Por Roque Casciero
La imagen (Eric Clapton solo
en medio de un escenario gigantesco, sentado, con la única compañía
de una guitarra acústica dócil a su sensibilidad) reafirmaba
una realidad ya juzgada por la historia del rock: el músico británico
está más allá de los ámbitos y las circunstancias.
A despecho de la banda que lo acompañó, Clapton y su guitarra
aparecieron nuevamente en Buenos Aires como ejes solitarios de la devoción
rockera. Estaban allí, otra vez, como protagonistas de un pacto
indestructible, que en esta oportunidad tuvo como cómplices a unos
35 mil fans argentinos. Pero a ese romance le faltó un poco de
fuego.
Pasaron once años desde la primera visita del guitarrista a Buenos
Aires. Aquella vez fue un acontecimiento musical. Una cuenta pendiente
finalmente saldada. Anoche se trataba simplemente de la posibilidad de
volver a ver a uno de los grandes. Acaso por eso, sumado claro está
a la grave crisis económica del país, la demanda de entradas
sólo se calentó en las últimas horas y fue así
como el público (mayoritariamente de entre 25 y 45 años)
fue llegando a la cancha de River sin la ansiedad de otras noches de gala.
Así, tranquilo, buzo azul, jeans y zapatillas, sin pronunciar palabra,
se presentó Clapton arriba del escenario. Lo esperaba un repertorio
de diecinueve canciones, repartidas estratégicamente según
los períodos de su extensa trayectoria, que agrupa cuatro décadas
de historia. En la primera parte privilegió los temas correspondientes
a su último cd, Reptile, que sólo conocían los más
fanáticos. Una inclinación al rhythmnblues amable
y a la balada acústica (con ambigua esencia blusera) marcaron la
primera media hora de show. El público siguió con encendedores
prendidos (como si quisiera acompañarlo) Tears in heaven,
la canción que escribió en homenaje a su hijo, fallecido
en un accidente hace diez años.
Clapton dice que no volverá a subirse a giras maratónicas.
Tiene 56 años. La edad y la cantidad de tiempo que lleva en la
ruta pueden ser buenos motivos para esa decisión, pero también
le otorgan un aplomo y un oficio envidiables: transita el escenario (cuando
no está sentado) como si estuviera en un pub. La banda parece protegerlo,
con un sonido compacto, nunca reñido con la pulcritud y, quizás
por eso, demasiado previsible. Músicos sólidos, Nathan East
(bajo), Steve Gadd (batería) y David Sancious (teclados y voces)
demuestran su compromiso con el show sin eclipsar nunca a dios.
Especialmente en la segunda parte del concierto, cuando la temperatura
musical empezaba a subir, Clapton, sin inmutarse, desplegó ese
sobrio talento interpretativo que es su marca de fábrica. Su modo
de tocar inconfundible, que tiene más que ver con el tono, con
el feeling, que con el derroche de notas. Clapton toca las que son necesarias,
y a veces, esas sutilezas envuelven grandes canciones. Anoche sucedió
de a ratos y, en general, se correspondió con la elección
de su repertorio más viejo. El público festejó cuando
sonaron los acordes de Badge, porque supo que se venían
los clásicos. Y qué más clásico (aunque ajeno)
que Hoochie coochie man, uno de los himnos del blues negro.
Y qué mejor himno (también ajeno, porque lo escribió
J.J. Cale, aunque lleva desde siempre la firma tácita de Clapton)
que Cocaine, coreada con entusiasmo por buena parte de las
35 mil personas que ocuparon las plateas (muy pobladas) la popular y el
campo (donde el público cubrió la mitad del sector). La
banda sonó algo más poderosa en Layla, los encendedores
volvieron a prenderse en Wonderful tonight, y Sunshine
of your love transportó losespíritus a la década
del 60. Claro, ésto es 2001, y nada en Clapton parece ser igual
que entonces, salvo su relación con la guitarra, que se mantiene
inmutable. Un poco más de rocanrol no hubiese venido mal.
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