Página/12
en Pakistán
Por
Eduardo Febbro
Desde Peshawar
Dijo que nunca hubiese pensado que el nombre que le pusieron sonara algún
día como una palabra predestinada: Osama. El muchacho se yergue
orgulloso al borde de la vereda y muestra la inscripción pegada
al frente de la mesa donde una hoja a medio llenar contiene los nombres
de los voluntarios que se inscribieron para la Guerra Santa: Comprométase
financiera y físicamente a favor de los afganos. Osama dice
que hoy no hubo mucha gente, pero hay días en que nos vamos
con las hojas llenas de nombres. Alrededor de la oficina
de Jihad se agolpan más curiosos que voluntarios para combatir
en Afganistán. La oficina es una simple mesa de metal desvencijado
instalada en una de las veredas del barrio Sel de Peshawar. Como es viernes
de plegaria y jornada de manifestaciones, Osama vino temprano acompañado
por dos ayudantes. Los tres muchachos parecen vivir en un mundo que desconoce
la actualidad y sus repentinos cambios.
Cuando los norteamericanos pongan un pie en Afganistán los
vamos a eliminar uno por uno. Los vamos a destrozar como hicimos con los
rusos, dice Osama levantando un dedo en el aire. La voz excitada
de Osama atrae a los curiosos que vienen a sumarse a las arengas contra
el gran Satán del Norte. Cuando la multitud se calma, se hace obvio
de que nadie está al corriente de que las tropas norteamericanas
ya están en tierras afganas desde hace 24 horas. La gente recibe
la noticia e interroga con incredulidad hasta que al final acepta la veracidad
de la información. Entonces, del medio de aquel silencio asombrado,
surge un hombre joven que exclama: ¿Qué quiere que
hagamos? Nosotros estamos en Pakistán.
Desde antes del inicio de las represalias norteamericanas en Afganistán,
los partidos islámicos radicales empezaron a montar oficinas
volantes para reclutar gente dispuesta a apretar el gatillo del otro lado
de la frontera. La juventud se siente atraída por la acción,
tiene sed de venganza y la guerra en Afganistán cubre de una visión
heroica la pertenencia el Islam. Son los que más se alistan. Para
ellos, es una forma de reafirmarse, de asentar su identidad y su compromiso
religioso y de dar algo de sí mismos por los hermanos musulmanes
que mueren en Palestina y Kabul, comenta a Página/12 un sociólogo
local al que los islamistas tildan de infiel.
El fenómeno y la cantidad de voluntarios varía según
los momentos y las regiones. En las zonas tribales de Mohmand, Bajur,
Khyber, Orakazi y al norte y al sur del Waaziristan, los habitantes pro
talibanes abrieron oficinas para recolectar fondos destinados a la Guerra
Santa contra los Estados Unidos y atraer voluntarios jóvenes. En
regiones como Makee, al sur de Waazirstan, las tribus favorables al régimen
de Kabul prepararon planes destinados a la colecta de armas pesadas para
entregarlas a la milicia talibán. Con tal de colaborar, la gente
es capaz de llevar de todo. En Khar, el miembro de una tribu aportó
una cabra mientras que una mujer de condición muy pobre se presentó
a la oficina de la jihad para donar 30 huevos. Los islamistas
duros de esas regiones de Pakistán pidieron hasta 20 kilos de joyas
y oro y en los primeros días del conflicto se llegaron a juntar
unas cinco millones de rupias, alrededor de 80 dólares.
Yo no tengo miedo de morir por el Islam. Para mí es un orgullo.
Osama bin Laden es nuestro salvador, dice Aqqim sacando del escondite
el fusil Kalashnikov que compró hace dos días con la plata
que consiguió acumular entre todos los amigos. La suma es pequeña
pero considerable en un país donde los sueldos medios varían
entre 60 y 160 dólares. Aqqim pagó 240 dólares por
su Kalashnikov y, según afirma con gesto decidido, en pocos días
se unirá al ejército que combate la invasión
de los infieles. Aqqim se alistó en la Guerra Santa cuando
vio un aviso con un número de teléfono pintado detrás
de uno de esos pintorescos side-car que sirven de medio de transporte
en Peshawar. La imagen era fuerte: un hombre empuñando un fusil
enfrentado a la punta de un misil que se le viene encima le mostraron
que él podía seguir ese camino. Sentí que estaba
dirigido a mí, que me estaba indicando cuál era mi deber.
El discurso que se oye en las mezquitas y el que, con calculada precisión,
pronuncian los líderes islamistas no son ajenos al fervor combativo
que gana el corazón de los jóvenes. En las extensas diatribas
que repercuten en las mezquitas los días de manifestación,
los jóvenes ven desfilar las imágenes de un Islam victorioso
frente a las fuerzas de Satán que pretenden aplastarlo. En boca
de los jefes religiosos, la Guerra Santa es una honra, un compromiso ineludible
para defender el Islam. Cuando los jefes fundamentalistas claman hasta
perder el aliento Afganistán=Vietnam, los más
jóvenes imaginan ser un eslabón de ese ejército religioso
que va a expulsar a los soldados norteamericanos y vengar la afrenta.
Los estudiantes de las escuelas coránicas constituyen el primer
pelotón de candidatos. El fenómeno adquiere tales proporciones
que sectores policiales paquistaníes hablan incluso de la existencia
de una verdadero trance, de una suerte de síndrome
de la Guerra Santa que alcanzó a muchísimos jóvenes.
En los colegios y las universidades, los muros están literalmente
cubiertos de slogans antinorteamericanos y de retratos de Bin Laden. Estados
Unidos creó pieza tras pieza un héroe y un síndrome
que nos hacía falta, dice un policía pakistaní
que vigila de cerca a los grupúsculos combatientes. Jamil Khan,
portavoz de la federación de escuelas coránicas, asegura
que no es cierto que centenas de estudiantes de las madrassahs hayan salido
con rumbo a Afganistán. Muchos están esperando en
las fronteras, otros se encuentran en estado de alerta. El mullah Omar
(líder religioso del régimen de Kabul) nos dijo que no enviáramos
a todos los estudiantes a la Guerra Santa. Solamente podíamos hacerlo
después de los exámenes y en caso de necesidad.
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