El Presidente lo había
pedido en su estilo entre campechano y cansino: Buscales algo para
hacer a los militares, le había dicho al ministro de Defensa,
Horacio Jaunarena, en una cena informal luego de los atentados del 11
de setiembre. Poco tiempo después, el mensaje parece haber surtido
efecto. El titular de la SIDE, Carlos Becerra, propuso modificar la Ley
de Inteligencia y crear un Consejo de Defensa, Seguridad e Inteligencia.
El proyecto había sido presentado hace dos meses, pero ayer el
jefe de los espías impulsó un cambio para nada superficial:
pidió que la convocatoria al Consejo sea obligatoria, y que no
dependa de que el Ejecutivo la considere necesaria. Según expertos
en la materia, el cambio constituiría otro intento para incluir
a los militares en seguridad interior.
La opinión de los especialistas se basa en la información
que hasta ahora ha circulado en la comisión bicameral que sigue
los temas de inteligencia: en ese ámbito se explicaba que el nuevo
consejo propuesto por Becerra se dedicará al análisis
y desarrollo de estrategias de inteligencia sin hacer distinción
entre inteligencia externa (a cargo de las Fuerzas Armadas) y la inteligencia
interna (que supuestamente es responsabilidad esclusiva de las fuerzas
de seguridad).
Pero un hecho generó más suspicacias. Misteriosamente, el
proyecto oficial no aclara quién conducirá el nuevo organismo
lo revelaron algunos legisladores de la comisión y
ese lugar podría quedar en manos de los militares, desesperados
por levantar su perfil en una supuesta lucha contra el terrorismo.
Esa es la sensación de un asesor del Senado en temas de inteligencia
consultado por Página/12: Si De la Rúa quiere crear
un comité de guerra, como hizo Tony Blair, que lo haga por decreto.
Pero el Parlamento no va a modificar las estructuras de las leyes de Defensa
y Seguridad a través de una ley de Inteligencia, aseguró.
Becerra defendió su propuesta durante una visita que realizó
ayer a la Comisión de Seguimiento de los Organismos de Seguridad
e Inteligencia. Lo recibió la senadora cordobesa Beatriz Raijer
(PJ), junto a unos pocos miembros que se encontraban en Buenos Aires:
los senadores Mario Losada, Ricardo Branda, Jorge Mikkelsen Loth, Alberto
Tell, Néstor Rostan y Miguel Robles, además del diputado
Miguel Angel Toma. Vamos a analizar la alternativa acercada. Si
no cambia el espíritu de la ley vamos a incluirla, dijo Raijer
en un principio. Pero luego, cuando le preguntaron por la relación
entre la propuesta de Becerra y la idea de Jaunarena, no dejó lugar
a dudas: No vamos a aprobar nada que signifique habilitar la participación
militar en temas de seguridad interior.
En la misma línea, el formoseño Branda anticipó que
el dictamen no se va alterar y que cualquier cambio
se deberá introducir en el debate en el recinto. La cuestión
es importante, porque el proyecto sobre inteligencia que envió
el Ejecutivo hace dos meses ya cuenta con un dictamen firmado. Pero muchos
creen que esta movida de Becerra esconde objetivos no explicitados. Quieren
modificar las estructuras de las leyes de Defensa y Seguridad a través
de las leyes de inteligencia, pero si el Presidente quiere modificar esas
leyes que lo haga a través del Parlamento, se quejó
el especialista en inteligencia consultado por este diario. Y luego se
atrevió a decir lo que piensa de la maniobra: De la Rúa
busca meter a los milicos pero no quiere pagar el costo político.
OPINION
Por Tato Dondero
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Su circunstancia no
quiso más
A Mario Abel Amaya *
Cuando por fin lo sacaron del calabozo de treinta y seis baldosas,
estaba tan pálido que el testigo, que todavía no sabía
que lo era, lo dio por muerto. Los diarios informaron, semanas después,
citando un comunicado firmado por el director nacional del Servicio
Penitenciario Federal coronel (RE) Jorge Dotti, que murió
de un ataque al corazón en el hospital de la cárcel
de Villa Devoto.
En el momento en que lo secuestraron atinó a gritar su nombre.
Quizás esa posibilidad ya la tenía calculada. Petiso,
morocho, de rasgos tehuelches, era un tipo frágil pero activo.
No temía la muerte, sólo que la imaginaba distinta.
El infierno pensó llegaba a su fin cuando, venda
corrida mediante, pudo ver el portón de la cárcel
de la ciudad que lo había elegido diputado, la garita de
la guardia y el viejo roble centenario que la repara del viento.
Apenas poco tiempo después, llevarían su cadáver
a pulso, por esas calles.
Lo bajaron del celular a golpes y empujones. Con paso endeble, la
respiración entrecortada, y una mirada perdida en la tela
blanca. Con el mentón clavado cerca del corazón que
le marcó el final. No atinó a contar las seis puertas
de rejas que traspasó en el recorrido hasta los calabozos
de castigo, su experiencia de preso era demasiado efímera
como para saber, estando vendado, cuando se cruza una puerta.
Llegó a pedir en tres oportunidades su marcapaso
y la medicación cotidiana; pero la salud de los enfermos,
allí, recién se iba a controlar desde el día
siguiente. Tampoco alcanzaron los gritos de los compañeros
de ingreso: algo inútil para modificar los hábitos
del lugar. Nadie había muerto ahí aún, por
ese trato, ni por peores.
Se duda si llegó a probar comida alguna, a conocer el pasillo
angosto que une las siete celdas, o saber las horas por los ruidos
del corredor que pasa del otro lado de la pared. No llegó
a reconocer un domingo por el relajo de la guardia. No tuvo otro.
Tampoco contó cuántas veces se había visto
con sus carceleros en los últimos años. Cosas todas
intrascendentes, de lugar chico, de pueblo chico, de historia chica.
Al patio de la enfermería lo cruzó por la tarde, mientras
preparaban el avión ambulancia para el traslado. La camilla
la vieron desde una ventana del pabellón 4, pero no conocieron
su rostro. El sargento Codesal levantó la vista con su altivez
de verdugo; Steding, en cambio, tenía la visera de su gorra
clavada sobre los ojos. Las tres estrellas plateadas de su cargo
alcanzaron a brillar al sol. Parecía querer cubrir con su
cuerpo toda esa palidez. Debieron pasar casi nueve años para
que alguien les pregunte por aquel día.
Los diarios ilustrarían su vida, después, ya cuando
en Buenos Aires, su circunstancia no quiso más.
* Abogado de Agustín Tosco, entre otros presos políticos,
estuvo en Rawson después de la fuga de agosto de 1972 intentando
salvaguardar la vida de los guerrilleros alojados en la Base Almirante
Zar; luego de la masacre volaron su estudio jurídico, fue
detenido y puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional.
Diputado nacional por el radicalismo, representó a su provincia,
Chubut, hasta el golpe del 24 de marzo de 1976. Fue secuestrado
meses después junto con el senador Hipólito Solari
Yrigoyen; alojados en el Regimiento 181 de Comunicaciones de Bahía
Blanca les aplican crueles torturas, los legalizan en
Viedma colocándolos a disposición del PEN. En la U-6
de Rawson reciben una golpiza que afecta irreversiblemente la salud
del Dr. Amaya. Al ser trasladado al Hospital Penitenciario Central
cárcel de Villa Devoto fallece. Hoy se cumplen
25 años de su muerte.
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