Por Verónica Abdala
Josh Greenfeld, un periodista que entrevistó en 1972 al dramaturgo norteamericano Arthur Miller para
The New York Times Magazine, escribió en su artículo: �Arthur Miller es un sobreviviente, casi en solitario, de aquella nostálgica era en la que el teatro, y no los talk shows de la televisión o el periodismo, era la actividad más atractiva para el escritor. El resto de las estrellas de la dramaturgia de los años cuarenta y cincuenta, prácticamente se han desvanecido en las profundidades de Hollywood, la Academia, el mundo de la edición, la muerte, o alguna otra forma de teatral silencio�. Diecinueve años después, en 1991, Miller, que en su momento agradeció a Greenfeld esto que consideró un cumplido, afirmó en el marco del programa inglés de televisión
The South Bank Show: �He entregado mi vida al teatro, y éste sigue siendo el mayor reto para mí. Escribir para el teatro es mucho más complejo que hacerlo para medios como el cine o la televisión, porque el primero se centra fundamentalmente en el valor de la palabra, mientras que el cine y la televisión tienen su centro en la imagen. Y todos sabemos que el manejo de la palabra, del lenguaje, implica un estadio de evolución superior en el hombre.�
Esta notable entrevista, que incluye otras polémicas declaraciones, pero que básicamente se propone revelar algunas de las preguntas y certezas que sirvieron de base al trabajo de Miller, será emitida por la señal Film & Arts hoy a las 18, en el marco del ciclo �Grandes escritores�. Miller, que el próximo miércoles cumplirá 86 años, y que para muchos comparte el lugar del mejor dramaturgo de los Estados Unidos con Tennessee Williams, reflexiona en esa conversación sobre algunos temas claves de sus obras, y sobre la función del artista (�La sociedad persigue el orden pero jamás podrá prescindir de los inventores del caos�). �Supongo �afirma este gigante de las Letras, ex marido de Marilyn Monroe, y autor La muerte de un viajante (Premio Pullitzer en 1949), Todos eran mis hijos y Las brujas de Salem, entre otras obras� que de un modo u otro he buscado siempre que el espectador se atreva a confrontar consigo mismo, que se anime a contrastar con sus acciones la imagen que tiene de sí.�
En relación a una cuestión puntual como es la tensión permanente entre libertad individual-responsabilidad, Miller afirma: �La libertad sin culpa significaría vivir sin sufrir, sería la posibilidad de vivir exclusivamente de acuerdo a nuestros deseos. Lo que ocurre es que la mayor parte de las veces eso no ocurre, porque la culpa, el mecanismo a través del cual accedemos al plano de la responsabilidad, se ocupa de hacernos saber que no está bien lo que estamos haciendo.� Esas contradicciones son justamente las que afligen a Lyman Felt, personaje central de su pieza
The ride Down Mount Morgan, estrenada en Londres en 1991, y al que Miller y su interlocutor dedican buena parte de la charla.
Lyman es un hombre casado simultáneamente con dos mujeres que, después de diez años de engaño, deberá afrontar las consecuencias de sus actos. �Algunos de mis personajes, como éste, se conforman con la verdad, con ser honestos. El es egoísta, da curso a sus deseos, casi no siente la necesidad de pensar. Este personaje dice: �todos somos iguales, somos una casa en la que en un cuarto, convivimos con nuestra feliz esposa, en el de al lado hacemos el amor con una hermosa chica, en la biblioteca pagamos nuestros impuestos y en el sótano, construimos la bomba para volarlo todo. Yo soy así, ¿acaso vos no?�. Miller se ríe con mirada pícara, ante el gesto perplejo del entrevistador, que lo observa entre temeroso y fascinado. �Es natural que nos escandalicemos, pero la verdad es que este tipo de historias, todas las historias, se repiten tantas veces de manera similar, que resulta absolutamente cómico, casi absurdo. Muchas veces me he preguntado cómo soporta Dios asistir a esta interminable repetición, que en el fondo debe resultarle tremendamente aburrida.�
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