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Cara de nulo
Por Juan Sasturain
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Hubo quilombo desde temprano. El colegio de mi barrio es grande y había montones de mesas. Cuando llegamos a las ocho se había roto un caño en el pasillo y estaba todo inundado, así que nos mandaron al fondo, a una salita de jardín que no pensaban habilitar. Terminamos sentados en una sillitas chiquitas así, con la urna y el papelerío sobre esas mesas largas de los pibes llenas de moco y plastilina pegados y marcas de crayón: una mesa electoral para enanos. Cada vez que entraba a votar uno se cagaba de risa porque estábamos todos con las rodillas en el esternón. Todos menos la presidente, una rubia de treinta largos muy bien puesta, profesora de no sé qué ciencias y con unas tetas así que le ponían el esternón allá lejos y en el fondo del escote. Un desastre. Nosotros no teníamos fiscales para todas las mesas, y menos para las de minas, así que me mandaron a yirar, echarles una mirada a todas las que había en el colegio. Pero cuando vi a la rubia no me dieron ganas de andar dando vueltas; fui y volví un par de veces, me hice el simpático, traje café, las cocas, y después de mediodía, cuando la gente empezó a ralear, me instalé. Quedamos cuatro: la profesora, yo, un viejito peronista �al que le quedaba justa la mesita� y una dentista sin dientes de Terragno. Muy representativo lo nuestro.
Mate va, café viene, entramos en confianza y la rubia me contó que había sido profe en la secundaria nocturna que funcionaba en ese mismo edificio. Que vivía en el barrio pero del otro lado, que se había cruzado con alumnos suyos y que sin ir más lejos esa petisa hipposa y tempranera que entraba con cara de ser el único voto del PO de nuestro contingente se había recibido el año pasado:
�Hola Alicia, tanto tiempo �la primereó la presidente.
�Hola profe, qué sorpresa �se retrajo la prevista o supuesta trosca.
Y se dieron un beso al aire mejilla a mejilla fuera de reglamento y de las convenciones electorales.
Cuando la petisa se fue volviendo la cabeza con la libreta firmada, la rubia me dijo, deslizando una uña violeta por la lista:
�Y hay dos más, qué curioso... �y parpadeó ante la rara circunstancia que la ponía en el lugar de volver a tomar lista�: Romay, Alicia Débora; Romero, Cinthia y Rucciotti, Valeria. A todas estas las tuve.
�¿Y qué tal?
Revoleó los ojos: grises, verdes, grises otra vez.
�Adolescentes... No es fácil lidiar con ellos.
El viejito peronista contó de su nieta tatuada, la dentista de Terragno mostró un dedo mordido por un imberbe rabioso. Yo no aporté.
Los electores comenzaron a espaciarse y nos turnábamos para ir al baño o simplemente estirar las piernas. Y era muy bueno mirarla irse a la presidente, casi tan bueno como observarla volver. Y reconozco que no era el único que se detenía en verla evolucionar: hubo varios que se metieron en el aula a preguntar boludeces, a verificar que era cierto.
En uno de los recreos de su función específica la vi charlando con par de muchachos en la galería, y cuando a eso de las cinco llegó a votar Romero, Cinthia, una flaca llena de granitos nacida en el 81, le noté la sorpresa al no encontrarla en la mesa: la noticia había corrido entre los ex alumnos de mi presidente.
Cinthia demoró un poco más de lo habitual en el cuarto oscuro y cuando regresó, la rubia ya estaba en funciones.
Pero esta vez no hubo beso. Apenas una mirada de soslayo, una media sonrisa que no supe interpretar.
Eran las seis menos cinco y poco quedaba por hacer cuando después de un policía demorado llegó una minita muy producida, que no venía sólo a votar sino a mostrarse, que no venía a cumplir con el deber electoral sino con quién sabe qué otra misión. La presidente se metió en una repentina conversación de ecología molar con la odontóloga radical y ante su alevosa indiferencia me encargué de tomarle los datos a la rezagada:
�Rucciotti, Valeria... �leí en el DNI ya sin sorpresa.
La minita postrera fue al cuarto oscuro, se tomó su tiempo y al regresar, con el sobre en la boca de la urna hizo una pausa, giró la cabeza a la presidente y dijo:
�¿Qué es de la vida de Sergio, profesora? ¿Lo sigue viendo?
Pensé que no iba a contestar, sin embargo la rubia se volvió y dijo:
�No. No lo veo más.
La piba sonrió, la contempló con trabajada indiferencia:
�Yo sí �y empujó el sobre sin dejar de mirarla�. Volvió.
Giró y se fue, muy joven, con la libreta apenas sellada.
El escrutinio fue rápido. Juntamos las mesitas jardineras y volcamos todo como si fuéramos pibes. Empezamos a meter mano. Terragno le ganó por uno a Bravo, Beliz fue tercero con dos menos y los demás se repartieron, desgranándose hacia la izquierda. Incluso hubo uno para el PO que �me felicité interiormente� estaba cantado. Claro que hubo que contabilizar los en blanco, que fueron mayoría, y los groseros impugnados, los nulos. Hubo de todo. Con el primer forro, el viejito peronista pidió permiso para guardárselo entre risitas, el fiambre �dos fetas de salame, una de mortadela� ya manchaba los sobres y se lo dimos al cana de guardia que juntaba entre las mesas para hacerse un sánguche; hubo polvitos sospechosos que la dentista identificó como inocua Maizena y algunas groserías: insultos, puteadas, versitos, hasta que agarré uno de los últimos. Abrí, miré, era una foto, volví a cerrar.
�¿Qué es? �me dijo la presidente mirándome a los ojos.
�Nulo.
�A ver... �y el viejito estiró la mano.
�Momento �y se lo mezquiné como si le alejara la sortija�. Señora, le corresponde...
La rubia lo recibió como si estuviera caliente. Abrió, se asomó apenas al contenido. Cuando levantó la mirada parecía diez, veinte años más vieja:
�Hija de puta... �murmuró, leímos en sus labios�. Nulo, es un voto nulo.
Y tenía una cara anulada, una terrible cara de nulo.
�Es un montaje... �dije y me arrepentí.
�¿Un qué? �dijo la dentista.
Pero ella no me oía, no nos oía. Se había puesto de pie y hacía papel picado con la mirada perdida.
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