Vivir en un pueblo donde aún
se ven tiendas cerradas los domingos. Comer frutas y verduras que han
completado su proceso de maduración sin ayuda de químicos;
sentarse en la mesa más soleada de la fonda de la esquina y degustar,
con absoluta dedicación, un buen vino del viñedo del vecino
y un guiso cocido según los usos y costumbres de los antepasados
que poblaron la región. La imagen puede parecer propia de un tiempo
que pasó; es, sin embargo, reflejo de una nueva tendencia, nacida
en Italia a fines de los 90 como respuesta a la globalización furiosa:
se trata de la filosofía slow, resumible en el doble concepto slow
foodslow life (comida lenta, vida lenta). El movimiento, que cada vez
suma más adeptos alrededor del mundo, ya llegó a la Argentina:
en el país hay 80 representantes del Slow, y en el próximo
concurso de Slow Food competirá como finalista Carlos Lewis, un
salteño que descubrió en los productos típicos de
su provincia un nuevo atractivo para el turismo y un modo de revivir la
decaída economía regional.
Corría el año 1986 cuando Ronald McDonald y su troupe plantaron
el estandarte del fast food en la Piazza di Spagna, en pleno corazón
de Roma. Los italianos, amantes de la comida casera y profundos respetuosos
de las diversidades gastronómicas que caracterizan a cada región,
pusieron el grito en el cielo. Poco después decidieron pasar a
la acción: en Bra, un pueblito del noroeste italiano, el sociólogo
y periodista Carlo Petrini fundó el movimiento Slow Food. Redescubramos
la riqueza, los sabores y los aromas de nuestras cocinas locales. Si la
fast life, en nombre de la superproductividad, tiende a cambiar nuestros
modos de vida y amenaza nuestra cultura, la Slow Food es la respuesta,
rezaba el manifiesto del movimiento, presentado en sociedad en París,
en el año 1989.
La propuesta de Petrini, simbolizada por un caracol (porque es lento
y porque es comestible) tenía una razón que trascendía
el mero espíritu gourmandise: en Italia, cuna de cientos de recetas
ancestrales preparadas en base a los cultivos típicos de cada región,
la globalización estaba acabando con los agricultores y con los
pequeños productores locales. Un día, en un restaurante
me sirvieron unos pimientos que no sabían a nada relató
una vez Petrini. Le pregunté al dueño y me dijo que ellos
ya no los cultivaban. Estos que vienen de Holanda son más
baratos, me explicó. ¿Y qué tienen en
los invernaderos?, le pregunté. Tulipanes. Esa
es la globalización errónea.
Una preocupación similar atravesó, hace algunos años,
la mente de Carlos Lewis, un salteño de 41 años que pasó
casi toda su vida vinculado a la actividad tabacalera: El tabaco
es un producto típico de la región y además tenía
parientes que trabajaban en esta actividad. Para mí fue casi natural
recibirme de ingeniero agrónomo y empezar a trabajar con el tabaco,
le explicó a Página/12. En 1989, la crisis económica
sacudió al sector. Carlos, que estaba al frente del departamento
agrotécnico de la Cooperativa de Productores Tabacaleros de Salta,
tuvo su gran oportunidad.
La idea era diversificar el sector cuenta, que los productores apelaran
a otras potencialidades de la zona para compensar las pérdidas
del tabaco: cría de ganado caprino, lumbricultura, producción
de pasturas y de frutales. Carlos no logró extender su proyecto
a toda la provincia, pero pudo aplicarlo en su entorno más cercano:
se hizo cargo de una finca que había sido de la familia de su mujer;
allí empezó a criar cabritos e implementó cultivos
a pequeña escala. En la finca, Carlos y su esposa reciben a escuelas
y turistas, que observan la producción y degustan las comidas típicas
de la región. El trabajo le valió a este salteño
un lugar en la final del premio Slow Food 2001, que se otorgará
en Oporto, Portugal, el 13 de octubre (ver aparte).
Pero no sólo de pan y queso vive el hombre: la filosofía
slow también apunta a mejorar la calidad de vida y a preservar
la salud mental. Este movimiento, con representaciones llamadas convivios
en más de 80 países, propone reeducar a los adultos y estimular
a los niños en el contacto con los aromas y los sabores. Desde
1993, el equipo de Petrinidicta talleres en las escuelas, donde reivindican
el uso de los sentidos como instrumento de conocimiento. Los
slowmen también están analizando la creación de ámbitos
educativogastronómicos dedicados a los adultos: el Master en Comida
y la Academia Europea del Gusto.
A medida que el Slow Food se fue esparciendo por el mundo, nuevas formas
de vida asociadas a esta filosofía comenzaron a surgir, hasta corporizarse
en lugares concretos: las slow cities, 31 ciudades italianas que han adoptado
el manifiesto de Petrini y compañía; lugares donde las tiendas
no abren ni jueves ni domingos, donde los autos no circulan en las calles
principales para evitar el stress de sus habitantes y donde los mejores
locales están reservados para los pequeños productores.
Bra, ciudad natal de Petrini y cuna del Slow Food, es una de las primeras
slow cities: actualmente, el desempleo es del 5 por ciento (la mitad de
la media de desocupados en Italia) y las ventas aumentan a razón
de un 15 por ciento anual.
El ingeniero agrónomo Ernesto Barrera, miembro del jurado argentino
para el premio Slow Food 2001, elaboró el proyecto de rutas
gastronómicas, que puede vincularse con el espíritu
slow city. La construcción de estas rutas que se caracterizan por
seguirle la pista a una comida, o a un cultivo propio de cierta
región serviría en Argentina para consolidar la cultura
regional, valorizar los alimentos regionales argentinos, y para dinamizar
las economías de las zonas involucradas. Las localidades
atravesadas por las rutas revalorizarían así su capital
cultural, al tiempo que su economía se vería también
estimulada por la llegada de turistas. En nuestro país hay
centenares de cultivos específicos, que se han ido perdiendo porque
no se comercializaban. Con las rutas gastronómicas no sólo
atraeríamos a los turistas, sino que además lograríamos
el reposicionamiento de los cultivos y de sus productores en la estructura
económica del país, explicó Barrera.
Los proyectos argentinos
Más allá de las precisiones del caso, no hay duda
de que Carlos Lewis llegó a la final del premio Slow Food
2001 haciendo uso de un viejo recurso argentino: el rebusque. Tras
el cimbronazo que sufrió el sector tabacalero salteño
en 1989, Carlos les echó la mano a otras riquezas regionales,
para superar el mal trago. Con la leche de cabra producimos
queso; cultivamos cayote, tuna, caqui y ají cajena; con harina
de algarroba hacemos alfajores, que rellenamos con dulce de leche
también de cabra. En los últimos años,
Lewis ha intercambiado o regalado cabritos a otros productores de
la zona. La idea es que mejoren sus rebaños y sus productos,
para crear un mercado desde donde podamos valorizar nuestro trabajos.
Además de Carlos Lewis, otros ocho argentinos participaron
de la primera etapa del Slow Food Oporto 2001, aunque no llegaron
a disputar la final. Misiones estuvo representada por un grupo de
productores tabacaleros que desarrollaron un edulcorante sin componentes
artificiales. Por Tierra del Fuego concursó un pequeño
productor de chacinados de oveja. Un sanjuanino que elabora vinos
orgánicos y un mendocino que trabaja con productos de la
fauna autóctona con ejemplares criados especialmente también
fueron de la partida. El grupo lo completaban un jujeño que
recuperó una variedad de papa que ya no se cultivaba; un
ingeniero de La Plata que hizo lo mismo con tomates; una tucumana
que produce comidas regionales y un grupo de rionegrinos que desarrollaron
una golosina de manzana similar al Yummy, pero totalmente
natural.
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