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LOS ARGENTINOS QUE ADHIEREN AL “SLOW FOOD”, UNA TENDENCIA QUE CRECE
La vida lenta

El movimiento surgió en Italia en los 90 como oposición al fast food. Pretende privilegiar la diversidad gastronómica y los estilos locales contra las recetas globalizadas. En Argentina hay unos 80 representantes del movimiento. El proyecto de uno de ellos es finalista de un concurso.

Vivir en un pueblo donde aún se ven tiendas cerradas los domingos. Comer frutas y verduras que han completado su proceso de maduración sin ayuda de químicos; sentarse en la mesa más soleada de la fonda de la esquina y degustar, con absoluta dedicación, un buen vino del viñedo del vecino y un guiso cocido según los usos y costumbres de los antepasados que poblaron la región. La imagen puede parecer propia de un tiempo que pasó; es, sin embargo, reflejo de una nueva tendencia, nacida en Italia a fines de los 90 como respuesta a la globalización furiosa: se trata de la filosofía slow, resumible en el doble concepto slow foodslow life (comida lenta, vida lenta). El movimiento, que cada vez suma más adeptos alrededor del mundo, ya llegó a la Argentina: en el país hay 80 representantes del Slow, y en el próximo concurso de Slow Food competirá como finalista Carlos Lewis, un salteño que descubrió en los productos típicos de su provincia un nuevo atractivo para el turismo y un modo de revivir la decaída economía regional.
Corría el año 1986 cuando Ronald McDonald y su troupe plantaron el estandarte del fast food en la Piazza di Spagna, en pleno corazón de Roma. Los italianos, amantes de la comida casera y profundos respetuosos de las diversidades gastronómicas que caracterizan a cada región, pusieron el grito en el cielo. Poco después decidieron pasar a la acción: en Bra, un pueblito del noroeste italiano, el sociólogo y periodista Carlo Petrini fundó el movimiento Slow Food. “Redescubramos la riqueza, los sabores y los aromas de nuestras cocinas locales. Si la fast life, en nombre de la superproductividad, tiende a cambiar nuestros modos de vida y amenaza nuestra cultura, la Slow Food es la respuesta”, rezaba el manifiesto del movimiento, presentado en sociedad en París, en el año 1989.
La propuesta de Petrini, simbolizada por un caracol (“porque es lento y porque es comestible”) tenía una razón que trascendía el mero espíritu gourmandise: en Italia, cuna de cientos de recetas ancestrales preparadas en base a los cultivos típicos de cada región, la globalización estaba acabando con los agricultores y con los pequeños productores locales. “Un día, en un restaurante me sirvieron unos pimientos que no sabían a nada relató una vez Petrini. Le pregunté al dueño y me dijo que ellos ya no los cultivaban. ‘Estos que vienen de Holanda son más baratos’, me explicó. ‘¿Y qué tienen en los invernaderos?’, le pregunté. ‘Tulipanes’. Esa es la globalización errónea”.
Una preocupación similar atravesó, hace algunos años, la mente de Carlos Lewis, un salteño de 41 años que pasó casi toda su vida vinculado a la actividad tabacalera: “El tabaco es un producto típico de la región y además tenía parientes que trabajaban en esta actividad. Para mí fue casi natural recibirme de ingeniero agrónomo y empezar a trabajar con el tabaco”, le explicó a Página/12. En 1989, la crisis económica sacudió al sector. Carlos, que estaba al frente del departamento agrotécnico de la Cooperativa de Productores Tabacaleros de Salta, tuvo su gran oportunidad.
“La idea era diversificar el sector cuenta, que los productores apelaran a otras potencialidades de la zona para compensar las pérdidas del tabaco: cría de ganado caprino, lumbricultura, producción de pasturas y de frutales”. Carlos no logró extender su proyecto a toda la provincia, pero pudo aplicarlo en su entorno más cercano: se hizo cargo de una finca que había sido de la familia de su mujer; allí empezó a criar cabritos e implementó cultivos a pequeña escala. En la finca, Carlos y su esposa reciben a escuelas y turistas, que observan la producción y degustan las comidas típicas de la región. El trabajo le valió a este salteño un lugar en la final del premio Slow Food 2001, que se otorgará en Oporto, Portugal, el 13 de octubre (ver aparte).
Pero no sólo de pan y queso vive el hombre: la filosofía slow también apunta a mejorar la calidad de vida y a preservar la salud mental. Este movimiento, con representaciones llamadas “convivios” en más de 80 países, propone reeducar a los adultos y estimular a los niños en el contacto con los aromas y los sabores. Desde 1993, el equipo de Petrinidicta talleres en las escuelas, donde reivindican el uso de los sentidos como “instrumento de conocimiento”. Los slowmen también están analizando la creación de ámbitos educativogastronómicos dedicados a los adultos: el Master en Comida y la Academia Europea del Gusto.
A medida que el Slow Food se fue esparciendo por el mundo, nuevas formas de vida asociadas a esta filosofía comenzaron a surgir, hasta corporizarse en lugares concretos: las slow cities, 31 ciudades italianas que han adoptado el manifiesto de Petrini y compañía; lugares donde las tiendas no abren ni jueves ni domingos, donde los autos no circulan en las calles principales para evitar el stress de sus habitantes y donde los mejores locales están reservados para los pequeños productores. Bra, ciudad natal de Petrini y cuna del Slow Food, es una de las primeras slow cities: actualmente, el desempleo es del 5 por ciento (la mitad de la media de desocupados en Italia) y las ventas aumentan a razón de un 15 por ciento anual.
El ingeniero agrónomo Ernesto Barrera, miembro del jurado argentino para el premio Slow Food 2001, elaboró el proyecto de “rutas gastronómicas”, que puede vincularse con el espíritu slow city. La construcción de estas rutas que se caracterizan por “seguirle la pista” a una comida, o a un cultivo propio de cierta región serviría en Argentina para “consolidar la cultura regional, valorizar los alimentos regionales argentinos, y para dinamizar las economías” de las zonas involucradas. Las localidades atravesadas por las rutas revalorizarían así su capital cultural, al tiempo que su economía se vería también estimulada por la llegada de turistas. “En nuestro país hay centenares de cultivos específicos, que se han ido perdiendo porque no se comercializaban. Con las rutas gastronómicas no sólo atraeríamos a los turistas, sino que además lograríamos el reposicionamiento de los cultivos y de sus productores en la estructura económica del país”, explicó Barrera.

 

Los proyectos argentinos

Más allá de las precisiones del caso, no hay duda de que Carlos Lewis llegó a la final del premio Slow Food 2001 haciendo uso de un viejo recurso argentino: el rebusque. Tras el cimbronazo que sufrió el sector tabacalero salteño en 1989, Carlos les echó la mano a otras riquezas regionales, para superar el mal trago. “Con la leche de cabra producimos queso; cultivamos cayote, tuna, caqui y ají cajena; con harina de algarroba hacemos alfajores, que rellenamos con dulce de leche también de cabra”. En los últimos años, Lewis ha intercambiado o regalado cabritos a otros productores de la zona. “La idea es que mejoren sus rebaños y sus productos, para crear un mercado desde donde podamos valorizar nuestro trabajos”. Además de Carlos Lewis, otros ocho argentinos participaron de la primera etapa del Slow Food Oporto 2001, aunque no llegaron a disputar la final. Misiones estuvo representada por un grupo de productores tabacaleros que desarrollaron un edulcorante sin componentes artificiales. Por Tierra del Fuego concursó un pequeño productor de chacinados de oveja. Un sanjuanino que elabora vinos orgánicos y un mendocino que trabaja con productos de la fauna autóctona con ejemplares criados especialmente también fueron de la partida. El grupo lo completaban un jujeño que recuperó una variedad de papa que ya no se cultivaba; un ingeniero de La Plata que hizo lo mismo con tomates; una tucumana que produce comidas regionales y un grupo de rionegrinos que desarrollaron una golosina de manzana similar al “Yummy”, pero totalmente natural.

 

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