Por Alejandra Dandan
Daniel es un tipo de pocas pulgas,
es decir, sólo tiene pulgas cuando alguien se las deja en casa.
Y eso ha ocurrido recientemente. Cuando lo supo, buscó un lugar
para quejarse. Ante los Tribunales Arbitrales acusó a una mueblería
por no venderle sillones sino bombas bacteriológicas.
Su caso forma ahora parte de los expedientes cerrados en el Sistema de
Arbitraje de Consumo de la Secretaría de Defensa de la Competencia
y el Consumidor de la Nación, uno los organismos que atiende reclamos
de ciudadanos en su papel de consumidores. El caso de las pulgas es parte
de una franja en aumento que da cuenta de un cambio cualitativo en el
tipo y modo de reclamos. Son quejas insólitas o casos raros. Son
parte de una nueva cultura: la de quienes se quejan sin vocación
de un resarcimiento económico. Esta es una de las claves en quejas
tan disparatadas como un reclamo contra a una agencia matrimonial o por
un implante mal hecho de prótesis peneana.
Olga Azcona no tiene idea de las estadísticas ni de los datos de
todos los que han decidido un día entrar a alguno de estos extraños
tribunales. La mujer es una jubilada y nunca pensó que un paquete
de galletas podía llevarle tanto trámite. Su periplo empezó
con un único pecado: sospechó sobre el peso mencionado en
un envase. Para cotejar los números pesó las galletitas.
La prueba fue fatal y no sólo porque los 200 gramos promocionados
eran en realidad 180, sino por el tiempo: demoró meses en cobrar
una diferencia de cuarenta centavos.
¿Volvió a intentar alguna otra denuncia?
No volvería más: gasté más en el colectivo,
en arreglarme para ir hasta el centro y todo eso que con lo que me dieron.
Olga Azcona no pretendía más dinero. El problema fue que
tampoco sabía qué pretendía y el resultado fueron
esos magros cuarenta centavos, entregados en mano por el representante
legal del supermercado Eki cuando terminó la conciliación
en la Defensoría porteña del consumidor.
Un novio
Las audiencias enfrentan dos campos: víctimas (clientes) con
acusados (empresas). Los casos son atendidos por mediadores que buscan
un acuerdo entre las partes. Si eso no sucede, el reclamo pasa a la Justicia,
aunque el 75 por ciento de los casos tramitados en los Tribunales Arbitrales
terminan en un acuerdo. En la Dirección General de Defensa y Derechos
del Consumidor, el índice de acuerdos llega al 80 por ciento.
Para llegar a ese resultado, las partes han debido atravesar una complicada
trama de citas, negociaciones, aportes de pruebas y en ocasiones también
pericias. Luego, empieza a correr el tiempo en el que las víctimas
esperan ansiosos su venganza, o al menos un pedido de disculpa. O sea,
todo lo que no le pasó a Daniel K. cuando intentó reclamar
solo frente a los dueños de Decoraciones Percis:
El tipo me agarró del brazo y me echó del local.
¿Pensó entonces en una denuncia?
No, no quería andar con abogados, somos recién casados.
La opción fueron los tribunales arbitrales. Daniel y su mujer no
tenían duda: esas ronchas profusas en sus sentaderas habían
sido provocadas por los butacones nuevos. El hecho estaba probado de sobra,
y con testigos: su suegra había pasado por la casa y en la visita
quedó apestada.
A pesar de los testigos, su problema eran las pruebas. La evidencia más
importante había desaparecido: una fumigación destruyó
cada pulga y sus crías. Pero Daniel presentó como prueba
botellas vacías de pulguicidas, el testimonio de la suegra y además
un aporte infalible: el ticket del hotel donde se fugó una noche
escapando de los diminutos animales. Sus argumentos bastaron. El mueblero
aceptó pagar una reparación. Pero los tiempos y la acumulación
de pruebas no son iguales para todos. Norberto Dorenztein, coordinador
legal de la Defensoría porteña del consumidor, recuerda
uno de los casos más difíciles: el de una mujer que denunció
a un supermercado después de medir un rollo de papel higiénico
y comprobar que la promoción por 74 metros era falsa. Poco después,
le llegó a sus manos el caso de una señora engañada
por una agencia matrimonial: El sujeto que le presentaron la abandonó
al mes, cuenta el abogado. La mujer pidió como reparación...
un nuevo novio.
El beneficio de la queja
Es que, en general, los consumidores piden la devolución de aquello
perdido, dañado o quitado. No más. Para José Luis
Laquidara, coordinador de estos Tribunales, los argentinos ni siquiera
pretenden una costosa reparación económica: Llegan
cansados, para ponerle fin a una situación que los desborda.
En general, dice, no existe el reclamo como práctica comercial,
les basta un pedido de disculpas. De eso habla Dorenztein, cuyo organismo
ha hecho este año 3500 homologaciones y ha recibido ya 6600 denuncias,
rezagos de las 18 mil consultas telefónicas que entraron. Aunque
los rubros con mayor cúmulo de quejas son el de telefonía
celular, automotores y medicina prepaga, uno de los porcentajes más
altos recae en la variable Otros, que tiene un 17 por ciento.
Bajo este apartado cayó el caso de la mujer de la peluca,
apodo con el que ha sido designada Ana María Martini tras su paso
por los Tribunales. Martini fue víctima de su peluquero, mejor
dicho, del de su peluca. Decidió hacerle lavado y peinado
a una peluca carísima que había heredado. La dejó
en un local de Pozzi, pero cuando la fue a buscar se la habían
cambiado. Al menos eso creyó cuando hizo la denuncia y lo repitió
frente al mismísimo señor Pozzi en la audiencia: Hasta
torcida me la dejaron, explicó allí mostrando su peluca
despeinada y mal cortada. El peluquero rechazó la evidencia.
Aunque la historia terminó con una peluca de regalo (lavada y bien
peinada) para Martini, el caso necesitó ciertas pericias oculares
y de reconocimiento, parte de las actividades de los audiencistas para
la resolución de estos complicadísimos temas. De eso entiende
José Luis Laquidara: sus técnicos han debido trasladarse
en una oportunidad hasta la casa de una de las denunciantes para testear
el mal funcionamiento de su horno. Comieron unas cosas riquísimas,
dice Laquidara pensado en el reclamo de Celia Chaul. La mujer aseguraba
que su cocina nueva tenía una falla y como no presentó ninguna
prueba rotunda, invitó a todo el tribunal a cocinar a su casa.
Cuando la evidencia no alcanza y no existen pruebas oculares posibles,
los consumidores deben rogarle a sus iconos sagrados que iluminen a los
jueces. El buen criterio de los audiencistas es el parámetro
de referencia cuando se cotejan las pruebas y se analizan todos los datos:
no hay otro sistema para hacerlo, resume nuevamente Laquidara, que
se ha especializado en el tema después de los tres años
y medio al frente del sistema de quejas. En ese método confió
María Alejandra Beduino, una de las porteñas que pecó
de crédula frente al aviso de una mágica fórmula
reductora. Y sí. Le aseguraron que con diez sesiones iba a quedar
delgada: cuando pasó la tercera no entendía por qué,
si ella pretendía un gel reductor, los masajistas la obligaban
a hacer dieta.
No tengo constancia para dietas, protestó antes de
comenzar la búsqueda de un mecanismo para pedirle al Instituto
Privado de Nutrición y Metabolismo (Slim) la devolución
de sus 350 pesos pagados.
Epílogo: los casos de denuncias no terminan. En todos, los consumidores
aparecen con un rasgo de obsesión en el aporte propio de pruebas.
Tal vez el caso mejor llevado haya sido el de Daniel K., aquel de las
pulgas. Las secuelas fueron tan profundas que ahora mismo sigue temeroso
antecualquier objeto nuevo que llega a su casa. Por eso no da el nombre,
teme represalias de la casa de decoración: ¿tal vez más
pulgas?
El reclamo que se
volvió profesional
Silvina Caneletti habla sobre una denuncia presentada por la familia
hace unos meses. Desde atrás, su marido Ricardo le sopla
las últimas complicaciones por las que pasó la pareja
cuando decidieron reclamarles a los fabricantes de lámparas
la explosión de una bombita de la casa. Cuando Silvina sintió
el estallido del globo de luz sobre la cabeza de su marido hizo
lo que hace habitualmente: marcó el 0-800 anotado en el envase.
Pero ese día se vio en problemas: desde el centro de queja
les exigían el número de serie de la bombita, a esa
altura estrellado en cientos de pedazos desparramados en el piso.
Los Maglio se han vuelto una de las parejas ícono del género:
en su casa, los reclamos se archivan en carpetas y las fiestas se
hacen con los regalos de las empresas a las que alguna vez denunciaron.
Han practicado durante años este extraño oficio de
protección al consumo propio. A lo largo del tiempo, se han
encontrado llamando al 0-800 por chicles en mal estado, por envases,
paquetes o dentífricos. Sus carreras han comenzado con un
caso en el que Ricardo ha sido el perjudicado.
Por eso los conocieron en los Tribunales Arbitrales. Llegaron con
la factura de un dentista por una muela partida y reparada. La evidencia
era contra el hipermercado Norte: Ricardo se había comido
una paella que contenía un aditamento especial: una piedra.
Esa vez, los Maglio exigieron 206,49 pesos, el precio de la muela
arreglada. Norte pidió disculpas y les dio un bono de 500
pesos en tickets. La reparación tuvo un inconveniente: en
un mes debían agotar los tickets y les designaron una única
filial para hacerlo. Con la compra se llevaron frascos de miel,
pero también venían con sorpresas: esta vez fue una
abeja muerta. Los Maglio discaron el 0-800 del envase. Al día
siguiente, apareció en su casa una caja de frascos con miel.
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