Por
Marta Dillon
Lo
tentador es el juego, creerse una bacante en plenilunio y no tener más
prioridades que el amor y el exceso, así, desmesurado y cursi,
como es el amor cuando se desboca. Hay que buscar algún resto primitivo
detrás de todas las máscaras y dejarlo balbucear sus pocas
palabras: corazón, bichito de luz, cosita linda, así, así,
no me dejes, no me voy. Son las condiciones para el relajo de entregar
una noche a la consagración de Afrodita en esta época en
que en la antigua Grecia se organizaban sus festejos. En octubre y noviembre
La Casa de Peloncha se abre para auspiciar los toqueteos bajo la mesa,
los dedos demorados entre dientes que muerden suavemente, un toque de
brillo chancho para mojar los labios y humedecer la invitación
al beso. Pero el entusiasmo tiene que estar enredado en el ánimo
de los comensales para encontrar poderes
afrodisíacos en la propuesta ad hoc de esta chef pionera de la
comida francesa en la Argentina. Nada, ni siquiera el Viagra reemplaza
al deseo cuando se transita la estepa del desinterés. De hecho,
en el menú se ofrece un Viagra natural entre las entradas.
Pero el soplido de esta comida sólo puede encender el fuego si,
cuando menos, hay un rescoldo entre los leños de la pareja o
el grupo decidida a los goces. El Viagra natural no
tiene ni apio, ni nueces, ni mariscos. No tiene nada de sutil y ésa
es la idea, a veces es mejor desnudarse de remilgos y hacer lo que viene
en gana sin mediaciones, tomar con la mano ese arrolladito de chorizo
que se supone útil para erguir los mástiles y rodearlo con
los labios, redondos como una O.
No hay consenso sobre la cocina erótica o afrodisíaca, ese
eufemismo que se usa desde tiempos inmemoriales para nombrar la imposible
fórmula de la felicidad, esa que se ingiere y asegura el placer
no hablamos aquí de sustancias químicas o ilegales.
Pero se sigue intentando con la plena conciencia de que la sola idea de
elegir esta propuesta en lugar de cualquier otra habla de un terreno fértil
para dibujar los diversos caminos de la sensualidad. En Lo de Peloncha
lo único que se promete es rica comida para dar en la boca y un
menú que permite los guiños cómplices a la hora de
elegir. ¿Barquitos del amor o Rosita tierna? ¿Navegarías
tus endivias azules con nueces hasta mi costa? ¿Puedo morder tu
rosa de palmitos y tomates? ¿O sería mejor morder la Tibia
Manzana de Adán? Lo mejor de este plato, tal vez, es no saber de
qué se trata. Es como entrar con los ojos cerrados en una habitación
en la que es evidente que algo sucederá. Pero no sabe qué.
La sorpresa es negra, negra morcilla bañada en chocolate y cognac.
Si algún secreto convoca a Eros, es seguro que en este caso es
rioplatense. Peloncha, la mano mágica detrás de los discretos
susurros de los platos, se pasea como un duende entre las mesas. Le gusta
confesar la tormenta de ideas que dio a luz los nombres que se acomodan
en el menú Afrodita treinta pesos el cubierto con buenos
vinos Saint Felicienne, de bodegas Catena, y copas de champagne helado
que se sirve sólo por la noche. Si llegaba a bautizar los
platos tal como la imaginación me lo pedía, hubiera sido
calificada con triple X. Seguro que no es para tanto, pero a juzgar
por la elección de los ingredientes lo único que no se puede
discutir es que la guía es el exceso. Hay unoscuantos platos magros,
como recomiendan los sexólogos, para que la ley de gravedad no
impida las acrobacias imaginadas para un momento audaz. Pero la constante
son bocados con carne como el Omaoma las pelotas de Mahoma,
susurra Peloncha con salsa de mostaza, que remedan algún
texto de Pierre Louys con su abundancia de texturas y olores.
El clima alcanza para sublimar a una pareja enamorada mil y una
noches, como se propuso Peloncha. Sobre todo en las mesas del jardín
o en algún rincón del discreto salón de la casona
de Palermo en el que se pueden recitar al oído los Aires
eróticos del haiku, del poeta Alberto Perrone, que se reciben
a la entrada y pueden servir de apunte para amantes poco inspirados. Son
afroditas/ y saben a almejas:/ tus cabalgatas, se puede enunciar
mientras se prueban las Ostras a la juvenal salmón, espinacas,
ostras, pernod, hinojo. O Llegó tu cuerpo/ y ya es
más claro/ este champán, si la elección es
una Invitación al amor -lenguado, champagne y caviar. Pero
por alguna razón los pocos comensales que pueden alojarse en el
pequeño salón se ponen mal hablados. La grosería
es un ingrediente tan útil como el alcohol, ambos en dosis que
no permitan dormirse sobre el fango cuando todo lo que se quería
era un revolcón. Y ya sabemos, buena amiga del exceso, que no hace
brotar flores exactamente de los labios delineados. Cuanto más
bajo se llegue, más fácil es perder el personaje cotidiano,
más sencillo disfrazarse, irse de vacaciones de uno mismo, jugar
el juego de roles que trae la ilusión del cambio. Aunque después
haya que volver a poner el bozal a la bestia, en el mejor de los casos,
antes del amanecer. El sol puede hacer estragos sobre la fauna de la noche.
El rumor de los plátanos de las veredas de la calle Manuel Ugarte,
alguna estrella que se cuela entre las hojas, los manteles blancos, la
luz de pequeñísimas velas, la sonrisa de duende de Peloncha,
todo eso puede servir como excelente cancha si ya se ha dado el puntapié
inicial en los juegos del amor. No hay más magia que la de los
sabores, pero eso es suficiente. Un sentido abre al otro y un dátil
relleno de nueces puede llevar al beso a la hora del postre. No hay consenso
sobre la cocina erótica, sobre la capacidad energizante de los
ingredientes o sobre qué significaría eso ¿debería
despertar el deseo o sólo las funciones mecánicas?.
Lo que es seguro es que el amor busca el placer como las horquetas el
agua. Y en Lo de Peloncha el placer entra por la boca.
SECRETER
Tres frases
Las
mujeres estropean todo romance, intentando hacerlo eterno.
uuu
El único encanto del pasado es que ya ha pasado. Pero las
mujeres nunca saben cuándo ha caído el telón.
Siempre quieren un sexto acto y, aunque se haya perdido el interés
por la obra, ellas proponen la continuación.
uuu
Me aburren las mujeres que nos aman. Las mujeres que nos odian son
más interesantes.
(Oscar Wilde, en Sin Tapujos).
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sobre
gustos...
Por Sandra Russo
Ir
al bingo con papá
Mi
papá toda la vida tuvo una óptica. Quiero decir: tiene
una manera de ver las cosas, pero además tiene un negocio
en el que vende anteojos y cámaras fotográficas. Como
mi papá vive en la Argentina, y es comerciante, pueden faltarle
muchas cosas, pero no tiempo libre. Eso sería un problema
si al lado de su negocio no hubiesen puesto un bingo.
Mi mamá y mi papá van allí muy seguido. En
realidad, me parece que van casi todos los días, aunque les
cueste confesarlo. De pronto han encontrado una fuente de adrenalina
que los rejuvenece. El bingo y que esto no lo tomen a mal
los analistas de pareja los ha ayudado a superar sus problemas
conyugales: están casados desde hace cuarenta y cinco años,
de modo que se adoran y se aborrecen con la misma y considerable
intensidad. Pero ahora, a veces, van juntos, lo cual les permite
compartir la mesa, darse ánimo o festejar con Coca y sándwiches
de miga cuando la suerte ayuda y salen ganadores. Y otras veces
van por separado, cada uno dueño de su propio destino y su
propio cartón.
Jamás entré a una sala de bingo, pero me gustan los
casinos, aunque voy una vez cada cinco años. Me gusta la
ruleta. Me gusta poner fichas y sentir que ya nada depende de mí.
Hace poco mi papá me comentó que en el bingo había
máquinas de ruleta con fichas de 25 centavos. Ni loca hubiese
ido si mi papá no se hubiese ofrecido a hacerme una visita
guiada como quien muestra la clave de su paraíso artesanal.
No pude resistirme, porque además yo con mi papá nunca
fui sola a ningún lado. En mi época, los padres no
cambiaban a los bebés ni sacaban a pasear a los niños,
no iban a torneos deportivos ni conversaban sobre intimidades. De
modo que crecí sabiendo que mi papá estaba ahí,
del otro lado de mi mamá. Como uno finalmente crece, el día
que mi papá me propuso irnos solos al bingo sonreí
y me dejé llevar dócilmente a ese lugar alienante,
oscuro, ruidoso y decadente que es el bingo. Tardamos como cuatro
horas en salir, y salí porque fue mi propio padre el que
impuso su buen criterio y me sugirió que mi mamá y
mi hija estaban esperándonos. Desde entonces, ir los domingos
con mi papá a jugar a la ruleta del bingo de Quilmes es uno
de mis mejores programas. Estar juntos, él y yo, es algo
de lo que no hemos abusado, y podremos perder algunas fichas, pero
más tiempo, no.
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