Por Gabriel Alejandro
Uriarte
Enviado
especial a Washington D.C.
Una queja muy oída en
Washington luego del pánico desatado el viernes por los últimos
ataques con ántrax es que los medios son manipulados por el gobierno.
Esto es cierto, pero no de la forma en la que se cree. La censura, o más
bien desinformación, no proviene de una orden directa del gobierno,
sino de una reacción en cadena que sólo se origina de él.
Y esta desinformación no resulta de la omisión de información
clave, sino de su camuflaje entre datos menores o irrelevantes. Leyendo
las ediciones del miércoles y jueves del New York Times y el Washington
Post, por ejemplo, era perfectamente posible deducir que Estados Unidos
ya había sufrido un ataque bioterrorista en Florida, y que posiblemente
habría otros en el futuro cercano. Pero llegar a esa hipótesis
requería leer con cuidado notas bastante largas en las que los
datos más importantes estaban colocados literalmente al final de
párrafos tales como el 16 y 25 (en el caso del Washingon Post).
Sería tranquilizador pensar que todo es deliberado. Supondría
que los medios saben la verdad pero la mantienen oculta. Pero todo indica
que su negligencia ha sido sincera. Es lo peor del asunto.
¿Dónde comienza la reacción en cadena cuyo producto
final es la desinformación? En el mismo lugar donde comienza la
cobertura de los diarios y la televisión: las fuentes anónimas
del gobierno y los expertos de think-tanks y universidades. Los diarios
norteamericanos dependen casi exclusivamente de ellos. En teoría,
las filtraciones del gobierno se contrapesan con las opiniones de los
expertos, pero en los hechos la distinción entre los dos grupos
es por lo menos difusa. Los think-tanks reciben el dinero que les permite
operar de diferentes ramas del gobierno, o bien de corporaciones que apoyan
a diferentes ramas del gobierno. El Heritage Foundation, por ejemplo,
tiene un gran patrocinador en las compañías que operan en
China. Esas compañías se toman el trabajo de pedirles y
pagarles estudios porque están librando duras campañas de
lobby sobre el tema. Por lo tanto, los estudios del Brookings apoyan invariablemente
la apertura comercial con China, atacando a quienes piden que sea tratado
como el enemigo número uno de Estados Unidos. El secretario de
Defensa Donald Rumsfeld tiene un think-tank personal con el Center for
Strategic and Budgetary Assesments de su amigo Andrew Krepinevich, mientras
que su rival, el secretario de Estado Colin Powell cuenta con la mucho
más reputada Brookings Institution, que de hecho opera merced a
enormes contribuciones de las petroleras y donde trabajaba su principal
asesor, Richard Haas. No es raro entonces que Powell y Haas estén
muy en contra de las sanciones económicas contra Irak (que excluyen
a las petroleras norteamericanas de invertir allí), y muy en contra
ahora de presionar demasiado a Arabia Saudita para que colabore de lleno
con la ofensiva contra Afganistán. Las instituciones menos obviamente
parciales, el RAND o el CSIS (donde trabaja Edward Luttwak, entre otros),
lo son al costo de ser vagos en sus recomendaciones. Así, los medios
no disponen de ningún contrapeso real a lo que dice Washington,
ya que los expertos son de una forma u otra extensiones del gobierno.
Es cierto que hablar de Washington y el gobierno
supone algo unitario, cuando en realidad es una jungla de instituciones
enfrentadas. Estos enfrentamientos son el otro gran pilar de la cobertura
de los medios, ya que cada institución (el Pentágono, por
ejemplo, o el Departamento de Estado) filtra información para dañar
al otro. Si uno miente, el otro lo desmiente. Pero, de nuevo, el contrapeso
no es tal, ya que es perfectamente posible manufacturar estos enfrentamientos
parabeneficio de los medios. Ya se hizo. La famosa confrontación
entre el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz y Colin Powell no parece
ser más que un juego de policía bueno y policía malo
armado por el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. El policía
malo, Wolfowitz, quería atacar a todos los patrocinadores del terrorismo
en el Medio Oriente, incluyendo Irak, mientras que el policía bueno,
Rumsfeld, quería limitar el primer paso a Afganistán. En
realidad, ni Wolfowitz ni Rumsfeld pueden creer que un ataque contra ambos
países es factible en momentos cuando el despliegue militar apenas
basta para atacar al más débil de ellos. Sin embargo, hace
que el bombardeo lanzado el domingo parezca ser el mal menor, lo que hace
que los medios más o menos palomas, tales como el New
York Times, lo apoyen como extensión de su respaldo al moderado
Powell.
Todas estas tácticas fueron usadas por el gobierno para minimizar
la crisis del ántrax. La manipulación de expertos, primero.
Consultados insistentemente tras cada nuevo caso de infección,
los diferentes analistas especializados en bioterrorismo enfatizaron que
era muy difícil desarrollar ántrax de suficiente potencia
para ser usado en armas biológicas. Lo que no decían, y
los medios omitían mencionarles, es que este ántrax del
que estaban hablando era el tipo más potente posible, capaz de
matar a miles de personas en un solo ataque. No estaban hablando del sórdido
ántrax de laboratorio usado en los últimos ataques, ántrax
que sólo podía (y pudo) matar personas en números
de un dígito. Era un dato importante en la medida que el pánico
del viernes en Nueva York y Washington ocurrió porque nadie tenía
deseos de estar incluido en ese número. Al mismo tiempo, estos
expertos sólo hablaban con los medios de mayor difusión,
la CNN o el Washington Post, sin contestar de ninguna forma a otros menos
importantes, tales como Página/12. Al mismo tiempo, Bush dio instrucciones
a su gabinete de castigar duramente cualquier filtración Rumsfeld,
sin ir más lejos, amenazó a sus subordinados con enjuiciarlos,
lo que aseguró que ninguna agencia iría a los diarios o
la televisión para contradecir a la otra. Se garantizaba la unanimidad,
y se quitaba el otro gran contrapeso del que disponía la prensa.
Hasta anteayer, el resultado era todo lo que el gobierno podía
desear: nadie estaba demasiado alterado, o siquiera consciente, de que
una persona o un grupo estaba enviando cartas con la bacteria ántrax,
que ya había matado a una persona en Florida.
La situación se revirtió de la forma más drástica
el viernes por la sencilla razón de que los medios pasaron a ser
el grupo más amenazado. Por primera vez insistieron sobre el ántrax
de bajo poder que estaba siendo empleado, o notaron con escepticismo
que el fiscal general John Ashcroft sólo decía que no había
evidencia conclusiva (pero probablemente sí de la otra)
de que estos ataques eran parte de una contra-represalia de Osama bin
Laden. Con sus oficinas de correo clausuradas y algunos de sus edificios
evacuados, la prensa norteamericana ya no podía darse el lujo de
la negligencia.
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