¿Y
AHORA?
Ya van en camino hacia la historia, pero las elecciones del domingo
pasado dejaron aquí las secuelas del acto, sus retos y sus
enigmas. Los que por obligación o voluntad quieren descifrar
sus mensajes codificados revuelven en las cenizas para encontrar
ese porcentaje o aquella definición que podrían iluminar
el sendero que sigue hasta la próxima celebración.
Ni siquiera los que pretendieron negarlas, ignorando la convocatoria,
pudieron escapar a sus influencias, convirtiéndose en materia
prima para las investigaciones y los debates sobre los resultados
del escrutinio. Ahí están los rasgos más gruesos
del identikit electoral: un cuarto de los invitados no acudió
a la cita, otro porcentaje similar anuló su voto o introdujo
el sobre vacío en la urna y la mitad restante eligió
entre los postulantes a la renovación legislativa. Aunque
son más estridentes los que optaron por alguna forma del
silencio, los demás tampoco se resignaron al mandato de las
tradiciones. En la anterior renovación legislativa (año
1997), las dos mayores minorías, el PJ y la Alianza, absorbieron
el 81,9 por ciento de los llamados votos positivos,
mientras que esta vez atrajeron al 63,5 por ciento, por lo cual
el bipartidismo no tuvo más remedio que ceder espacio a otras
variantes.
Aunque hasta los autores lo confiesan, las promesas electorales
no se hacen, por lo general, para cumplirlas, pero así se
conviertan en calabaza a la medianoche, el valor que las distingue
es el previo reconocimiento de los candidatos a que son los mejores
señuelos para cazar votos, o sea que representan las necesidades
y las ilusiones de la mayor cantidad de ciudadanos. Hurgar en ellas,
por lo tanto, no es esfuerzo inútil. Con las debidas excepciones,
pueden distinguirse las siguientes propuestas: 1) reestructurar
deuda externa con reducción de intereses y sin ceder a la
extorsión del riesgo país; 2) restablecer
el rol del Estado mediante la planificación económica,
políticas de reindustrialización y redistribución
del ingreso, defensa de instituciones centrales surgidas en el Estado
de Bienestar (la educación y la salud, la escuela pública
y el régimen previsional, por lo menos); 3) aceptar el objetivo
del déficit cero, siempre que el principal afectado
por el esfuerzo sea el capital financiero especulativo; 4) relanzar
el Mercosur como primer círculo concéntrico de las
relaciones con EE.UU. y con la economía y el comercio mundializados;
5) crear un seguro de desempleo generalizado como el mecanismo más
apto de contención social.
Cada quien podrá agregar, quitar o detallar mejor los ingredientes
básicos para un proyecto de país consentido por las
mayorías, pero la sola comparación de estos enunciados
con la gestión cumplida por la presente administración
y la anterior indica que el pronunciamiento popular, incluida una
parte sin cuantificar pero importante de los nulos, blancos y ausentes,
fue contrario al llamado modelo de exclusión
social y de polarización injusta de la riqueza. Las pretensiones
son apenas reformistas, pero es tanto el camino recorrido en sentido
contrario que la formulación suena a proclama revolucionaria,
a idealismo exasperado que desconoce las condiciones prácticas
del orden mundial vigente. La objeción sería válida
si al final de la Guerra Fría los vencedores hubieran construido
algún orden que fuera algo más que la distribución
del botín, pero no fue así y, encima, después
de los atentados del 11 de setiembre ninguna de las anteriores certezas
o presunciones quedó en pie. Lo que era invulnerable ya no
lo es más; el mercado resultó impotente ante la tragedia
y tuvo que ceder al Estado el control de daños y la responsabilidad
por la eventual reconstrucción futura, y el más potente
poder mundial, gendarme planetario, no tuvo otra respuesta que aplicar
la fuerza bruta a escala global para enfrentar al fantasma perverso
del fanatismo inhumano. En ese contexto, ¿cuál es
la racionalidad del invocado pragmatismo que condena a la Argentina
a un destino miserable? Si de un momento para otro, el porvenir
de todos, ricos y pobres, se volvió tan invisible como la
bacteria del carbunclo (ántrax).
El presidente Fernando de la Rúa prometió reflexionar
sobre el veredicto popular, pero todos los indicadores más
bien auguran algunas variantes de la misma tonada, ante todo porque
la lectura del escrutinio que hacen los reducidos círculos
de sus consejeros tiende a despreciar todo riesgo terminal inminente.
Al frente de una coalición política que ya no existe
y fue reemplazada por otra de naturaleza opuesta, acuciado por todo
tipo de urgentes demandas, sin credibilidad popular ni sustento
partidario, con minorías de fieles en el Congreso y entre
los gobernadores, le faltan todavía dos años para
cumplir el mandato. A su favor, cuenta con la ausencia de un liderazgo
sustituto que concite la expectativa dominante, a diferencia de
lo que le sucedió a Raúl Alfonsín después
del fracaso electoral de 1987, y la voluntad pública, a veces
tan volátil, de seguir caminando sin desvíos entre
los márgenes del sistema democrático. Si los conservadores
vernáculos hubieran adquirido hábitos democráticos,
hoy podrían ocupar los vacíos para organizar, a partir
del núcleo sobreviviente del Gobierno, un partido de la derecha,
pero se los impide la incapacidad para diseñar un proyecto
nacional que vaya más allá de la satisfacción
rápida de sus avaricias de camarilla. Prefieren los clásicos
métodos autoritarios, que antes invocaban a los militares
y ahora a los especuladores del mercado, para torcer la voluntad
de los ciudadanos.
Esa es la diferencia que los fue despegando de Domingo Cavallo,
desde el momento en que el economista decidió construir(se)
un futuro político, arriesgando el prestigio técnico
que le abrió puertas en el pasado para formar en los elencos
de la dictadura, del menemismo y de la Alianza sin necesidad de
renegar de sus propias convicciones. Ahora mismo, está peleando
por conservar su posición en el puro delarruismo mediante
el truco de crear en la economía dos mecanismos diferentes,
o subsistemas, que puedan convivir entre sí. Uno sería
el vigente, que privilegia a los bancos y a las grandes corporaciones
de negocios y el otro sería lo que los economistas llaman
reproducción simple del capital, cuya pieza clave
sería la instalación de una tercera moneda (entre
el dólar y el peso), a la manera del patacón
bonaerense. Con esta operación, piensa, podría desahogar
las presiones sociales más inmediatas, reactivando la cadena
de pagos y el módico consumo, y estimular las condiciones
para un acuerdo de gobernabilidad con los mandatarios provinciales.
Lo cierto es que, si no encuentra un atajo, la fórmula pendiente
sería la de López Murphy, que debería imponerse
ya no a rajatablas sino a sangre y fuego.
Por su lado, los consejeros del Presidente opinan que deberían
seguir desacreditando a los partidos, incluso al propio, montándose
en el fastidio popular con el costo de la política,
un argumento más demagógico que real, y proponer una
reforma política que completaría la reacción
sensible del Gobierno a los mandatos de las urnas, a continuación
de alguna reorganización del gabinete. Dado que el PJ tiene
que resolver el litigio abierto por el control de la conducción,
más ahora que tiene la convicción de ser el inevitable
sucesor del Gobierno en 2003, las especulaciones de la Casa Rosada
calculan que tienen por lo menos un año de tiempo antes que
el adversario pase a la ofensiva frontal. Otro dato que usan para
calmar las angustias de la soledad es que no perciben a simple vista
la capacidad del centroizquierda para converger en un frente programático
común. Por cierto, el fracaso del plan económico conservador
abrió un espacio real y un potencial todavía más
grande, para el llamado progresismo, incluso algunas
de las expresiones de la izquierda marxista, como puede constatarse
en el escrutinio nacional. ¿Serán capaces estas fuerzas
de superar los motivos que las separan y dividen en compartimentos
estancos? Sobran las razones para que acepten los desafíos
de consolidar un bloque de acción que renueve las mejores
esperanzas de progreso y bienestar, y de levantar sobre las ruinas
de la depresión un nuevo horizonte de realidad y de ensueños.
A primera vista, hay dos escenarios legítimos para un encuentro
semejante: el Congreso nacional, en lo institucional, y en el Frente
contra la Pobreza, un movimiento multisectorial que supo inspirar
la CTA para reivindicar la consulta popular a fin de reafirmar la
voluntad de superar rápido el indigno umbral de la miseria
y la exclusión. Si no encuentran las oportunidades y el método
más adecuados, el mismo resultado electoral, en lugar de
incentivar las chances del cambio, será un afluente más
en las múltiples crisis que agobian al país. La responsabilidad
es mucha, pero menor a la recompensa, porque una elección
que calentaba a muy pocos puede ser el punto de partida para una
nueva época de muchos. ¿Es pedir demasiado?
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