetir las mismas equivalencias que deben estar alojadas
en alguna parte de las mentes cerradas de los asesinos masivos. El pueblo
de Gaza, es sabido, vive sujeto a toques de queda, humillaciones y expropiaciones.
Bien: ¿alguien supone que una retirada israelí hubiera evitado
los asesinatos de Manhattan? Habría que ser un cretino moral para
sugerirlo, porque los cuadros de la Jihad dejaron en claro que su pelea
es con el judaísmo y el secularismo, no apenas el sionismo. Son
los que ven al régimen saudita no como la teocracia autoritaria
extrema que es, sino como demasiado blando y permisivo. Los talibanes
persiguen viciosamente a la minoría shiíta en Afganistán.
Los fanáticos musulmanes de Indonesia tratan de extirpar las minorías
infieles. La sociedad civil de Argelia a duras penas resiste bajo el asalto
fundamentalista.
Este es un buen momento para revisitar la historia de las Cruzadas, o
la triste historia de la partición de Kashmir, o las penas de chechenos
y kosovares. Pero los terroristas de Manhattan representan el fascismo
con rostro islámico, y no hay que usar eufemismos al respecto.
Lo que ellos abominan de Occidente no es aquello que a los
progresistas occidentales no les gusta y no quieren defender de su sistema,
sino aquello que sí lesgusta y deben defender: la emancipación
de las mujeres, la curiosidad científica, la separación
de iglesia y Estado. Hablar muy sueltos de cuerpo de cosechar tempestades
equivale moralmente a la basura odiosa de Falwell y Robertson, y tiene
el mismo nivel intelectual. El asesinato indiscriminado no refleja, ni
siquiera oblicuamente, en las víctimas o su estilo de vida, o en
el nuestro. Cualquier persona decente y preocupada podría haber
estado en uno de esos aviones, en uno de esos edificios o, también,
hasta en el Pentágono.
Ahora hablan de inteligencia humana: la misma facultad que
tanto le falta a nuestra clase dirigente. Hace unos meses, el gobierno
de Bush dio a los talibanes un subsidio de 43 millones de dólares
como abyecto premio por la asistencia de los fundamentalistas en la guerra
contra las drogas. Después vino la segunda vida de la fantasía
de defensa misilística, apoyada por todavía
más abyectos demócratas que querían llenar el
vacío a las espaldas del presidente. Seguramente habrá
más oportunidades de resaltar las fallas de nuestros supuestos
líderes, que escogieron el mantra de la seguridad nacional y no
pudieron protegernos. Y, sí, también hay que recordar al
jefe de la CIA, William Casey, que fue el primero en conectar al misil
Stinger con el Islam. Pero todo esto es una manera de repetir lo obvio,
que es que éste es un enemigo de por vida, así como un enemigo
de la vida.
*Periodista británico, columnista de Vanity Fair, autor de
libros contra la madre Teresa, contra el presidente Bill Clinton, contra
Henry Kissinger.
Por Noam Chomsky *.
Nosotros lo hicimos primero
Después de varias negativas,
voy a contestar el artículo de Christopher Hitchens, sin ganas
y sólo parcialmente, porque Hitchens no puede haber querido decir
lo que dice. Esto es evidente, antes que nada, por sus referencias al
bombardeo de Sudán. No debe darse cuenta de que expresa un desprecio
racista por las víctimas africanas de un crimen terrorista, y no
puede implicar lo que sus palabras indican. Esta atrocidad destruyó
la mitad de las reservas farmacéuticas de una nación paupérrima
y también la estructura para reponerlas, a un altísimo costo
humano. Hitchens se escandaliza porque comparo esta atrocidad con lo que
yo llamé la crueldad perversa y enorme de los ataques
terroristas del 11 de setiembre, agregando que el costo en vida de Sudán
sólo puede adivinarse porque los EE.UU. bloquearon la investigación
de la ONU y a pocos les interesó seguir con el tema. Que el costo
fue altísimo es indudable.
Aparentemente, Hitchens se refiere a respuestas que envié a varios
periodistas el 15 de setiembre, respuestas parciales y repetidas porque
las preguntas llegaban demasiado rápido como para responder individualmente.
Estas respuestas, junto a otras posteriores y más detalladas, fueron
puestas en Internet. En la versión corta que Hitchens deber haber
visto, no fui detallista, asumiendo correctamente, a juzgar por
otras reacciones que recibí que no hacía falta: los
destinatarios entenderían por qué la comparación
es más que apropiada. También di por entendido que entenderían
una verdad de Perogrullo: cuando estimamos el costo humano de un crimen
no contamos sólo los que murieron en ese momento sino los que murieron
a consecuencia del crimen, un standard que aplicamos con toda propiedad
a nuestros enemigos oficiales, como Stalin, Hitler y Mao, para mencionar
los casos más extremos. Si queremos aunque sea pretender ser serios,
debemos aplicarnos el mismo standard a nosotros mismos: en el caso del
Sudán, contemos a los que murieron a consecuencia del ataque, no
sólo a los que murieron por el impacto de los misiles. Una verdad
de Perogrullo.
Si alguien se escandaliza por la comparación entre nuestros bombardeos
a Sudán y lo ocurrido el 11 de setiembre, está expresando
un desprecio racista extraordinario por las víctimas africanas
de un crimen espantoso. Y de este crimen, además, somos responsables:
como contribuyentes, porque no supimos cómo proveer una indemnización
adecuada, porque después dimos refugio e inmunidad a quienes los
perpetuaron, y porque permitimos que esos terribles hechos se hundan tan
profundamente en el agujero de la memoria que algunos, por lo menos, puedan
seguir desconociéndolos.
Por sus consecuencias, podemos comparar el crimen que cometimos en Sudán
con el asesinato de Lumumba, que sirvió para hundir al Congo en
décadas de masacres que aún no han cesado; o con el derribamiento
del gobierno democrático de Guatemala en 1954, que llevó
a 40 años de atrocidades; con muchos otros crímenes similares.
Apenas si uno puede intentar estimar el colosal número de muertos
que siguió al bombardeo de Sudán, incluso más allá
de las probables decenas de miles de víctimas sudanesas inmediatas.
Esa lista completa de víctimas es atribuible a éste único
acto de terror. Al menos, si tenemos la honestidad de aplicar a nosotros
mismos los standards que aplicamos a nuestros enemigos oficiales.
Como ilustración final, consideremos la furia de Hitchens sobre
el masoquismo y la racionalización, del que me acusa a mí,
pero también entonces al Wall Street Journal. Según Hitchens,
nosotros atenderíamos demasiado a todos los agravios que expresan
los pueblos de Medio Oriente, ricos y pobres, laicos y religiosos. Pero
de lo que nos acusa no es más que lo que hubiera hecho cualquiera
que espera reducir la probabilidad de nuevas masacres antes que permitir
una escalada en el ciclo de la violencia, en esa dinámica familiar
que nos lleva a mayores catástrofes aquí y en otras partes.
Esto me parece escandaloso. En algo Hitchens sí tiene razón.
El dice que el crimen de Sudán está directa y sórdidamente
vinculado con el esfuerzo de un presidente sinvergüenza para evitar
el impeachment, y dice que ni yo ni Husseini en aquel momento evitamos
esta conclusión para él tan evidente. Es muy cierto que
yo evité la especulación de vincular el ataque terrorista
contra Sudán con el affaire Monica Lewinsky, y continuaré
haciéndolo hasta que no se nos dé alguna prueba significativa
de que hay que vincular las dos cosas. Como también evité
toda la obsesión de entonces con la vida sexual del presidente
Bill Clinton.
Como Hitchens no se toma muy en serio lo que está escribiendo,
no hay razón para que otros sí lo tomen en serio. La reacción
más justa y sensata es tratar esto como una aberración y
esperar que el autor vuelva a su verdadera obra, que dio tan importantes
frutos en el pasado. En el background hay cuestiones que vale la pena
atender. Pero en un contexto serio, no en uno como el actual.
* Lingüista norteamericana, analista crítico de temas
de la política exterior de su país, publicó esta
réplica en The Nation.
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