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El encuentro cercano con un cura del Tercer Mundo

En 1972, Naipaul hizo un
viaje por la Argentina, base de �El regreso de Eva Perón�. En 1992, Página/12 publicó un fragmento, bajo el título �Argentina: viviendo con crueldad�. Es una crónica de su encuentro con Carlos Mugica.

Villa: �Carlos Mugica gobernaba una iglesia en una villa miseria del barrio de Palermo. (...) No bien entraba en ella, uno sentía que dejaba Buenos Aires�.

Carlos Mugica a fines de 1972, junto a un Leonardo Favio de aspecto bien militante.

Por V. S. Naipaul

Cuando conocí al padre Carlos Mugica en 1972 no sabía que era simpatizante de la guerrilla. Estoy seguro de que Daniel, que me lo presentó, lo sabía perfectamente. Daniel tenía muchas ganas de que yo conociera a Mugica, pero la única referencia de él que me dio es que era “uno de los curas del Tercer Mundo” y que provenía de una familia de la clase alta. Daniel era un respetable empresario de clase media y aun en esa época pensé que su interés por la causa de Mugica resultaba un poco extraño. Eso mostraba hasta qué punto, antes del regreso de Perón y de que las cosas se pusieran realmente mal, las guerrillas operaban en 1972 dentro de la sociedad, hasta qué punto también –a pesar de los perros de policía en las calles y de los policías con ametralladoras en las esquinas– contaban con la protección de la gente.
Mugica gobernaba una iglesia en una villa miseria del barrio de Palermo. (...) La villa miseria de Palermo, que no tenía más de quince años, crecía a escondidas. Uno podía manejar por las amplias y rumorosas avenidas sin verla. Estaba cerca del río y era inesperadamente grande y sólida. No bien entraba en ella, uno sentía que dejaba Buenos Aires. Los ocupantes eran indígenas del extremo norte, Salta y Jujuy; Daniel me dijo que algunos venían de Bolivia. Las sendas estaban sin pavimentar y eran fangosas. Las pequeñas construcciones, bajas y estrechas, eran, sin embargo, de ladrillo; aquí y allá asomaba un piso alto. Al caer la noche, la actividad y el brillo suave de las luces hacía que no pareciera tan desagradable. En la India, esta villa miseria argentina podría haber pasado por el suburbio de un barrio comercial.
La iglesia de Mugica era una gran barraca de cemento sin calefacción. No se veían emblemas religiosos ni nada que los recordara; tampoco tenía nada de eclesiástica la división de los espacios. Se ofrecía música argentina a través de un altoparlante; ni siquiera en eso había la menor insinuación de Dios o de religión. Mugica estaba en la barraca, y en buena medida parecía parte de la misma producción. Era un hombre robusto, serio y ceñudo. La campera de cuero negro le abultaba los brazos y el pecho. Su pelo era fino y sus ojos iracundos. Daniel, que lo conocía de antes, tenía con él una actitud condescendiente. Estaba quieto, de pie, los ojos clavados en el gran hombre. A Mugica le encantaba que lo admiraran. Sentí que había en él algo de actor y que –para probarse a sí mismo delante de Daniel– andaba buscando pelea.
Muy pronto le di una razón. Le pregunté sobre los sacerdotes del Tercer Mundo. Con alguna ironía, me dijo que también “daba la casualidad” de que era peronista; entonces añadió, dejando la ironía a un lado y ya con una cierta furia, que como peronista no podía estar tan preocupado como “alguna otra gente” por el crecimiento económico.
Le pregunté cuántas personas había en la villa. Con su lenguaje oblicuo me respondió que por cada uno que se iba venían dos. Lo insté a que me diera una cifra. Dijo que hasta hacía pocos años era sólo cuarenta mil; ahora debían ser como setenta mil (Daniel me había dicho 30 mil). Según Mugica, debido a las torpezas del gobierno (Naipaul visitó la Argentina entre abril y junio de 1972: el presidente militar era Alejandro A. Lanusse) no había trabajo en el interior, y la gente emigraba del norte por eso. Me asombré de que pudiera conciliar esos datos con su rechazo, como peronista, de la idea del crecimiento económico. Yo no quería discutir. En 1972, la Argentina era confusa para quienes la visitaban, y yo no sabía qué significaba el peronismo.
Cuando expuse mi sorpresa, Mugica se puso furioso. Dijo que tenía mejores cosas que hacer en vez de perder el tiempo hablando con un “norteamericano”. Se volvió hacia Daniel y hacia mí, y tornando su furia en una amabilidad muy de clase alta (como para mostrarnos lo que había perdido), caminó hacia una aterrada familia boliviana, abrigada con ponchos negros, que acababa de entrar en la barraca de cemento. Ningún miembro de la familia debía medir más de metro y medio. Mugica abrió los brazos y los estrujó a todos contra el pecho de su campera de cuero.
Si yo hubiera sabido que Mugica tenía lazos con la guerrilla, podría haberme acercado a él de otra manera. Pensé que ya había llegado al final con este particular cura del Tercer Mundo. (...) Le dije a Daniel que nos fuéramos. Parecía desconsolado. Estaba más cerca de Mugica que de mí. Dijo que nos quedáramos un rato más, para que yo tuviera ocasión de aclararle que no era norteamericano. Pensé que si no actuaba como Daniel me pedía, dañaría su imagen ante Mugica. Decidí esperar. Cuando Mugica terminó con los bolivianos, ellos fueron a sentarse dócilmente en un banco y se quedaron mirando el piso de cemento, mientras rezaban en la pálida niebla.
Daniel me dijo: “Ahora andá y explicale”. Fui y le dije a la espalda de la campera de cuero: “Padre, no soy norteamericano”. El se volvió; estaba avergonzado. Sus ojos se suavizaron. Pero cuando volvimos a hablar y le pregunté más sobre el peronismo, sus modales iracundos regresaron. Me dijo: “Sólo un argentino puede entender qué es el peronismo”. Peronistas no sólo eran las personas de clase media que había conocido: también los cabecitas de la villa eran peronistas. “Puedo quedarme hablándole aquí durante cinco años, y ni aun así entendería usted qué es el peronismo.”
Como él lo explicó, el peronismo abarcaba a la vez el maoísmo y el castrismo. En la China de Mao le habían vuelto las espaldas a la sociedad industrial y estaban más preocupados por “el desarrollo del espíritu humano”. Lo mismo había sucedido con el castrismo. El peronismo tenía un objetivo similar. El los enumeró entonces, mientras los bolivianos de negro seguían rezando en su capilla: la oligarquía, los militares y el imperialismo norteamericano, que controlaba la economía argentina. Esos enemigos estaban chupando el país hasta secarlo.
Mugica no tenía inconveniente en dar el salto desde su abstracto concepto sobre el “desarrollo del espíritu humano”, que le permitía disculpar cualquier cosa, a la idea del enemigo y a la muy concreta idea del castigo físico. En eso era como un abogado judío y peronista que había conocido, y que podía clasificar a los enemigos del pueblo argentino de una manera casi aristotélica. “Son, fundamentalmente –decía el abogado–, el imperialismo norteamericano y sus aliados nativos, la oligarquía, la burguesía dependiente, el sionismo internacional y la izquierda cipaya. Por cipayos quiero decir el Partido Comunista y socialismo en general.” Mucha gente tenía una lista de enemigos como ésa, y si uno ponía unas cuantas listas juntas, casi todo el mundo en la Argentina terminaba siendo enemigo de todo el mundo.
Una amiga de la mujer de Daniel tenía una lista racial. Una noche mientras comíamos, me dijo: “¡Si tuviéramos un poquito más de sangre nórdica, más gente de Europa, no polacos, por supuesto! Si tan sólo tuviéramos más ingleses, más alemanes, más holandeses, renovaríamos y mejoraríamos la raza. En Buenos Aires y en Rosario tenemos una raza que está bastante bien. Pero la gente del norte es puro indiaje, no es nada linda. Todos son diminutos. Un horror”. Esta clase de mujeres figuraba en la lista de un hombre con remotos orígenes irlandeses: uno de sus ancestros había llegado a comienzos del siglo XIX como ovejero o excavador de zanjas. El descendiente no hablaba sino español y enseñaba en una universidad de provincias. No le quedaba duda sobre dónde estaba la raíz de las calamidades argentinas. Un día, en la biblioteca, me citó en voz baja una frase del presidente Roca –conquistador del desierto–, cuando vio en Buenos Aires, a fines del siglo XIX, un cargamento de inmigrantes italianos. “Pobre país –había dicho–. Llegará el triste día en que seamos gobernados por los hijos de esta gente.” Ahora, murmuró el improbable irlandés con acento penetrante, ha llegado ese día. (...)
“En la Argentina –me dijo el dibujante Sábat en 1972– hay un prejuicio racial integral contra todos. Lo que estamos viendo aquí ahora es una especie de delirio colectivo. Antes, aquí era fácil ganar dinero. Lo que nos están diciendo es que cuando llegue la revolución final, no se podrá comer ni un bife de chorizo.”
El país de inmigrantes se fue atomizando, y la Argentina llegó a ser tan invertebrada como la España que Ortega y Gasset describió a comienzos de los ‘20. Ortega escribió que las personas dispares se juntan no simplemente por el placer de vivir juntas sino para hacer algo juntas en el futuro. Esa esperanza, tan necesaria en la formación de un país de inmigrantes, se había evaporado, y en su lugar había ahora desmoralización y profundo cinismo.
Un joven realizador al que conocí definió bien este cinismo. “Yo soy italiano, pero muchas de las cosas que me disgustan aquí tienen que ver con los italianos: con ese costumbre de andar mirando lo que pasa para sacar algún provecho. Es una actitud muy de clase media. Supongo que uno se vuelve cínico cuando se sirve del propio escepticismo para sacar provecho de las cosas.” No ser cínico es carecer también de una cierta protección: eso duele. Jorge Luis Borges ha sentido ese dolor. Sus antepasados llegaron en tiempo de la Colonia. Algunos lucharon contra los españoles en la guerra de la Independencia y en las guerras civiles que la sucedieron. Borges nació en 1899; tenía memorias infantiles de la edificación de la nueva gran ciudad de Buenos Aires. Sus primeros poemas hablan sobre sus antepasados y la creación del país. Cuando joven, fue un patriota argentino y, según lo que me dijo en 1972, más argentino aún que su padre. “Fuimos educados en la veneración de las cosas argentinas.”
Pero entonces, cuando tenía 45 o 46 años, sobrevino la catástrofe peronista, y el país arduamente creado empezó a desbaratarse. Borges fue humillado: perdió su modesto empleo en una biblioteca municipal. 20 años después, la guerrilla peronista se mostraba activa y las calles estaban llenas de policías. Perón iba a regresar. La única manera que Borges tenía de arreglárselas ante este giro de la historia era ignorándolo. El nombre de Perón es demasiado vil para ser usado en público, me dijo. “En la poesía, es mejor evitar ciertas palabras.” Su obra era su único consuelo. “Vamos hacia un final como el de Troya.” (...)
Dos años después, en 1974, Mugica fue asesinado. En esa época, Perón ya había regresado. Estaba viejo, a punto de morir, enemistado con las guerrillas que lo habían ayudado a volver. Hacia el final del peronismo, él y su terrible corte habían traído saqueos y muertes, como veinte años atrás. Por un día o dos, quizá por una semana, hubo afiches que desplegaron el nombre del asesinado Mugica. Fue un notable honor. Las paredes estaban tapizadas con nombres y slogans. Esas paredes eran el equivalente visual de un incesante estruendo. Había demasiados mártires entonces, demasiado enemigos; las causas revolucionarias habían llegado a ser indescifrables.
Dos años más tarde, los militares volvieron. Arrancaron los afiches, blanquearon las paredes y empezaron a matar guerrilleros. En un año, los habían destruido. Las paredes limpias hablaban de una generación desarraigada, y de gente educada que había convertido, como el padre Mugica, sus altos ideales religiosos y políticos en elementales ideas argentinas sobre el enemigo, y la tortura, y la sangre.

Traduc.: Tomás Eloy Martínez.

 

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