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Para un prófugo de la Justicia, votar puede ser un viaje de ida

Por lo menos tres personas requeridas por la Justicia se encontraron con que alguien los esperaba en la mesa de votación. Cada comisaría porteña había recibido tres o cuatro pedidos.

Por Horacio Cecchi

“Vieja, me voy a votar y vuelvo”, dijo Ricardo B. y partió a cumplir con su deber cívico a la escuela Vicealmirante Montes, sobre Congreso 1553, en el barrio de Núñez. La consigna la cumplió, pero a medias. Llegó a la escuela, chequeó en la planilla que figurara su nombre, el número de documento y la mesa que le correspondía. Lo que no sabía era que tres días antes otros ojos habían chequeado los mismos datos con otros fines. De ese hecho fugaz y desaparecibido recién tomó conciencia después de haber pasado por el cuarto oscuro y colocado el sobre en la urna con su respectivo voto, cuando un uniformado se le acercó y le preguntó su nombre, le pidió su documento y concluyó el trámite con un seco “acompáñeme”. “Pero le dije a mi esposa...”, intentó explicar Ricardo B. mientras comenzaba a descubrir, entre sorprendido y alterado, que la causa por estafas reiteradas no había quedado archivada. A Gustavo R. le ocurrió algo semejante. La diferencia es que tenía un proceso por intento de robo y no dejó colgada a la esposa sino al equipo de papifútbol.
El jueves pasado, cada una de las 53 comisarías porteñas recibió tres o cuatro pedidos de captura en promedio, originados en diferentes juzgados.
El objetivo, como ya se ha hecho otros años, era el de tomar desprevenido a alguno que otro prófugo de la justicia en plena votación. “Es una fórmula habitual. Este año tuvimos un 15 por ciento de efectividad”, aseguró una fuente de la fiscalía de Saavedra. “Sobre 20 pedidos de captura, cayeron tres. Es un buen registro.” “Son casos chicos, excarcelables –explicó una fuente policial–. Se mudan, no notifican al juzgado, creen que el juzgado tiene que ir detrás de ellos, y como no les llega ninguna notificación suponen que todo quedó archivado. A veces pierden el documento y alguien lo usa en su nombre sin que los verdaderos dueños estén enterados. Otras, por una notificación, no aparecen y el juzgado ordena que comparezcan por la fuerza pública.”
Ayer, en la lista de prófugos incautos aparecieron Andrea C., por una notificación –le tocaba votar en la escuela 9 de Julio, O’Higgins 3050–; Gustavo R., por tentativa de robo –Instituto Labrador, San Isidro 4640–; y Ricardo B., en la escuela V. Montes, Congreso 1555, por estafas reiteradas.
Minutos antes de las 8, un agente se acercó a uno de los presidentes de mesa, en la escuela Vicealmirante Montes, para preguntar si Ricardo B. votaba allí. El presidente sintió un cosquilleo extraño. Mientras algunas preguntas lo recorrían en silencio, tomó el listado, buscó y confirmó.
–¿Por qué? –preguntó con desconfianza.
–Tengo una notificación del juzgado para entregarle. ¿Podrá avisarme quién es?
En una secuencia de imágenes instantáneas, el presidente imaginó a su votante forcejeando con la autoridad, un arma que sale del cinto, quizás algún disparo, corridas, heridos, rehenes, negociadores, periodistas.
–Noooooo, por favor, no me comprometa con el asunto –imploró.
Entonces, el agente se estampó junto a la mesa, dispuesto a detener a Ricardo B. por orden judicial en una causa por estafas reiteradas. A todo esto, para el votante, la causa judicial no formaba parte de su agenda dominical. Hacía tiempo que las notificaciones del juzgado lo habían abandonado. Curiosamente, desde que se había mudado sin declarar su nuevo domicilio. Y como andaba por la calle libremente, lo mejor era suponer que todo aquello había quedado archivado como una pesadilla en el pasado.
Cuando llegó a la mesa que le correspondía por padrón no vio nada anormal. Un presidente de mesa, una joven y un muchacho como fiscales, un par de sandwiches en bolsitas, un policía de custodia a dos pasos, la urna y la pilita de sobres. Cuando le tocó el turno, no alcanzó a decodificar la cara de espanto del presidente. Simplemente pensaba en el voto, por otra parte ya decidido, y en la docena de facturas que compraría camino de regreso. El trámite fue sencillo: entró, eligió boleta, la introdujo en elsobre, lo pegó con la lengua, hasta le dio para robarse papeletas de otros partidos. Salió, colocó el sobre en la urna, estiró la mano para recibir el documento y en ese momento, comprendió que algo raro pasaba.
El uniformado lo llamó por su nombre, y Ricardo B. no tuvo palabras para responder. Sólo atinó a mencionar a su esposa. El agente le pidió el documento, ya sellado y firmado, y le ordenó: “Acompáñeme”.

 

 

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