Por Luciano Monteagudo
Hoy por hoy, ningún
cineasta debe ser más prolífico que Raúl Ruiz, el
notable cineasta chileno, radicado en Francia desde 1974, cuando tuvo
que abandonar su país después del golpe militar de Pinochet.
Desde que en 1968 dirigió su primer largometraje, el mítico
Tres tristes tigres (estrenado en Buenos Aires en el desaparecido Auditorio
Kraft), Ruiz lleva realizados hasta la fecha aproximadamente un centenar
de films, que ni siquiera él es capaz de contabilizar. Hasta hace
poco ignorado por los circuitos comerciales y requerido casi únicamente
por festivales y cinematecas, en Argentina Ruiz se conoció primero
en la sala Lugones, con Palomita blanca (1973) y Las tres coronas del
marinero (1982). En video se editaron, casi subterráneamente, Genealogías
de un crimen (1997) e Identidades cambiadas (1998), y la señal
de cable canal (á) difundió su particular lectura del Infierno
del Dante, que compartió con Peter Greenaway. Pero su nombre empezó
a sonar más fuerte con el estreno, la temporada pasada, de El tiempo
recobrado, soberbia versión del último tramo de la novela
de Marcel Proust. Ahora, por un azar benigno, coincide en Buenos Aires
el estreno el próximo jueves de Comedia de la inocencia,
uno de sus últimos films, protagonizado por Isabelle Huppert, con
la publicación de su Poética del cine (Sudamericana), en
donde Ruiz expresa su disconformidad con los esquemas narrativos dominantes
y propone un proyecto estético alternativo. De paso fugaz por la
ciudad, donde aprovechó para presentar su Comédie de linnocence
en el marco de la muestra España-Francia-Italia 2001,
Ruiz copa de vino tinto en mano conversó con Página/12
sobre sus teorías y los innumerables films en que las pone en práctica.
En su libro, usted desarrolla una suerte de diatriba contra lo que
llama la teoría del conflicto central...
Esta teoría tiene muchas caras y una de ellas es la cara
política. El modelo del conflicto central, que impuso Hollywood,
representa no sólo una mentalidad particular sino también
un proyecto político y económico particular, que el resto
del mundo no tiene por qué compartir. Y cuando me refiero al resto
del mundo ni siquiera estoy hablando de Chile, Africa o Indonesia. Estoy
hablando de Francia, Italia, Alemania, países muy centrales. El
modelo que nació como una forma de estructurar el drama se ha ido
reduciendo a meras normas de fabricación, de la misma manera que
hay normas de fabricación en una industria cualquiera. El rol artístico
se ha convertido en lo que ahora se llama design y el resto
entra en aquello que se puede denominar paradigma narrativo industrial,
donde todo se reduce a una cuestión deportiva: saber quién
va a ganar. Afirmar de una historia que no puede existir sino en razón
de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas otras historias
que no incluyen ninguna confrontación. Es curioso, porque originalmente
esa estructura expresaba el modo de ser de una cultura. Al interior de
esta cultura (la de EE.UU.), tomar una decisión es algo no solamente
indispensable, sino también un hecho que implica pasar al acto
de inmediato (no así en China o en Irak). En otras culturas, la
colisión física o verbal no es la única forma de
conflicto. Pero por desgracia, aquellas otras sociedades que mantienen
en secreto sus sistemas de valores han terminado por adoptar exteriormente
el comportamiento retórico de Hollywood.
Usted también propone en su libro una modesta defensa
del aburrimiento. ¿Por qué?
El aburrimiento es el octavo pecado capital, según el teólogo
Casiano, un cura de Marsella. Lo que yo intento introducir es un espacio
donde el cine puede suceder, puede ser posible, sin dejarse llevar por
la tristitia, el aburrimiento del que habla Casiano, que es la impaciencia
malsana y contra la que lucha el modelo deportivo de Hollywood, con ganadores
y perdedores. Pero el cine está en condiciones de hacer mucho más
que eso y no estoy descubriendo nada. Basta con mencionar a Godard o a
Antonioni. La teoría del conflicto central produce esta ficción
deportiva, este vértigo ante la violencia y nos propone embarcarnos
en un viaje en el que, prisioneros de la voluntad del protagonista, estamos
sometidos a las diferentes etapas del conflicto, con el héroe como
guardián y cautivo. Al final, somos puestos en libertad, entregados
a nosotros mismos, algo más tristes que antes y sin otra idea que
la de embarcarse en otro crucero.
¿A qué modelo piensa que se suscribe su cine?
Soy un predador, me instalo en otros modelos narrativos y trato
de readaptarlos. Pero me siento más confortable en el modelo francés,
aunque no adhiera, necesariamente. Los norteamericanos dicen de él,
no sin humor: todos los personajes condenados antes de los títulos;
empiezan mal y van a terminar peor. El interés no es tanto qué
va a pasar sino cómo va a pasar. Es un modelo que va de Zola a
Bresson, pero es también el modelo de Kafka.
¿Hasta dónde el triunfo del paradigma narrativo
industrial no es responsabilidad también del público?
Con el cine pasa lo mismo que con los distintos sistemas musicales.
Aquel que está habituado a un sistema tonal le cuesta pasar a la
atonalidad o ciertos aspectos de los sistemas modales. Hay que habituarse.
Yo recuerdo cuando había muchas maneras de hacer y de ver cine.
Ver una película japonesa, por ejemplo, implicaba habituarse a
muchas cosas: a la manera de actuar, estilizada; a la manera de hablar,
gutural. Pero esa voluntad de aventurarse por otros sistemas se ha ido
perdiendo y allí también hemos perdido nosotros, los latinoamericanos.
A propósito, ¿qué estuvo haciendo ahora en
Chile?
Estuve haciendo unos diarios filmados, con una cámara digital,
jugando con el cine como si fuera un gran tapiz, con una gran libertad.
Y en Chile es la única parte donde puedo hacerlo. En el cine habitualmente
hay mucho control y en Chile, por alguna razón, es donde tengo
menos control y más margen de maniobra, porque conozco mejor mi
país y tengo mayor cantidad de imágenes a mi disposición,
imágenes no usadas todavía.
El TV Dante también lo hizo en Chile, ¿por
qué?
¿Se vieron los cantos por acá? En Chile nadie los
vio, pero en Australia son bien conocidos. En el TV Dante
había una cosa bien divertida, que eran las feministas que hablaban
del machismo de Dante, unas que tenían unos cuellos como de jirafa.
Dante es un nombre muy frecuente en Chile y la premisa, como todo lo que
pasa en Chile, fue un chiste: si uno se porta mal en esta vida, en el
más allá se convertirá en chileno. Por lo demás,
los cantos los voy siguiendo literalmente, pero se van viendo distintas
cosas, escenas infernales, pero vistas a la manera militante. Hice el
tipo de película que se supone sé hacer: mezclar efectos
de película de terror baratas con la iconografía del cine
político de los 60, Sanjinés, por ejemplo. En vez de banderas
rojas puse cruces. Y como el TV Dante fue producido por un
canal de televisión, hay una parte que es como un show de cocina:
en el último canto las almas son ojos fritos, cocinados con mole.
En su Comedia de la inocencia un niño, de pronto, dice desconocer
a su madre, que su madre es otra, que vive en otra casa. Y esa otra madre
y esa otra casa existen. ¿Hay un cierto desplazamiento de la realidad
que se puede asociar con el relato fantástico rioplatense?
Yo leo en los ascensores y en los aviones y cuando filmo estoy siempre
invadido por otras películas que van llegando. También me
preguntaron si había pensado en los niños apropiados durante
la dictadura militar argentina. No, pero el inconsciente existe. Comedia
de la inocencia parte de una novela de un italiano, Massimo Bontempelli,
donde las explicaciones no hacen más que reforzar el misterio.
Pero yo suscribo la idea del cine clandestino, donde detrás de
la lógica de un film siempre hay otro film no explícito,
cuyos puntos fuertes se sitúan en los puntos débiles del
film aparente. Ya me pasó antes con Tres vidas y una sola muerte,
que protagonizaba Marcello Mastroianni. Se empezó a hablar de que
el film trataba acerca de la muerte de la izquierda en Francia. Jamás
se me había pasado por la cabeza, pero de pronto recordé
que en determinadas escenas le había pedido a Mastroianni que actuara
como Mitterrand y que a determinadas actrices las había hecho vestir
a la manera de la época del Frente Popular. Una de las cosas más
curiosas del cine es que uno siempre cree estar haciendo una película
y en realidad está haciendo otra. Está también haciendo
la que quería hacer, pero siempre hay una segunda película
que asoma detrás de la primera, una película clandestina.
Es un poco como los contrabandistas de Marea baja, de Robert Stevenson:
contrabandistas que no sabían que lo eran. Yo me siento así
siempre, como un contrabandista.
Dos caras de Colombia
El director colombiano Sergio Cabrera anunció que está
preparando un documental sobre la vida del fallecido narcotraficante
Pablo Escobar y una película que desarrollará a partir
de una novela de su compatriota Santiago Gamboa. Cabrera precisó
que dentro de un mes empezará a rodar el documental, que
supondrá una reflexión sobre lo que ha significado
Escobar y todo lo que hay detrás de ese fenómeno,
en alusión a la compleja figura del famoso ex titular del
Cartel de Medellín, detenido, fugado y luego muerto por las
fuerzas de seguridad de su país. En cuanto a la película
de ficción, Cabrera adelantó que trabaja en ella con
el director y productor argentino-español Gerardo Herrero
y adelantó que esta versión cinematográfica
de una novela de Gamboa se titulará Perder es una cuestión
de método. El realizador de La estrategia del caracol y Silencio
de estadio, entre otros films, tomó parte en Valladolid del
II Congreso Internacional de Lengua Española, donde analizó
la situación del cine en español que, según
dijo, ha experimentado un ligero repunte, aunque sigue siendo
muy dramática. Argumentó que la desproporción
entre los trabajos en esta lengua y los que se hacen en inglés
es gigantesca, ya que confrontan el 95 por ciento con
el cinco por ciento restante. Cabrera sostuvo que si lo que ocurre
con los largometrajes en español sucediera con la literatura,
seguramente se tomarían medidas y lamentó
que exista una tendencia tradicional a considerar que es más
cultura la literatura que el cine o que otras manifestaciones artísticas.
Por último, el cineasta pidió reflexión para
ayudar al cine en español, al que calificó como un
gran difusor de nuestra lengua.
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