Por Cecilia Hopkins
El año pasado, durante
el ciclo de teatro Los contemporáneos organizado por el ICI (Instituto
de Cooperación Iberoamericana) el nombre del valenciano Paco Zarzoso,
uno de los dramaturgos que sobresalen en el panorama teatral español,
empezó a ser conocido para el público porteño. En
esa ocasión, Umbral, varias veces premiada en su país, fue
encomendada a Fernando Piernas, director local muy vinculado al estudio
de Augusto Fernández, para que la pusiera en escena en la modalidad
de teatro semimontado. Un trabajo en progreso, algo a prueba como
sistema posible para contar una pieza, define el director. Una vez
concluido el experimento .previsto para unas pocas funciones- Piernas
decidió seguir adelante y montar el espectáculo en su totalidad,
sin dejar de lado algunas de las estrategias narrativas que había
previsto desde el comienzo. El resultado final, que pudo verse en Córdoba
el mes pasado, durante el Festival Mercosur y ahora está en cartel
aquí da cuentas de una estructura muy sólida, que une sin
resquicios las diversas situaciones que plantea el autor en su obra.
Cada una de las cinco historias presenta sendos pares de hombres y mujeres
que no pueden y en algunos casos no quieren anudar una relación
amorosa, porque rechazan la idea de trasponer el pequeño espacio
que los separa. Los actores están siempre a la vista del público
y se alternan para tomar el rol del relator, que tiene la misión
de timonear discretamente el hilo narrativo que acata la pareja protagonista
de turno, que aparece en primer plano en relación con el público.
En general, el que hace las veces de presentador conserva un tono neutro,
pero hay un caso en el que este personaje distanciador se apropia del
discurso del protagonista, asumiendo su compromiso emotivo. Este es el
caso de la mujer que mientras espera que cambie la luz del semáforo
para cruzar la calle tiene fantasías sexuales con un desconocido,
que no se anima a admitir como propias, y se disipan ni bien está
en condiciones de continuar su ruta. Así, la relatora (Silvina
Fernández, en potente intervención ) le pone voz al pensamiento
del personaje que Beatriz Spelzini trabaja mesuradamente desde lo gestual.
El diálogo que entabla con su vecino la mujer que ha sufrido un
corte de luz (interpretada también por Spelzini, junto a Marcelo
Piraino) es otro caso emblemático de la soledad y el encierro propio
de las grandes urbes. Ella pide ayuda porque siente que avanza sobre sí
una de las tantas formas de la desesperación, en este caso causada
por la conciencia de que ni la televisión, ni la música
ni la lectura podrán por esa noche ahogar sus pensamientos más
acuciantes. El ajustado trabajo de equipo puede apreciarse en el instante
en que suben a escena las fantasías afectivas que bullen en la
cabeza de los protagonistas. Esto ocurre cuando el número de zapateo
americano que uno de los actores-auxiliares de la pareja central ensaya
(a cargo de Diego Reinhold, como salido de una película de los
50) continúa en una coreografía kitsch que poco después
se diluye bajo el peso de la realidad. Todo el espectáculo se ha
construido tomando en cuenta las proporciones de cada tramo respecto de
la totalidad, midiendo la duración o la intensidad de cada momento,
sus pausas, los elementos tragicómicos que van apareciendo, las
distancias que se manejan entre un personaje y otro. De las cinco historias,
tal vez la que más sutilezas ponga en juego sea la que protagoniza
Ricardo Merkin, en el rol del hombre que no se anima a declarar su amor
a una de las empleadas del matadero que administra. Este texto se destaca
del resto porque parece redoblar las contradicciones ya planteadas en
los anteriores, aparte de captar intensamente la soledad del personaje,
a favor del cual Merkin aporta todo su potencial expresivo.
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