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Retrato de una madre que ya no
festeja, pero que sigue luchando

Clara Diament fue tocada por
las guerras europeas y la represión argentina. Pensando en el Día de la Madre, reflexionó sobre su vida y la muestra que exhibe imágenes de su vida y su lucha.

Clara en una de las fotos de Natalia Paleo que se exhiben en el San Martín.

Por Patricia Chaina

“Yo no festejo el Día de la Madre. Tampoco mi cumpleaños. Además no sé si tengo 86 u 88 años”, dice Clara, porque no sabe si nació en el ‘14 o en el ‘16, “durante la guerra, en Polonia”, aclara. Habla de la Primera Guerra Mundial mientras se acomoda en una silla del cuarto piso del Centro Cultural San Martín. Ahí se exhibe una muestra de fotos organizada por la escuela de Fotoperiodismo Tea –con el auspicio de Página/12– realizada como homenaje a las Madres de Plaza de Mayo (LF) en el Día de la Madre. Clarita, como conocen sus amigos a Clara Diament, tiene ahí un panel con sus “cinco fotos más queridas”. Las eligió junto a Natalia, su nieta política. Pero apenas las mira. Las conoce demasiado, las lleva en su alma como lleva el recuerdo de sus dos hijos desaparecidos, Angel y Fernando, “dos revolucionarios”, recuerda, y su cuerpo chiquito recupera la hidalguía.
Entre sus fotos íntimas, Clara eligió mostrar una con Julio Cortázar en Nicaragua, otra con su nieto Guillermo en una Marcha de la Resistencia. La foto con su marido David, antes del viaje de Polonia a la Argentina. La foto del día “que se recibió Guille, que estudió siempre becado porque es muy inteligente”. La gente que recorre la muestra se acerca a saludarla, felices de verla con su pañuelo blanco. Ella sonríe y agradece. Aunque a muchos no pueda reconocerlos porque sus ojos “se cansaron, yo ya no veo”, explica con pudor y mueve de un lado a otro la cabeza. “Ya no hay caso”, agrega. “Cada día cuando me despierto digo ‘¿Otra vez me desperté?’. No quiero vivir más, estoy cansada”, cuenta.
Clara se crió entre campesinos explotados por “terratenientes” feudales. Desde entonces se define marxista y comunista. Y sin renegar de su origen judío, sostiene que no cree en las religiones, ni en las naciones, sino en la gente, “en la gente solidaria”. Clara aprendió a escribir en Polonia contrariando las reglas de su época. “Las mujeres antes no podían aprender a leer ni escribir.” Pero ella llevaba a su hermanito a la casa del maestro y aprendió en polaco y en hebreo. Después rompió un casamiento arreglado porque no era el hombre que quería y se casó con David, con quien vino a la Argentina y se radicó en Mendoza. Ahí pusieron un negocio y tuvieron dos hijos. Los criaron en una casa “que tardó un año en construirse y que en el patio tenía una piletita donde corría el agua y habían pecesitos de colores. La casa era la novia de mi marido, todo era para la casa”, recuerda con afecto. Durante los primeros años en la Argentina, Clara hizo “los llamados” para que su hermanito también se viniera, pero la Segunda Guerra Mundial interrumpió el contacto y nunca más supo nada de la familia.
En América, mientras ella tomaba contacto con la Unión de Mujeres Argentinas, sus hijos crecían. Fueron universitarios y militantes. Angel fue profesor de psicología en la Universidad de Santa Fe. Fernando estudiaba economía en la UBA y trabajaba. Fueron presos y luego desaparecidos. Clara caminó las cárceles y se internó en las oficinas de cuanta “autoridad” se le puso en el camino. Los buscó para abrazarlos en medio de la desolación y pudo ver “al Angel, un día después de la tortura. Debo ser la única madre que pudo hacerlo. Y cuando él me abraza lo único que dice es: ‘No hablé, deciles que se queden tranquilos’, y casi se cae porque tenía la rodilla dada vuelta, de la tortura”. Clara casi ya no llora, presa de su memoria por decisión propia. Estoica, su vida está dedicada “a la lucha” por lo que le duele ya no poder ir a la ronda de los jueves. “No puedo caminar”, se justifica como si fuera necesario.
En su departamento de Paternal, Clara exhibe tantas fotos como portarretratos entran en la mesa del comedor, en la biblioteca, o arriba de la tele, junto al retrato de Lenin. Hay fotos de su nieto en París, en México, en Argentina. Hay un retrato de Adolfo Pérez Esquivel con Rigoberta Menchú. Hay fotos con David y con los hijos cuando eran chicos. “No puedo verlos en las fotos de grandes, me hace muy mal”, explica. A ese mismo departamento se mudó con David cuando “cayeron los chicos”. “Fernando había hecho pareja y su señora estaba embarazada, por eso yo tenía que estar donde estaba ella, por mi nieto, por eso cuando ella se va a Europa nosotros también fuimos”.
En París trabajó por los presos y los desaparecidos. Organizó marchas y logró con el respaldo de Amnesty que Mercedes Sosa dé un concierto en favor de los presos políticos. Se hizo amiga de Cortázar y lo recibió en su casa en la Ciudad Universitaria donde se reunían militantes exilados de América latina. Hasta que murió David. Su nuera se mudó a México y Clara la siguió y allí se hizo conocida por encadenarse a una columna del consulado argentino junto a Laura Bonaparte, otra madre exilada en México, reclamando por la aparición con vida de sus hijos. Viajó a Cuba y a Nicaragua, reclamó por los desaparecidos mexicanos en una visita de Pérez Esquivel y fue invitada por el gobierno a abandonar el país.
Entonces volvió a La Paternal, a la Plaza a reclamar “aparición con vida”. Se enojó “cuando se rompe Madres”. Se ocupó de rastrear a niños nacidos en cautiverio. Se emocionó con los actos importantes. Se alegró cuando su nieto recibió una beca para estudiar economía en Londres y renueva sus fuerzas cada domingo, cuando él la llama por teléfono. “Ahora con la guerra estoy nerviosa, me da miedo por lo que pueda pasarle”, dice reviviendo el dolor de tanta guerra. Recluida en su casa porque los años pesan demasiado, casi confiesa que “cada noche sueño con los chicos”. “Nuestros hijos son la semilla que renueva la fuerza para luchar por un mundo más digno”, dijo al inaugurar la muestra, golpeando con el bastón en el piso. “Esa semilla es la vida.”

 

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