Página/12
en EE.UU.
Por Gabriel A. Uriarte
Enviado especial a Washington
Decir que Washington D.C. reaccionó con calma ante el inicio de
la ofensiva aérea contra Afganistán podría ser una
exageración. A las 12.45 del mediodía, no se veía
nada que pudiera describirse como reacción. Era extraño,
entre otras cosas, porque las condiciones objetivas eran ideales. Los
ataques comenzaron cuando muchos acudían a restaurantes o bares
los únicos lugares donde el Distrito de Columbia permite
conseguir alcohol en el Día del Señor, alentados por
un día frío y gris que hacía muy inhóspitas
las calles. Había así una concentración perfecta
de espectadores para las primeras imágenes del bombardeo a Kabul.
Sin embargo, en ningún lugar la atención pareció
durar más de 20 minutos, más allá del discurso de
George W. Bush. Los lugares de derecha cambiaron el canal para mirar el
fútbol americano del domingo, que seguía sin interrupciones.
Los lugares de izquierda bajaron el volumen para leer la sección
de espectáculos del New York Times. Todo llevaba a la conclusión
de que la capital norteamericana no mostraba tanto la ecuanimidad que
le pedía el gobierno, sino simplemente indiferencia.
En parte pudo deberse a lo poco excitante de las primeras imágenes
del bombardeo. ¿Qué es esa mierda verde?, preguntaba
con completa inocencia un recién llegado a la barra del Daily Grill,
sorprendido al encontrar las imágenes de visión nocturna
que la CNN dijo tomar en vivo desde un monte al sur de Kabul. Podría
ser mi patio trasero por todo lo que se ve, comentó cuando
se le explicó que estaba viendo las primeras imágenes de
la cruzada contra el terrorismo. Efectivamente, la relativa ausencia de
defensas antiaéreas talibanas hizo que no hubiera demasiado que
ver en los cielos sobre la capital afgana, nada comparado con los fuegos
artificiales que siempre provocan los ataques contra Bagdad. De vez en
cuando había un destello en tierra que debía ser una explosión
y, en una ocasión memorable, el comentarista se agitó al
ver lo que parecía ser un misil antiaéreo. Los analistas
no podían analizar demasiado. Wesley Clark, comandante de la OTAN
durante la guerra de Kosovo y ahora experto militar para la CNN, sólo
pudo confirmar que lo que parecían ser ataques con aviones y misiles
crucero contra Kabul y Kandahar eran, casi sin ninguna duda, ataques con
aviones y misiles crucero contra Kabul y Kandahar. La famosa enviada Christiane
Amampour relató desde Pakistán que fuentes de alto nivel
del gobierno le dijeron que Estados Unidos estaba atacando objetivos en
Afganistán. Respondiendo con ligero cansancio a la pregunta que
nunca fallan en hacerle, Amampour tuvo que explicar que era muy tarde
en Pakistán, la madrugada de hecho, por lo que no se podía
medir la reacción de la opinión pública.
Bastaron cinco minutos de esto para que el barman silenciara el televisor,
dejando subtítulos redactados con un cierto analfabetismo. Habría
cambiado de canal si no fuera porque la CNN tuvo la prudencia de avisar
que transmitiría un discurso de Bush en pocos instantes. A las
12.55, el volumen subió de nuevo y las conversaciones cesaron para
oírlo. Sus palabras despertaron poco más que una cortés
atención. Cuando comenzó a hablar sobre las familias de
los militares que habían sido enviados a la batalla, varias mesas
volvieron a sus conversaciones. Para cuando terminó su breve alocución,
era posible que poco más de la mitad del bar lo estuviera siguiendo
en detalle. Cuando la CNN dijo que el próximo en hablar sería
el premier británico, Tony Blair, los canales cambiaron rápidamente
a la Fox y la CBS, que pasaban impertérritos sudomingo de
la NFL (la liga de fútbol americano). En total, todo duró
menos de 20 minutos.
Sería injusto decir que esto no despertó algún interés.
Una mesa discutía de forma casi académica los méritos
y desventajas de las diferentes variantes del ántrax (gastrointestinal
o inhalado). Los comensales al lado, conscientes quizá de que podrían
citar a Goethe para decir que habían estado presentes en el comienzo
de una nueva era de la historia, tomaron fotos con el trasfondo de Bush
hablando a la nación. Quienes llegaban sólo estaban preocupados
en conseguir mesas y el gerente del local, de parecido notable a Tom Wolfe,
estaba más que dispuesto a no permitir que nada los distrajera
de este domingo cualquiera, y ciertamente no la CNN. A la una y media,
se podía estar en medio de casi un centenar de personas en la capital
norteamericana sin percatarse de que, a unos pocos kilómetros de
distancia, el gobierno estaba dirigiendo una guerra.
Quizá había que buscar a los burgueses bohemios
(los bobos) al otro lado del espectro político, los que lograron
concentrar unos 4000 manifestantes contra la guerra el 29 de setiembre
frente al Capitolio. En su centro informal que es el Dupont Circle, unas
veinte cuadras al norte de la Casa Blanca, lo primero que se notaba era
que no había nadie en la plaza de ese nombre. Cafés como
el Starbucks estaban concurridos, pero pocos hablaban de Afganistán
y muchos ni siquiera sabían lo que había pasado. Se podría
aducir la ausencia de televisores si no fuera porque su presencia en otros
bares no alteraba la situación.
En el café literario o librería café de Afterwords,
dos cosas resaltaban de inmediato. Primero, uno dependía de los
mismos subtítulos encriptados dado el silencio de los televisores,
subrayado por el volumen ensordecedor de canciones retro de los ochenta
como Pretty Woman de Roy Orbison. Segundo, los que hacían
algún esfuerzo por seguir la cobertura eran casi invariablemente
extranjeros: dos alemanas, un australiano, dos ingleses, y tres franceses,
en este caso. Ni la conferencia de prensa del secretario de Defensa, Donald
Rumsfeld, ni el video de Osama bin Laden diciendo que los norteamericanos
recibieron lo que se merecen aumentaron el número de televidentes.
Estamos bombardeando Afganistán, qué increíble,
comentó un recién llegado antes de llevar su vaso de cerveza
a una mesa con amigos en una esquina. Creo que es terrible y que
no solucionará nada, afirmó una joven al ser interrogada
sobre su reacción. Lo dijo con cierta convicción, lo que
sin duda se hubiera repetido con una encuesta sistemática en el
bar. Pero resultaba mucho más notable la ausencia de convicción
si uno dejaba las conversaciones en su estado natural, sin estropearlas
con preguntas directas.
En la zona de complejos federales, uno podía esperar encontrar
manifestaciones de apoyo, o de rechazo, o un enorme dispositivo policial
que las impidiera. No había nada. Los taxis, ninguno de los cuales
tenía prendida la radio, podían llegar a una cuadra de la
Casa Blanca. Allí, la seguridad parecía haber disminuido
del nivel de hace unos días. Algunos pocos policías montados,
una decena de agentes a pie. Las únicas marchas eran las de turistas,
mexicanos y japoneses en su mayoría, que entraban sin chequeos
de bolsos o con detectores de metal al paseo de la Casa Blanca, algo no
permitido hace una semana. Las calles a más de una cuadra de distancia
estaban desiertas. Los bares estaban llenos pero la sensación de
vacío se reproducía de forma casi idéntica. Era un
dia muy frío, y solamente a la tarde una escuálida manifestación
contra la guerra logró reunir a unos pocos izquierdistas norteamericanos
típicamente ataviados con sandalias, zapatillas y prendas de inspiración
latinoamericanista ante una Casa Blanca cuyo simple tamaño resaltaba
aún más la insignificancia numérica del grupo que
había ido a protestar contra la guerra que el ocupante del lugar
había lanzado horas atrás.
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