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EL AUGE DE LAS DENUNCIAS INSOLITAS DE CONSUMIDORES
Los militantes de la queja

Un mueble con pulgas.
Un novio de agencia que
no funcionó. Una peluca
mal peinada. Los reclamos disparatados ya son un boom.

Silvina Caneletti y Ricardo Maglio, un matrimonio que hizo carrera con las protestas.

Por Alejandra Dandan

Daniel es un tipo de pocas pulgas, es decir, sólo tiene pulgas cuando alguien se las deja en casa. Y eso ha ocurrido recientemente. Cuando lo supo, buscó un lugar para quejarse. Ante los Tribunales Arbitrales acusó a una mueblería por no venderle sillones sino “bombas bacteriológicas”. Su caso forma ahora parte de los expedientes cerrados en el Sistema de Arbitraje de Consumo de la Secretaría de Defensa de la Competencia y el Consumidor de la Nación, uno los organismos que atiende reclamos de ciudadanos en su papel de consumidores. El caso de las pulgas es parte de una franja en aumento que da cuenta de un cambio cualitativo en el tipo y modo de reclamos. Son quejas insólitas o casos raros. Son parte de una nueva cultura: la de quienes se quejan sin vocación de un resarcimiento económico. Esta es una de las claves en quejas tan disparatadas como un reclamo contra a una agencia matrimonial o por un implante mal hecho de prótesis peneana.
Olga Azcona no tiene idea de las estadísticas ni de los datos de todos los que han decidido un día entrar a alguno de estos extraños tribunales. La mujer es una jubilada y nunca pensó que un paquete de galletas podía llevarle tanto trámite. Su periplo empezó con un único pecado: sospechó sobre el peso mencionado en un envase. Para cotejar los números pesó las galletitas. La prueba fue fatal y no sólo porque los 200 gramos promocionados eran en realidad 180, sino por el tiempo: demoró meses en cobrar una diferencia de cuarenta centavos.
–¿Volvió a intentar alguna otra denuncia?
–No volvería más: gasté más en el colectivo, en arreglarme para ir hasta el centro y todo eso que con lo que me dieron.
Olga Azcona no pretendía más dinero. El problema fue que tampoco sabía qué pretendía y el resultado fueron esos magros cuarenta centavos, entregados en mano por el representante legal del supermercado Eki cuando terminó la conciliación en la Defensoría porteña del consumidor.

Un novio

Las audiencias enfrentan dos campos: víctimas (clientes) con acusados (empresas). Los casos son atendidos por mediadores que buscan un acuerdo entre las partes. Si eso no sucede, el reclamo pasa a la Justicia, aunque el 75 por ciento de los casos tramitados en los Tribunales Arbitrales terminan en un acuerdo. En la Dirección General de Defensa y Derechos del Consumidor, el índice de acuerdos llega al 80 por ciento.
Para llegar a ese resultado, las partes han debido atravesar una complicada trama de citas, negociaciones, aportes de pruebas y en ocasiones también pericias. Luego, empieza a correr el tiempo en el que las víctimas esperan ansiosos su venganza, o al menos un pedido de disculpa. O sea, todo lo que no le pasó a Daniel K. cuando intentó reclamar solo frente a los dueños de Decoraciones Perci’s:
–El tipo me agarró del brazo y me echó del local.
–¿Pensó entonces en una denuncia?
–No, no quería andar con abogados, somos recién casados.
La opción fueron los tribunales arbitrales. Daniel y su mujer no tenían duda: esas ronchas profusas en sus sentaderas habían sido provocadas por los butacones nuevos. El hecho estaba probado de sobra, y con testigos: su suegra había pasado por la casa y en la visita quedó apestada.
A pesar de los testigos, su problema eran las pruebas. La evidencia más importante había desaparecido: una fumigación destruyó cada pulga y sus crías. Pero Daniel presentó como prueba botellas vacías de pulguicidas, el testimonio de la suegra y además un aporte infalible: el ticket del hotel donde se fugó una noche escapando de los diminutos animales. Sus argumentos bastaron. El mueblero aceptó pagar una reparación. Pero los tiempos y la acumulación de pruebas no son iguales para todos. Norberto Dorenztein, coordinador legal de la Defensoría porteña del consumidor, recuerda uno de los casos más difíciles: el de una mujer que denunció a un supermercado después de medir un rollo de papel higiénico y comprobar que la promoción por 74 metros era falsa. Poco después, le llegó a sus manos el caso de una señora engañada por una agencia matrimonial: “El sujeto que le presentaron la abandonó al mes”, cuenta el abogado. La mujer pidió como reparación... un nuevo novio.

El beneficio de la queja

Es que, en general, los consumidores piden la devolución de aquello perdido, dañado o quitado. No más. Para José Luis Laquidara, coordinador de estos Tribunales, los argentinos ni siquiera pretenden una costosa reparación económica: “Llegan cansados, para ponerle fin a una situación que los desborda”. En general, dice, no existe el reclamo como práctica comercial, les basta un pedido de disculpas. De eso habla Dorenztein, cuyo organismo ha hecho este año 3500 homologaciones y ha recibido ya 6600 denuncias, rezagos de las 18 mil consultas telefónicas que entraron. Aunque los rubros con mayor cúmulo de quejas son el de telefonía celular, automotores y medicina prepaga, uno de los porcentajes más altos recae en la variable “Otros”, que tiene un 17 por ciento.
Bajo este apartado cayó el caso de “la mujer de la peluca”, apodo con el que ha sido designada Ana María Martini tras su paso por los Tribunales. Martini fue víctima de su peluquero, mejor dicho, del de su peluca. Decidió hacerle “lavado y peinado” a una peluca carísima que había heredado. La dejó en un local de Pozzi, pero cuando la fue a buscar se la habían cambiado. Al menos eso creyó cuando hizo la denuncia y lo repitió frente al mismísimo señor Pozzi en la audiencia: “Hasta torcida me la dejaron”, explicó allí mostrando su peluca despeinada y mal cortada. El peluquero rechazó la evidencia.
Aunque la historia terminó con una peluca de regalo (lavada y bien peinada) para Martini, el caso necesitó ciertas pericias oculares y de reconocimiento, parte de las actividades de los audiencistas para la resolución de estos complicadísimos temas. De eso entiende José Luis Laquidara: sus técnicos han debido trasladarse en una oportunidad hasta la casa de una de las denunciantes para testear el mal funcionamiento de su horno. “Comieron unas cosas riquísimas”, dice Laquidara pensado en el reclamo de Celia Chaul. La mujer aseguraba que su cocina nueva tenía una falla y como no presentó ninguna prueba rotunda, invitó a todo el tribunal a cocinar a su casa.
Cuando la evidencia no alcanza y no existen pruebas oculares posibles, los consumidores deben rogarle a sus iconos sagrados que iluminen a los jueces. “El buen criterio de los audiencistas es el parámetro de referencia cuando se cotejan las pruebas y se analizan todos los datos: no hay otro sistema para hacerlo”, resume nuevamente Laquidara, que se ha especializado en el tema después de los tres años y medio al frente del sistema de quejas. En ese método confió María Alejandra Beduino, una de las porteñas que pecó de crédula frente al aviso de una mágica fórmula reductora. Y sí. Le aseguraron que con diez sesiones iba a quedar delgada: cuando pasó la tercera no entendía por qué, si ella pretendía un gel reductor, los masajistas la obligaban a hacer dieta.
“No tengo constancia para dietas”, protestó antes de comenzar la búsqueda de un mecanismo para pedirle al Instituto Privado de Nutrición y Metabolismo (Slim) la devolución de sus 350 pesos pagados.
Epílogo: los casos de denuncias no terminan. En todos, los consumidores aparecen con un rasgo de obsesión en el aporte propio de pruebas. Tal vez el caso mejor llevado haya sido el de Daniel K., aquel de las pulgas. Las secuelas fueron tan profundas que ahora mismo sigue temeroso antecualquier objeto nuevo que llega a su casa. Por eso no da el nombre, teme represalias de la casa de decoración: ¿tal vez más pulgas?

 

El reclamo que se volvió profesional

Silvina Caneletti habla sobre una denuncia presentada por la familia hace unos meses. Desde atrás, su marido Ricardo le sopla las últimas complicaciones por las que pasó la pareja cuando decidieron reclamarles a los fabricantes de lámparas la explosión de una bombita de la casa. Cuando Silvina sintió el estallido del globo de luz sobre la cabeza de su marido hizo lo que hace habitualmente: marcó el 0-800 anotado en el envase. Pero ese día se vio en problemas: desde el centro de queja les exigían el número de serie de la bombita, a esa altura estrellado en cientos de pedazos desparramados en el piso.
Los Maglio se han vuelto una de las parejas ícono del género: en su casa, los reclamos se archivan en carpetas y las fiestas se hacen con los regalos de las empresas a las que alguna vez denunciaron. Han practicado durante años este extraño oficio de protección al consumo propio. A lo largo del tiempo, se han encontrado llamando al 0-800 por chicles en mal estado, por envases, paquetes o dentífricos. Sus carreras han comenzado con un caso en el que Ricardo ha sido el perjudicado.
Por eso los conocieron en los Tribunales Arbitrales. Llegaron con la factura de un dentista por una muela partida y reparada. La evidencia era contra el hipermercado Norte: Ricardo se había comido una paella que contenía un aditamento especial: una piedra. Esa vez, los Maglio exigieron 206,49 pesos, el precio de la muela arreglada. Norte pidió disculpas y les dio un bono de 500 pesos en tickets. La reparación tuvo un inconveniente: en un mes debían agotar los tickets y les designaron una única filial para hacerlo. Con la compra se llevaron frascos de miel, pero también venían con sorpresas: esta vez fue una abeja muerta. Los Maglio discaron el 0-800 del envase. Al día siguiente, apareció en su casa una caja de frascos con miel.

 

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