Por Cristian Vitale
Desde Rosario
Parecería imposible
contar un recital de Fish (Derek William Dick, su nombre verdadero) sin
subrayar que el expresivo cantante tal vez el más carismático
de su generación de rock sinfónico dedica la mitad
de su show a conversar con el público, arengarlo, tomar vino alzando
la botella, improvisar una sesión de meditación trascendental,
bailar con cierta gracia y jugar al actor. De la música, en verdad,
se ocupa una sólida banda de acompañamiento. Así
es el show que Fish brindó en el Teatro El Círculo de Rosario
y que ofrecerá esta noche en el Teatro Coliseo (y mañana
en Mendoza, en el cierre de la minigira argentina que luego continuará
por Chile), para presentar su undécimo disco solista Fellini Days.
El título no es casual: Fish decidió así homenajear
al gran cineasta italiano, agregando además una curiosa dedicatoria.
En sus palabras, lo hace de parte de un actor que admira a Sean
Connery y que considera a Fellini el mejor cineasta del mundo.
En Rosario, Fish no sólo conformó a los 550 fans que fueron
a verlo en una oscura y fría noche, sino que logró romper
la barrera intrínseca que separa al artista del público.
En el show dentro del show, el ex Marillion se ganó a la gente
mostrándose sobre el escenario tal cómo puede suponerse
actúa en la tranquilidad de su propia casa. En cada pausa entre
tema y tema, este gigante de 43 años se dedicó a hablar
con los que tenía más cerca. Cantó Imagine
a capella, entonces le pidieron Yellow Submarine y accedió
de la misma manera. También, y sin abandonar su copa de vino, piropeó
a las rosarinas que miraban su metro noventa y cinco desde muy abajo,
se lanzó con mensajes de paz en Afganistán, Kosovo y Bosnia,
descargó un rollo de fotos al público y ensayó un
par de sentidos poemas que emocionaron sin más a todos aquellos
que trataban de entiende su inglés a la escocesa. Tampoco dejó
de repetir I Love Maradona o I Want Tango, y detrás
del gesto demagógico puede intuirse un objetivo: meter a un público
que había ido a escuchar clásicos de Marillion, en su mundo
de pez solista. Así evitó cualquier tipo de demanda de hits.
En efecto, Fish hizo lo que quiso. Tocó más temas propios
que de Marillion, o sea aquellos que lo alejan del estigma Peter Gabriel.
Incluyó, en un set de 17 canciones, 4 del último disco el
ameno y conmovedor 3D, So Fellini, una pieza
digna del más puro hard-sinfónico, el también poderoso
Long Cold Play, y una hermosa balada llamada The Pilgrims
Address. De su cosecha de la década del noventa, eligió
algunos clásicos. Entre ellos, Credo (de Internal Exile,
1991), Vigil in a Wilderness Off Mirrors (del disco homónimo,
1990), Jungle Ride (Sunset Empire, 1998) y The Company
(Suits, 1994). Y otros no tan clásicos que, pese a su bajo perfil
resultaron ser, lejos, lo mejor de la noche: una impresionante versión
de The Perception Of Jonnhy Punter (Sunset Empire, 1998) y
el abrasador Tumbledown (Raingods with Zippos, 1999) cuya
intro de piano logró conmover a los presentes. El cierre, como
no podía ser de otra manera, ocurrió con The Company.
Los temas de Marillion, es decir los que la mayoría del público
había ido a escuchar, pero que después quedaron camuflados
bajo el show actoral, fueron minoría. Ni siquiera una exquisita
o iluminada minoría. Es que la versión del muy pedido Kayleigh
fue de las peores y deslucidas que se le haya escuchado en vivo, producto
en parte del mal sonido y también de la escasa voluntad de Fish
para cantarla. Las imprescindibles Lavender y Fugazi
no aportaron nada distinto de las originales interpretadas por Marillion
a mediados de los años ochenta. Premeditadamente o no, el notable
showman de Edimburgo logró aquello que tal vez reclama su inconsciente
desde que dejó Marillion en 1988: que todos se fijen en elFish
actor-músico que gira por el mundo en este 2001. Y que se olviden
definitivamente de Marillion y el pasado.
Un regreso conversado
De regreso a Buenos Aires, Página/12 compartió el
viaje con parte de la banda de Fish: entre ellos el guitarrista
John Wesley, el tecladista John Young y el bajista Steve Vantsis.
Pidieron Miles Davis para escuchar, tomaron vino y durmieron una
buena siesta. El viaje, algo cansador, alcanzó también
para debatir sobre los problemas del mundo. Las villas miseria de
las afueras de Rosario los metió de lleno en la realidad
argentina. Uhhhh, poor people, exclamó Vantsis
mientras el resto miraba azorado. Más acá el verde
y las naranjas de la ruta lo llevaron a decir too much orange
and green... is beautiful. El debate, ya con Dire Straits
de fondo, comenzó en torno a McDonalds. La cosa era
parar o no parar. Iam a capitalist, I like
McDonalds dijo Wesley y acordó la mayoría.
Devoraron hamburguesas en el local de Campana, mientras otros prefirieron
que café en un local enfrente. Repuestos, siguió la
polémica sobre las bombas en Afganistán y la crisis
mundial después del 11 de setiembre. De nuevo el guitarrista:
los bombardeos están bien, ellos empezaron, dijo.
Pero está muriendo la población civil, niños,
todo...., fue la respuesta, y ahí terminó la
charla. Ya en Buenos Aires, recorriendo Palermo, llegaron las coincidencias.
The Woman are beautiful...., repetían.
Así se entretuvieron hasta su llegada al hotel.
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MARIA
EVA ALBISTUR PRESENTO SU DISCO INSOMNE
El
encanto de las canciones
Por Roque Casciero
El nombre de María Eva
Albistur no era conocido más allá del ambiente musical cuando
Joaquín Sabina le propuso que se fuera de gira con él, para
la presentación de 19 Días y 500 Noches. Entonces, ella
dejó su transitoria radicación en Nueva York y se calzó
el bajo para acompañar al cantautor español. Cuando terminó
con el tour, Albistur se concentró en sus propias composiciones
y publicó Insomne, que fue una de las sorpresas del año
pasado y que recién ahora tuvo su presentación oficial en
Buenos Aires.
Sobre el escenario, la cantante da tal imagen de timidez que se puede
temer que en cualquier momento ella vaya a dejar la guitarra a un lado
y salga corriendo a esconderse. Pero no, se queda y ofrece sus temas,
en los que se mezclan sus días en la Argentina, su país
de origen, y España, el que la adoptó hace unos años.
Ritmos latinoamericanos, africanos y morunos le dan el sustento para sus
composiciones, y su voz chiquita y suave narra abstractas historias con
tono relajado. Así es su disco debut, y así fue su presentación
en Buenos Aires. Que, por cierto, tuvo clima familiar: cuando le gritaban
alguna frase de reconocimiento, la cantante identificaba cada voz y agradecía...
a sus tías.
Esta noche parece un sueño y todavía no puedo creer
que sea verdad, dijo Albistur al comienzo del show. Y como
es tan especial, me los traje a todos. Esos todos eran
los miembros de su banda, en la que brillaron el baterista Fernando Samalea
(otro cultor de las mezclas de ritmos del mundo con acento argentino)
y el violinista español Diego Galaz. De todos modos, el resto no
le fue en zaga y la principal beneficiaria fue la música. Pero
la cantante todavía no parece muy cómoda con su rol de figura
central en el escenario: apenas se mueve y esconde su voz detrás
de la trama que conforman sus músicos. Esto es peligroso, porque
suma languidez a algunas canciones que son lánguidas de por sí.
Tal vez su registro iría mejor con géneros como el trip
hop o el acid jazz, que cortan (y al mismo tiempo realzan) esa suavidad
con beats bien marcados.
Claro, hay otros momentos en los que la banda sube el pulso y el show
cobra más interés. Entonces aparece un saxo desenfrenado,
hay unísonos entre el violín y una guitarra eléctrica
procesada, o los teclados de Alejandro Franov (que fue el primero
en confiar en mí, según dijo Albistur) montan al público
en un viaje sonoro. Lo mejor de la noche llegó al final: mientras
Albistur y sus músicos desgranaban los últimos acordes de
Cartas, un grupo de percusión tomó por asalto,
desde distintos ángulos, el auditorio de La Trastienda. Fue una
original y entretenida manera de evitar el siempre obvio pedido de bises.
La banda y todos los invitados se apiñaron sobre el escenario cuando
terminó la gran batucada, para una motivadora versión de
El encuentro.
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