Por Eduardo Febbro
Desde
Pedhawar
El presidente paquistaní
Pervez Musharraf pasó un día feliz. Ayer se cumplieron dos
años de su golpe de Estado y el calendario coincidió con
el primer viernes después del inicio de las represalias norteamericanas
en Afganistán. Los tres movimientos radicales islamistas del país
decretaron una huelga general y convocaron a una serie de manifestaciones
para protestar contra la política de alineamiento con Washington
adoptada por Musharraf. La coincidencia de las dos fechas era tanto más
simbólica cuanto que el viernes es el día de la semana más
importante para los musulmanes. La plegaria de los viernes reúne
a los fieles de manera masiva en las mezquitas y los grupos fundamentalistas
esperaban realizar un golpe político sacando a la calle un considerable
número de personas. Lejos de alcanzar el eco esperado, las manifestaciones
fueron un pálido reflejo de la emoción que suscitó
en los medios religiosos de Pakistán el operativo militar norteamericano.
En Islamabad, Karachi, Lahore, Quetta o Peshawar los movimientos callejeros
estuvieron marcados por una afluencia mínima que, según
los analistas locales, señala un agotamiento del poder de convocatoria
de los islamistas. Karachi concentró el mayor número de
manifestantes con unas 20.000 personas que salieron a la calle, quemaron
algunos autos, un fast food y la sede de un banco paquistaní. Fuera
de Karachi y sus 12 millones de habitantes, la única potencia de
las protestas estuvo en boca de los líderes religiosos que atacaron
con virulencia a sus tres principales enemigos: el presidente norteamericano
George Bush, el primer ministro británico Tony Blair y el presidente
Musharraf. En la ciudad fronteriza de Peshawar, considerada como la
puerta de Afganistán, apenas 3000 personas se dieron cita
en la mezquita del barrio de Sel. A lo largo de casi tres horas, los manifestantes
volvieron a entonar el repertorio de canciones, amenazas e insultos que
caracteriza cada una de sus acciones en la calle. Rara vez se oyeron pronunciamientos
tan violentos, tanto más cuanto que los jefes religiosos mantuvieron
en vilo a la muchedumbre pronunciando extensos discursos en el interior
mismo de la mezquita. Bush tiene la boca llena de caca, Cada
musulmán del mundo tiene la obligación de defender con su
vida el Islam, Bush perro, Tony Blair terrorista, fueron
algunos de los improperios más suaves que se escucharon adentro
de la mezquita. Por momentos, la virulencia del discurso religioso era
tal que los oradores perdían la voz llamando a los musulmanes a
participar en la guerra santa contra los infieles occidentales.
Por curioso que resulte, la mezquita, considerada como uno de los lugares
santos del Islam, fue el teatro de constantes llamados a la guerra santa
y a la destrucción de todos los emblemas de Occidente.
Nunca como ayer las contradicciones de los movimientos islamistas estuvieron
tan bien reflejadas en la calle. Mientras los líderes religiosos
incitaban a los manifestantes a asumir la venganza contra el imperio
del gran Satán, en el seno mismo de la manifestación
el servicio de seguridad de los islamistas imponía una conducta
pacifica impidiendo a garrotazos que la multitud se enfrentara
a la policía o atacara a la prensa occidental. Esta actitud del
aparato fundamentalista contrasta con otras marchas de protesta donde
los desbordes constituían una dimensión política
de las manifestaciones. Las expresiones de repudio parecían reducidas
a un nivel casi folklórico. Escuchando a los manifestantes y los
discursos de los mollah cualquiera hubiese tenido la impresión
de que una guerra de civilizaciones estaba en gestación,
de que cada persona iba aresponder ahí mismo el llamado de la Jihad.
Un puñado de imágenes traducen perfectamente los límites
colectivos de la influencia islamista.
Cada vez que hay protestas contra Estados Unidos, las calles se llenan
de vendedores ambulantes que ofrecen por un dólar y medio camisetas
impresas con la foto de Bin Laden o el mapa de Afganistán. Bin
Laden, el gran mujaidín del Islam. La guerra santa es su misión,
rezan las inscripciones de las camisetas en cuyos cuellos, bordada en
vivos colores, la insignia de la marca Nike viene a recordar que nada
es tan simple ni tampoco tan radical. El gran Satán de Occidente
sabe convivir con el otro Gran Satán del Islam cuya
búsqueda desencadenó el primer bombardeo masivo del siglo
XXI. Cuando se le preguntó a uno de los chicos que venden esas
camisetas con la figura de quienes muchos consideran como el Subcomandante
Marcos o el Che Guevara del Islam qué representaba Bin Laden
para él, con una sonrisa fresca y espontánea el niño
respondió: nada. Los adultos que estaban a su alrededor
gritando Bin Laden talibán, Bin Laden talibán,
no apreciaron su franqueza y empezaron a zamarrearlo del brazo. Hondamente
confundido, con los ojos llenos de medio, el chico se puso a repetir las
frases que los adultos le dictaban. Bin Laden es un héroe
del Islam, lo llevo en mi corazón y voy a dar hasta la última
gota de mi sangre para defenderlo. Varios observadores pakistaníes
destacaban ayer que la actitud de los jefes religiosos, antes que un agotamiento
de su influencia traduce un pacto con el Presidente Musharraf.
Musharraf le muestra a los norteamericanos que si va más lejos
de lo necesario, todo el país sale a la calle. Los islamistas,
a su vez, encuentran una tribuna internacional y aparecen como el factor
clave de la estabilidad nacional.
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