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De cómo usar unas
palabras por otras

Por Juan Gelman

El 2 de octubre último –exactamente tres semanas después de los sangrientos atentados en Estados Unidos– The New York Times publicó en primera página el siguiente trascendido: antes del 11 de setiembre, Washington planeaba apoyar el establecimiento del Estado palestino y promover un encuentro Bush-Arafat con ese fin. No está claro si el plan existía en realidad, pero el propio Bush le dio visos de realidad cuando declaró el mismo día que “la idea de un Estado palestino siempre formó parte de una visión, a condición de que se respete el derecho a la existencia de Israel”. Lo claro es que se trataba de una táctica –exitosa hasta el momento– destinada a lograr el sostén de los sistemas, gobiernos y regímenes islámicos y árabes moderados y aun dictatoriales a la guerra decretada por la Casa Blanca. Así dejaba Bush a un lado su pretensión primera de que los ataques terroristas nada tenían que ver con la política estadounidense en Medio Oriente.
La afirmación presidencial encrespó al American Israel Public Affairs Committee (AIPAC), el lobby pro-israelí más poderoso del Capitolio, y a dirigentes de la comunidad judía. “Esta es una política muy miope y errónea... Significa que si se ataca a EE.UU., algo se obtiene. Es el mensaje equivocado en el momento equivocado”, aseveró Mortimer Zuckerman, presidente de la Conferencia de Presidentes de las principales organizaciones judeo-estadounidenses. “Los que instan al presidente a encontrarse con Yasser Arafat... y a apoyar un Estado palestino están socavando la guerra contra el terrorismo”, se preocupó la AIPAC. Nótese el eufemismo: “los que instan al presidente” en lugar de “el presidente”.
También Sharon se enojó con su aliado íntimo. El jueves 4 caía en el mar Negro un avión que había partido de Tel Aviv con destino a Siberia y el primer ministro israelí se apresuró a considerar el hecho un atentado terrorista. Convocó a radios y canales de TV para leer –en las horas de mayor audiencia– un discurso de su mano, haciendo caso omiso de la noticia de último momento de que el avión había sido derribado por un misil ucraniano. Dirigiéndose a “las democracias occidentales encabezadas por Estados Unidos”, calificó a Arafat de “hermano gemelo de Bin Laden” y comparó la situación de Israel con la de Checoslovaquia en 1938, es decir, Bush sería el nuevo Chamberlain a punto de entregar a Israel para apaciguar al mundo árabe. La comparación tiene algunas fallitas: en 1938 la Alemania nazi era una gran potencia militar que invadió un país pequeño y casi inerme; en Israel la situación es exactamente inversa a la checa. Y luego, Checoslovaquia no estaba ocupada por los alemanes, como hoy los territorios palestinos por los israelíes.
Bush afirma que la guerra que desató es justa, pero ante todo es ilegal. Viola la Carta de las Naciones Unidas, aunque Washington alegó ante el Consejo de Seguridad del organismo mundial que se ampara en el derecho a la autodefensa que le confiere su artículo 51. Dicho artículo, sin embargo, establece que el derecho a rechazar un ataque o prevenirlo es una “medida temporal” que no incluye el derecho a represalias cuando el ataque ha cesado. Pero Bush habla de una guerra prolongada. El Consejo de Seguridad de la ONU ha aprobado dos resoluciones condenando los atentados y estableciendo disposiciones para combatir el terrorismo, pero ninguna concede a nadie el uso de la fuerza militar. Como señala el jurista canadiense Michael Mandel, Estados Unidos y Gran Bretaña bombardean sin autorización del Consejo de Seguridad y los civiles afganos que ya están muriendo “son víctimas de un crimen de lesa humanidad, exactamente igual que las víctimas del 11 de setiembre”. Su colega Anthony Scrivener, ex presidente del Colegio de Abogados británico, destaca por su parte que en el documento sobre la autoría de los atentados Washington reconoce francamente que “no presenta un caso contra Osama Bin Laden susceptible de sustanciarse en un tribunal”. El jurista inglés agrega que no deja de sercuriosa “la idea de que se requieren mejores evidencias para juzgar a un ratero de tiendas que las necesarias para comenzar una guerra mundial”.
Las simetrías de Bush y Bin Laden son evidentes. “O están con nosotros o están con los terroristas”, dice el primero. “El mundo está dividido en dos partes, la parte de los creyentes y la parte de los infieles”, espeja el último. Ambos manifiestan un repentino interés por los palestinos, que estuvo mucho tiempo ausente de sus preocupaciones. Bin Laden amenaza con que los estadounidenses no tendrán paz mientras no la tengan los palestinos, pero a este millonario fundamentalista lo mueve mucho más la obsesión de derrocar a la monarquía saudí e instalar en su país natal una teocracia islámica pura que envidiarían los ayatolas de Irán. Debe saberlo el muy enfermo rey Fahd de Arabia Saudita, quien –según buenas fuentes– abandonó el país para recluirse en Ginebra tras los muros de alguna mansión registrada a nombre de alguno de sus socios europeos.
Cabe reconocer que Bush sobresale en este ejercicio de usar unas palabras por otras. Dice que no está contra el pueblo afgano, pero difícilmente le creerán los centenares de miles de refugiados que se amontonan en la frontera con Pakistán aun antes de los bombardeos: la guerra contra Bin Laden ya es una guerra contra Afganistán. Bush dice que no está contra el mundo árabe, algo de lo que no se enterará el millón de iraquíes que han muerto por el bloqueo y por los bombardeos casi diarios sobre Irak. Bush dice que lanzó esta guerra para garantizar la seguridad de Estados Unidos y hasta la del llamado “mundo libre”, pero lo más probable es que acentúe el peligro terrorista, para no hablar de las restricciones a las libertades civiles del “mundo libre”. ¿Qué hay debajo, entonces, de esas palabras? ¿El designio de un reordenamiento brutal –como todos los del capitalismo– de la globalización en crisis? ¿De ahí la necesidad de “terminar la guerra contra Irak”, como no se cansa de proclamar el subsecretario de Defensa yanqui Paul Wolfowitz, y de extenderla a Líbano, Filipinas, Indonesia, como se debate en el Pentágono? ¿Se persigue un nuevo diseño del poder mundial, con beneficios colaterales –gas natural, petróleo– para Bush padre? Se entiende la ira de los estadounidenses, pero Washington es frío. No lo excita la venganza.

 

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