DEMOCRACIAS
Con aviones invisibles, misiles que pueden viajar de
un envión desde Jujuy a Buenos Aires y acertar en el Obelisco,
bombas de dos toneladas y medio de peso que cavan hoyos de quinientos
metros de profundidad, entre otros muchos recursos de las más
temibles fuerzas aeronavales del mundo, Estados Unidos sigue machacando
y asolando la tierra yerma de Afganistán, cuya superficie
total equivale a dos veces la de la provincia de Buenos Aires. Los
pobladores con dinero, menos de un tercio del total, pagan sobornos
para cruzar las fronteras, mientras que los pobres, la mayoría,
están condenados a morir de muerte ajena. El país
entero vive en furia y espanto, adobado con ignorancia (siete de
cada diez son analfabetos) y manipulación religiosa, después
de pasar en el último cuarto de siglo de una monarquía
medieval a un régimen teocrático, con catorce años
de esa transición bajo un gobierno prosoviético y
en el centro de un conflicto de baja intensidad entre
los dos protagonistas centrales de la Guerra Fría.
Nunca tuvieron la oportunidad de la democracia, pero si la tuvieran
al alcance de la mano, quién sabe si la aceptarían.
Los creyentes del Islam y la democracia capitalista mantienen un
abanico de relaciones que va desde el rechazo absoluto hasta la
aceptación parcial. El carozo de las diferencias filosóficas
radica en la noción de soberanía: es del pueblo en
la teoría de la democracia, en tanto para el Islam pertenece
en exclusividad a la potestad de Alá (y sus voceros terrenales,
claro). Los que parecen dispuestos a aceptarla, no obstante su origen
occidental, la reconocen como un sistema neutro que podría
adaptarse sin ningún riesgo para la propia identidad. Estos
son una minoría ilustrada y en las actuales circunstancias
muy pocos se animarían a pronosticar su futuro en el mediano
plazo. En Occidente tampoco las posiciones son unívocas:
algunos creen que la letra con sangre entra, al estilo del bloqueo
que atormenta a Cuba; otros confían en la batalla de ideas
que provocará la rebelión del pueblo seducido por
el deseo de ingresar a la modernidad, pero la tendencia predominante
favorece la protección de los regímenes que resguardan
los intereses de las potencias, en primer lugar sus necesidades
petroleras. No olvidan los riesgos del nacionalismo al estilo Nasser
ni la crisis de abastecimiento manejada por la OPEP en 1973. Menos
filosofía y más plata en mano.
Los ataques terroristas de hace un mes están fundados, en
última instancia, en la perversa convicción de que
se puede detener la historia, incluso hacerla retroceder, a pura
fuerza de voluntad. Osama bin Laden quiere vengar la expulsión
de los moros de Andalucía, así como Francis Fukuyama
pretende que el actual orden mundial es la estación terminal
del proceso evolutivo de la humanidad. Ante la terrible imagen de
su vulnerabilidad, la mayor democracia capitalista quedó
atrapada por la furia y el espanto, lo mismo que el pueblo ignorante
y fanatizado de Afganistán, cediendo la razón a la
misma lógica de amigo-enemigo que pregonan sus atacantes.
Desde ese mirador, la guerra de exterminio pasa a ser en su imaginario
la única respuesta debida, porque su cultura no puede aceptar
la conducta de aquellos esclavos que, obedeciendo a sus Amos,
hacen de sus cuerpos proyectiles vivos, instrumentos de muerte,
una característica de las guerras de hoy según escribió
el socialista italiano Norberto Bobbio en febrero de 1998 (El Rodaballo,
Nº 13/01). Aparte de las vidas y los bienes ya sacrificados,
la democracia estadounidense, con sus doscientos años de
antigüedad, está cediendo espacios de libertad y derechos
civiles a la lógica del terror.
Entre los bienes culturales anulados ya figura la libertad de prensa,
empezando por la televisión estadounidense que se amputó
voluntariamenteen nombre de la seguridad nacional, con el beneplácito
de la mayoría de los ciudadanos, tan ateridos de inseguridad
que presienten hasta en la correspondencia privada nuevos mensajeros
de muerte. Así de frágiles son los poderes de la democracia
y la libertad cuando los pueblos retroceden ante un enemigo inasible,
inalcanzable en apariencia y dispuesto a todo. Las sociedades llagadas
por el terrorismo de Estado, como la argentina, pueden entender
el pánico justificado y la paranoia generalizada que paralizan
las conciencias, pero también saben del precio trágico
de ese abandono, que al final pagan todos. Hoy en día, cuando
los argentinos quieren comprender la raíz de los males que
agobian a la mayoría, tienen que retroceder varias décadas
en busca de la ruta extraviada. Un punto de referencia de esa búsqueda
está ubicado veinticinco años atrás, cuando
la democracia, dirigentes y ciudadanos, le abrió paso al
poder de la fuerza bruta, en un intento de terminar de un solo golpe
con un gobierno mezquino y narcisista, sin autoridad ni talento,
en el que hizo nido el terrorismo mafioso, patético prólogo
de lo que vendría después. La impaciencia con la democracia
malversada y la delegación al vacío de las responsabilidades
cívicas nunca han sido una solución sino partes del
problema, que terminan agravándolo.
En una recurrencia estremecedora, la historia pone a prueba una
y otra vez la fortaleza de las convicciones. ¿Es posible
la democracia sin partidos? ¿Hay otra opción, que
no sea peor, para sustituir a la democracia? En ambos casos, por
muy tentadoras que parezcan las ofertas, las respuestas son negativas.
El mundo está revuelto hasta la exasperación desde
antes de la supuesta primera guerra del siglo XXI. Los
espacios privados y públicos han perdido sus contornos; el
Estado-nación, su sentido y las luchas entre ricos y pobres,
entre el Norte y el Sur de la geografía planetaria, abandonaron
las directrices tradicionales. Ni siquiera la clásica distinción
entre izquierda y derecha permanece íntegra, absorbida por
un espacio de centro donde las diferencias se diluyen y los discursos
se vuelven únicos. La ignorada campaña electoral que
precedió a la votación de mañana es un buen
ejemplo de ese deslizamiento a la uniformidad, sobresaltada de tanto
en tanto por alguna minoría ilustrada o bullanguera. Al mismo
tiempo, las dimensiones de la depresión económica
y de la decadencia político-institucional son tan abrumadoras
que pocos pueden mucho más que defenderse, sin la energía
ni la claridad suficientes para pasar a la ofensiva.
En ese cuadro, la renovación legislativa que decidirá
el voto de mañana no dará vuelta el guante de la realidad
nacional y a partir del lunes quedará abierto el camino hacia
el horizonte luminoso del progreso y el bienestar. Las nieblas son
demasiado espesas para despejarlas de un solo soplido, de modo que
tanto los votos positivos como los abstencionistas serán
obligados por igual, al día siguiente, a retomar el compromiso
con el destino colectivo, única vía para encontrar
respuestas adecuadas a las suertes individuales. Hay demasiado en
juego para conformarse con alzar los hombros y seguir de largo,
ni tampoco para conformarse con desahogar la bronca o el resentimiento.
El mensaje debería ser tan contundente y tan unívoco
que alcance para quitar parte del sustento a los fundamentalistas
de mercado y para eso no alcanza con castigar al Gobierno, aunque
bien se lo ha ganado, sino que debe quedar en claro que el rechazo
alcanza a los personeros del llamado modelo, en cuyo
nombre se han logrado los peores deméritos: el desempleo,
la deuda pública, el riesgo-país, las tasas de interés
y todo el resto acumulado sobre las espaldas de los más débiles.
La ambición tiene que llegar lo más lejos posible:
Nuestra tarea política no es simplemente resistir a
estos procesos sino reorganizarlos y redirigirlos hacia nuevos fines.
Las fuerzas creativas de la multitud en las que se sostiene el Imperio
son capaces de construir autónomamente un Contraimperio,
una organización política alternativa de los flujos
eintercambios globales (Empire, de M. Hardt y A. Negri, Harvard
University Press, 03/00). En un plano más estricto, hay que
seguir intentando sostener la diferencia entre derecha e izquierda,
porque como bien señalaron Bobbio y el británico Perry
Anderson, existe la posibilidad de que las agudas tensiones
internacionales de nuestro presente puedan crear las precondiciones
para un nuevo programa de reconstrucción social, en el que
el socialismo no será tanto sucedido por otro movimiento
como redimido en su propio derecho, como un programa para un mundo
más igual y habitable. Es hora de recuperar las ilusiones
que se creyeron perdidas, porque fuera de ellas todo es peor y las
urnas pueden ser un buen lugar para enamorarlas de nuevo.
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