Por Diego Fischerman
En relación con la programación,
la presente temporada de la Filarmónica de Buenos Aires será
recordada como una de las más interesantes y variadas. El criterio
que prima en cada uno de los conciertos es el de permitir la coexistencia
(pacífica o no) de obras clásicas del repertorio con novedades
o composiciones poco transitadas. En varios de los conciertos del año,
la tensión entre obras de características bien disímiles
(incluso desde el punto de vista simbólico) aportó, precisamente,
un plus sumamente atractivo. El segundo de los conciertos en los que el
mexicano Enrique Arturo Diemecke condujo a la Filarmónica, no fue
una excepción. Una versión particularmente clara e intensa
de la Sinfonía Nº 3 de Robert Schumann compartió cartel
con el estreno de un concierto para percusión de James McMillan
en el que brilló como solista Angel Frette.
Hace una semana otro argentino, el pianista Luis Ascot, había sido
protagonista, junto a la orquesta, de una interpretación llena
de fuerza del complicadísimo Concierto Nº 1 de Alberto Ginastera,
en juego de inestable equilibrio con la hiperromántica Sinfonía
Nº 6 de Piotr Tchaikovsky. Esta vez, Frette miembro habitual
de la orquesta además de uno de los intérpretes más
destacados de la escena local logró una versión impactante
de una obra que, como casi todas las escritas para percusión, oscila
peligrosamente hacia el costado del show. Frette otorgó a la obra
un nivel de homogeneidad y coherencia único. Su preocupación
fue omitir cualquier clase de frivolidad, a pesar de la exhibición
inevitable que implica desplazarse de un costado al otro del escenario,
ir desde un vibráfono a un set de tambores, de ahí a la
marimba, y terminar yéndose del escenario después de haber
tocado campanas tubulares mientras toda la orquesta toca triángulos
y cascabeles.
Escrito en 1992, este concierto subtitulado Veni, veni Emmanuel
(los motivos melódicos iniciales provienen del himno gregoriano
con ese texto) y estrenado por la percusionista Evelyn Glennie que
lo grabó en disco es una buena muestra de las corrientes
surgidas en Gran Bretaña y Estados Unidos en contra de la complejidad
del post-serialismo, pero rehuyendo a las fórmulas del minimalismo
y el repetitivismo. La yuxtaposición de escalas modales, algún
que otro cluster, pies rítmicos irregulares pero claramente identificables
y momentos de homofonía à la gregoriana, acompañados
por una orquestación brillante y una escritura de gran precisión
en relación con los planos, podría considerarse, en todo
caso, más que un síntoma de conservadurismo estético,
un auténtico signo de los 90.
Diemecke dirigió con convicción y evidenció un trabajo
profundo con la orquesta. Con excelentes primeros y segundos violines
y maderas, la Filarmónica sonó homogénea, a pesar
de algunos problemas endémicos en la fila de cellos y en los bronces
(particularmente los cornos y la trompeta solista) que, a pesar de todo,
lograron un hermoso coral en el cuarto movimiento de la Sinfonía
de Schumann. El programa se completó con la Obertura Egmont de
Beethoven y con una composición del propio director, escrito para
acompañar las imágenes de un partido de fútbol entre
Francia y Brasil. La obra, armada sobre la base de citas (a Villa-Lobos,
al Can-Can y otras músicas claramente connotadas, supuestamente
sigue los contrastes entre los estilos de juego de uno y otro equipo.
Al igual que el Danzón de Márquez tocado en el concierto
anterior, apenas un divertimento.
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