Por Julián
Gorodischer
Abre El Bar 2 y
entran sus catorce huéspedes. Una vez más, como en la primera
parte, debería quedar bien claro que esto no es el Gran Hermano.
Todos son del palo: un futuro rocker (Diego), una hija de punks que creció
en Manhattan (Sabrina), un seductor viajero (Lucho) y un mexicano expulsado
de varios países (Tamir) componen el casting hecho para impresionar.
Aunque no se lo proponga, El Bar siempre es una reacción
al otro reality, el de la tira juvenil y, por eso, todo tiene que ocurrir
más rápido para romper el tedio de la otra casa. En la primera
noche, corre el alcohol y ya puede verse a una chica descompuesta (Guillermina,
la cheta) y un zafado que se le mete en la cama desnudo. Andy Kusnetzoff
anticipa: Esto apenas está comenzando.
Que no aburra parece ser el desafío, el que el género ya
no consigue con la facilidad del inicio, cuando lo nuevo espiar
las vidas privadas era suficiente para enganchar fanáticos.
En estos tiempos, la pantalla podría verse como un gran reality
con ligeras variaciones en la composición de los grupos (adolescentes,
parejas, actores...). Ya no hay tiempo para dejarlos aclimatarse, debe
ser ya, y por eso corre el alcohol a poco de la entrada a la casa, ahora
mejorada con una pileta climatizada y una cama matrimonial en cada dormitorio,
y los varones intentan un acercamiento a las modelos (Pamela lo es, las
otras seis podrían serlo). El rating no espera.
La gente del mundo real que se propone reflejar El Bar 2 tiene
un estilo. El carnicero (Cristian) defiende el barrio Mataderos
en cada parlamento, y el destapador de cañerías (Marcelo)
se presenta con una sopapa en mano. Todos son extratelevisivos: los antecede
una vida, una familia, una ocupación y una reputación que
los amigos verbalizan. Nadie tuvo tanto sexo como él,
dicen de Lucho. Qué mejor que la casa sea apenas una continuación
de esas vidas que llevaban, un ámbito para que confronten y empiecen
a pelearse, como ya pasó con La Cumbre y los No Alineados en la
versión anterior. En definitiva, ése parece ser el destino
de El Bar: no dejarlos construirse para la tele sino pedirles
que sean extremos como fuera de la tele. El carnicero y la cheta comienzan
un diálogo. El misionero (Nicolás) se desconcierta
ante el clima de descontrol. Si algo tiene para ofrecer el reality de
Cuatro Cabezas es el encuentro entre mundos.
Pero en El Bar, se sabe, nadie debería creérsela
demasiado. Esta no es la experiencia del aprendizaje, ni el lugar para
crecer como ser humano. Todos tienen presente el recuerdo de los sketches
de Eduardo y los monólogos a cámara de Daniel, y entonces
algunos despliegan el show personal que los hará famosos. Pero
no los famosos repentinos que luego acceden a un programa propio (Marcelo
Corazza) o un espacio fijo en los programas de chimentos (Gastón
Trezeguet). Apenas la fama que los convertirá en el más
popular de la fiesta. En el bar, los palmearán en la espalda y
les dirán: Sos un capo. Tamir escribe en el hotel,
durante la previa los guiones que desplegará en la casa;
Marcelo (alias Francella) nunca interrumpe su numerito de capocómico
familiero y un poco desubicado. Todos hablan a cámara.
En su segunda edición, El Bar sabe que su punto fuerte
no es el rating (que siempre es menor al del Gran Hermano)
sino el bar verdadero, en un suburbio de San Isidro. Por eso, para que
corra dinero fresco, la facturación ahora forma parte de la competencia:
divididos en dos grupos deberán esforzarse para hacer más
ventas que el oponente. Si El Bar fue el más democrático
de los reality (podía verse las 24 horas por Cablevisión),
ahora esa posibilidad queda restringida a los abonados de la TV Satelital
(Sky). La crisis acecha, y hay que afinar las estrategias para lo que
nunca quisieron disimular: que el negocio sea rentable.
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