Por V. S. Naipaul
Cuando conocí al padre
Carlos Mugica en 1972 no sabía que era simpatizante de la guerrilla.
Estoy seguro de que Daniel, que me lo presentó, lo sabía
perfectamente. Daniel tenía muchas ganas de que yo conociera a
Mugica, pero la única referencia de él que me dio es que
era uno de los curas del Tercer Mundo y que provenía
de una familia de la clase alta. Daniel era un respetable empresario de
clase media y aun en esa época pensé que su interés
por la causa de Mugica resultaba un poco extraño. Eso mostraba
hasta qué punto, antes del regreso de Perón y de que las
cosas se pusieran realmente mal, las guerrillas operaban en 1972 dentro
de la sociedad, hasta qué punto también a pesar de
los perros de policía en las calles y de los policías con
ametralladoras en las esquinas contaban con la protección
de la gente.
Mugica gobernaba una iglesia en una villa miseria del barrio de Palermo.
(...) La villa miseria de Palermo, que no tenía más de quince
años, crecía a escondidas. Uno podía manejar por
las amplias y rumorosas avenidas sin verla. Estaba cerca del río
y era inesperadamente grande y sólida. No bien entraba en ella,
uno sentía que dejaba Buenos Aires. Los ocupantes eran indígenas
del extremo norte, Salta y Jujuy; Daniel me dijo que algunos venían
de Bolivia. Las sendas estaban sin pavimentar y eran fangosas. Las pequeñas
construcciones, bajas y estrechas, eran, sin embargo, de ladrillo; aquí
y allá asomaba un piso alto. Al caer la noche, la actividad y el
brillo suave de las luces hacía que no pareciera tan desagradable.
En la India, esta villa miseria argentina podría haber pasado por
el suburbio de un barrio comercial.
La iglesia de Mugica era una gran barraca de cemento sin calefacción.
No se veían emblemas religiosos ni nada que los recordara; tampoco
tenía nada de eclesiástica la división de los espacios.
Se ofrecía música argentina a través de un altoparlante;
ni siquiera en eso había la menor insinuación de Dios o
de religión. Mugica estaba en la barraca, y en buena medida parecía
parte de la misma producción. Era un hombre robusto, serio y ceñudo.
La campera de cuero negro le abultaba los brazos y el pecho. Su pelo era
fino y sus ojos iracundos. Daniel, que lo conocía de antes, tenía
con él una actitud condescendiente. Estaba quieto, de pie, los
ojos clavados en el gran hombre. A Mugica le encantaba que lo admiraran.
Sentí que había en él algo de actor y que para
probarse a sí mismo delante de Daniel andaba buscando pelea.
Muy pronto le di una razón. Le pregunté sobre los sacerdotes
del Tercer Mundo. Con alguna ironía, me dijo que también
daba la casualidad de que era peronista; entonces añadió,
dejando la ironía a un lado y ya con una cierta furia, que como
peronista no podía estar tan preocupado como alguna otra
gente por el crecimiento económico.
Le pregunté cuántas personas había en la villa. Con
su lenguaje oblicuo me respondió que por cada uno que se iba venían
dos. Lo insté a que me diera una cifra. Dijo que hasta hacía
pocos años era sólo cuarenta mil; ahora debían ser
como setenta mil (Daniel me había dicho 30 mil). Según Mugica,
debido a las torpezas del gobierno (Naipaul visitó la Argentina
entre abril y junio de 1972: el presidente militar era Alejandro A. Lanusse)
no había trabajo en el interior, y la gente emigraba del norte
por eso. Me asombré de que pudiera conciliar esos datos con su
rechazo, como peronista, de la idea del crecimiento económico.
Yo no quería discutir. En 1972, la Argentina era confusa para quienes
la visitaban, y yo no sabía qué significaba el peronismo.
Cuando expuse mi sorpresa, Mugica se puso furioso. Dijo que tenía
mejores cosas que hacer en vez de perder el tiempo hablando con un norteamericano.
Se volvió hacia Daniel y hacia mí, y tornando su furia en
una amabilidad muy de clase alta (como para mostrarnos lo que había
perdido), caminó hacia una aterrada familia boliviana, abrigada
con ponchos negros, que acababa de entrar en la barraca de cemento. Ningún
miembro de la familia debía medir más de metro y medio.
Mugica abrió los brazos y los estrujó a todos contra el
pecho de su campera de cuero.
Si yo hubiera sabido que Mugica tenía lazos con la guerrilla, podría
haberme acercado a él de otra manera. Pensé que ya había
llegado al final con este particular cura del Tercer Mundo. (...) Le dije
a Daniel que nos fuéramos. Parecía desconsolado. Estaba
más cerca de Mugica que de mí. Dijo que nos quedáramos
un rato más, para que yo tuviera ocasión de aclararle que
no era norteamericano. Pensé que si no actuaba como Daniel me pedía,
dañaría su imagen ante Mugica. Decidí esperar. Cuando
Mugica terminó con los bolivianos, ellos fueron a sentarse dócilmente
en un banco y se quedaron mirando el piso de cemento, mientras rezaban
en la pálida niebla.
Daniel me dijo: Ahora andá y explicale. Fui y le dije
a la espalda de la campera de cuero: Padre, no soy norteamericano.
El se volvió; estaba avergonzado. Sus ojos se suavizaron. Pero
cuando volvimos a hablar y le pregunté más sobre el peronismo,
sus modales iracundos regresaron. Me dijo: Sólo un argentino
puede entender qué es el peronismo. Peronistas no sólo
eran las personas de clase media que había conocido: también
los cabecitas de la villa eran peronistas. Puedo quedarme hablándole
aquí durante cinco años, y ni aun así entendería
usted qué es el peronismo.
Como él lo explicó, el peronismo abarcaba a la vez el maoísmo
y el castrismo. En la China de Mao le habían vuelto las espaldas
a la sociedad industrial y estaban más preocupados por el
desarrollo del espíritu humano. Lo mismo había sucedido
con el castrismo. El peronismo tenía un objetivo similar. El los
enumeró entonces, mientras los bolivianos de negro seguían
rezando en su capilla: la oligarquía, los militares y el imperialismo
norteamericano, que controlaba la economía argentina. Esos enemigos
estaban chupando el país hasta secarlo.
Mugica no tenía inconveniente en dar el salto desde su abstracto
concepto sobre el desarrollo del espíritu humano, que
le permitía disculpar cualquier cosa, a la idea del enemigo y a
la muy concreta idea del castigo físico. En eso era como un abogado
judío y peronista que había conocido, y que podía
clasificar a los enemigos del pueblo argentino de una manera casi aristotélica.
Son, fundamentalmente decía el abogado, el imperialismo
norteamericano y sus aliados nativos, la oligarquía, la burguesía
dependiente, el sionismo internacional y la izquierda cipaya. Por cipayos
quiero decir el Partido Comunista y socialismo en general. Mucha
gente tenía una lista de enemigos como ésa, y si uno ponía
unas cuantas listas juntas, casi todo el mundo en la Argentina terminaba
siendo enemigo de todo el mundo.
Una amiga de la mujer de Daniel tenía una lista racial. Una noche
mientras comíamos, me dijo: ¡Si tuviéramos un
poquito más de sangre nórdica, más gente de Europa,
no polacos, por supuesto! Si tan sólo tuviéramos más
ingleses, más alemanes, más holandeses, renovaríamos
y mejoraríamos la raza. En Buenos Aires y en Rosario tenemos una
raza que está bastante bien. Pero la gente del norte es puro indiaje,
no es nada linda. Todos son diminutos. Un horror. Esta clase de
mujeres figuraba en la lista de un hombre con remotos orígenes
irlandeses: uno de sus ancestros había llegado a comienzos del
siglo XIX como ovejero o excavador de zanjas. El descendiente no hablaba
sino español y enseñaba en una universidad de provincias.
No le quedaba duda sobre dónde estaba la raíz de las calamidades
argentinas. Un día, en la biblioteca, me citó en voz baja
una frase del presidente Roca conquistador del desierto, cuando
vio en Buenos Aires, a fines del siglo XIX, un cargamento de inmigrantes
italianos. Pobre país había dicho. Llegará
el triste día en que seamos gobernados por los hijos de esta gente.
Ahora, murmuró el improbable irlandés con acento penetrante,
ha llegado ese día. (...)
En la Argentina me dijo el dibujante Sábat en 1972
hay un prejuicio racial integral contra todos. Lo que estamos viendo aquí
ahora es una especie de delirio colectivo. Antes, aquí era fácil
ganar dinero. Lo que nos están diciendo es que cuando llegue la
revolución final, no se podrá comer ni un bife de chorizo.
El país de inmigrantes se fue atomizando, y la Argentina llegó
a ser tan invertebrada como la España que Ortega y Gasset describió
a comienzos de los 20. Ortega escribió que las personas dispares
se juntan no simplemente por el placer de vivir juntas sino para hacer
algo juntas en el futuro. Esa esperanza, tan necesaria en la formación
de un país de inmigrantes, se había evaporado, y en su lugar
había ahora desmoralización y profundo cinismo.
Un joven realizador al que conocí definió bien este cinismo.
Yo soy italiano, pero muchas de las cosas que me disgustan aquí
tienen que ver con los italianos: con ese costumbre de andar mirando lo
que pasa para sacar algún provecho. Es una actitud muy de clase
media. Supongo que uno se vuelve cínico cuando se sirve del propio
escepticismo para sacar provecho de las cosas. No ser cínico
es carecer también de una cierta protección: eso duele.
Jorge Luis Borges ha sentido ese dolor. Sus antepasados llegaron en tiempo
de la Colonia. Algunos lucharon contra los españoles en la guerra
de la Independencia y en las guerras civiles que la sucedieron. Borges
nació en 1899; tenía memorias infantiles de la edificación
de la nueva gran ciudad de Buenos Aires. Sus primeros poemas hablan sobre
sus antepasados y la creación del país. Cuando joven, fue
un patriota argentino y, según lo que me dijo en 1972, más
argentino aún que su padre. Fuimos educados en la veneración
de las cosas argentinas.
Pero entonces, cuando tenía 45 o 46 años, sobrevino la catástrofe
peronista, y el país arduamente creado empezó a desbaratarse.
Borges fue humillado: perdió su modesto empleo en una biblioteca
municipal. 20 años después, la guerrilla peronista se mostraba
activa y las calles estaban llenas de policías. Perón iba
a regresar. La única manera que Borges tenía de arreglárselas
ante este giro de la historia era ignorándolo. El nombre de Perón
es demasiado vil para ser usado en público, me dijo. En la
poesía, es mejor evitar ciertas palabras. Su obra era su
único consuelo. Vamos hacia un final como el de Troya.
(...)
Dos años después, en 1974, Mugica fue asesinado. En esa
época, Perón ya había regresado. Estaba viejo, a
punto de morir, enemistado con las guerrillas que lo habían ayudado
a volver. Hacia el final del peronismo, él y su terrible corte
habían traído saqueos y muertes, como veinte años
atrás. Por un día o dos, quizá por una semana, hubo
afiches que desplegaron el nombre del asesinado Mugica. Fue un notable
honor. Las paredes estaban tapizadas con nombres y slogans. Esas paredes
eran el equivalente visual de un incesante estruendo. Había demasiados
mártires entonces, demasiado enemigos; las causas revolucionarias
habían llegado a ser indescifrables.
Dos años más tarde, los militares volvieron. Arrancaron
los afiches, blanquearon las paredes y empezaron a matar guerrilleros.
En un año, los habían destruido. Las paredes limpias hablaban
de una generación desarraigada, y de gente educada que había
convertido, como el padre Mugica, sus altos ideales religiosos y políticos
en elementales ideas argentinas sobre el enemigo, y la tortura, y la sangre.
Traduc.: Tomás Eloy Martínez.
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