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BRINDIS
Por Antonio Dal Masetto
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El tema de las elecciones tiene a los parroquianos del bar con
las caras muy largas y los ánimos por el piso. Tanto que el Gallego
decide intervenir para tratar de cambiar el clima.
-.Estimados clientes, aflojen un poco, sonrían, la sonrisa es salud,
el hombre es el único animal capaz de sonreír, aprovechemos
ese don. Vacíen las copas, pidan otra vuelta, relájense
y dispóngase a escuchar porque les voy a contar algo que viene
al caso y que ocurrió allá en mis pagos cuando yo era muchacho.
Resulta que una mañana bien temprano salía de casa y me
encontré con un fulano que se estaba devorando la comida de los
perros. ¿Usted no era el alcalde de Vista Hermosa?,
le dije. Ciertamente, me contestó. ¿Qué
pasó para que ande robándole el alimento a los animales?
Y acá me contó una historia que como ya verán está
llena de sonrisas. Cuando me eligieron alcalde hice algunos favores
y me hice algunos favores. Tenía dos amigos, el dueño de
un aserradero y el propietario de un vivero. Toda Vista Hermosa estaba
llena de robles añosos. El aserradero los taló y el vivero
plantó árboles nuevos. La operación me dejó
una modesta ganancia. Después hice cambiar todos los letreros de
las calles y la numeración de las casas. Otro amigo fue el encargado
de reemplazar las chapas. El negocio me dejó un pequeño
beneficio. A continuación les tocó el turno a los faroles
de hierro forjado, que fueron reemplazados por iluminación moderna.
También mandé quitar las históricas tejas del hospital,
del asilo de ancianos, de la escuela y del ayuntamiento. Fueron reemplazadas
por techos de latón, que colocaba otro amigo. La venta de los faroles
y las tejas, y los reemplazos me dejaron unos dineros. ¿Cómo
reaccionaba la gente ante estos emprendimientos? No parecía
importarle. Sonreía. Esto me animó a lotear la plaza, que
estaba molestando en el medio del pueblo, y a vender la fuente que era
un incordio y todo el tiempo había que andar limpiándola.
Cobré lo mío. ¿Y los vecinos seguían
sonriendo? Siempre igual, sonrisas bien anchas. Discúlpeme,
don alcalde, pero entonces ¿cómo llegó a esta situación
tan poco próspera?, insistí. Un día mi
esposa fue a que le tiñeran el cabello, la peluquera se equivocó
de tintura y la tiñó de verde, fue a otra para que le quitara
el verde y la tiñó de violeta, y la tercera la dejó
pelada. Todas se disculparon sonriendo. Mi mujer tuvo que usar peluca
y lloraba. Se mandó a hacer un vestido para la fiesta del pueblo,
un modelo sacado de una revista francesa, y cuando llegamos había
veinte mujeres con el mismo vestido, y sonriendo. Nos tuvimos que ir.
Mi mujer lloraba sin consuelo. Lo que traía del mercado siempre
estaba machucado, podrido o con gorgojo. Cuando iba a quejarse le sonreían
y volvían a encajarle basura. Y lo de mi hijo Paquito, en los partidos
de fútbol lo elegían capitán y lo convencían
de que debía ir al arco porque era el puesto de más responsabilidad.
Aunque hiciera un mes que no llovía, todas las pelotas que le llegaban
venían cargadas de barro. Volvía a casa mugriento y llorando.
En la calesita, por más que se pasara doce horas dando vueltas,
era el único que nunca sacaba la sortija. Volvía llorando.
Cuando iba a confesarse para comulgar, la penitencia que le daba el cura
era interminable, se pasaba una semana rezando y recién podía
tomar la comunión el domingo siguiente. Paquito lloraba hasta en
sueños. Y después vino el asunto de mi casa. Tenía
al frente un jardín precioso, no quedó una sola planta,
se secaron todas. De día las meaban los perros, de noche los gatos.
Parecían amaestrados. Los vecinos pasaban y sonreían. Para
el día de mi cumpleaños se juntó todo el pueblo y
me cantaron porque es un buen compañero, todos traían de
regalo una torta de coco, parecía que supieran que a mí
el coco me descompone. Y sonreían. De pronto mi mujer y mi hijito
dejaron de llorar y empezaron a sonreírme también. Un día
volví a casa y se habían ido. La casa estaba vacía,
no había muebles ni tampoco estaba mi ropa. Mi mujer había
vendido todo, inclusive la propiedad. El papelón fue tangrande
que tuve que renunciar a mi cargo de alcalde y empezó esta vida
de paria. Quise darme a la bebida, pero vaya donde vaya me adulteran el
vino y me sonríen. A esta altura puedo soportar cualquier cosa
menos una sonrisa. Y ése, estimados clientes, es el final
de la historia que quería contarles. Propongo un brindis por los
afables habitantes de Vista Hermosa, que supieron rescatar el valor de
la sonrisa.
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