Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


SE CUMPLEN 20 AÑOS DE LA MUERTE DE GEORGES BRASSENS Y 80 DE SU NACIMIENTO
Lecciones de un anarquista sentimental

Fue uno de los máximos creadores de la canción
francesa. Maestro de la
ironía, supo transmitir la
poesía culta al lenguaje de la calle, y así se transformó en influencia ineludible para los cantautores de la década del �70.

Brassens marcó un quiebre estético en la canción francesa.

Por Guillermo Pellegrino

Los muy diversos homenajes realizados en Francia y en otras partes del mundo sobre la vida y la obra del poeta, compositor e intérprete Georges Brassens no son producto de la casualidad: el lunes próximo se cumplen 20 años de su muerte y anteayer se cumplieron 80 años de su nacimiento en la pequeña ciudad sureña de Sète. Brassens supo tratar mejor a la muerte, a la que se refirió poéticamente con irreverencia y familiaridad: “Para el cementerio el camino/que sea más largo tomaré/le haré la rabona a la muerte/a tranco largo partiré...”. Pero el 29 de octubre de 1981 no pudo hacerle ninguna rabona y partió, en silencio. Quedó el recuerdo de poeta irónico, rebelde, que se rió de todo el mundo, inclusive de sí mismo.
Hijo de una italiana y de un francés, forjó, desde pequeño, una personalidad vigorosa. El pequeño Georges recibió una educación católica, que dejaría algunas huellas en su obra. Muchos años después, y desde algunos círculos culturales franceses, sería criticado por el sarcasmo con que trataba a algunos miembros de la iglesia. Su amor por la canción francesa, al parecer, surgió cuando era niño, ya que en su casa su madre y su hermana cantaban, y él las acompañaba. Más tarde, en la adolescencia, se interesó por el jazz, género que lo seguiría apasionando durante toda su vida. En la secundaria, Brassens no se destacó por ser un buen alumno. Sólo había una materia a la que le prestaba atención: literatura. Dos profesores le inculcaron el placer por la poesía clásica y medieval, lo orientaron en las lecturas y le enseñaron las primeras nociones de versificación.
Cuando salía del colegio, y junto a otros adolescentes del pueblo, solía vagabundear por las calles; aún no había cumplido 17 años. Brassens (al igual que sus compinches) fue expulsado del colegio y, ante la dura condena social, se vio obligado a abandonar los estudios. Viajó a París, a la casa de la tía Antoinette, hermana de su madre, y logró emplearse como peón en la fábrica Renault. Eran tiempos difíciles, la Segunda Guerra Mundial asolaba al continente europeo. Pronto comenzaron los ataques sobre París. La fábrica Renault fue bombardeada cuando él no estaba de turno. Perdió el trabajo. A los pocos días volvió a la casa de sus padres pero no pudo resistir el ambiente de su pueblo. Retornó a París.
Instalado en la capital francesa comenzó a escribir La torre de los milagros, novela que se editaría más tarde sin éxito. En 1942 publicó por su cuenta un pequeño primer libro con 13 poemas: A la venvole. Regresó a Sète. Quería escribir canciones poéticas que saliesen de lo convencional. Pero tenía por delante un camino pedregoso. En 1943 el gobierno de Vichy decretó el Servicio de Trabajo Obligatorio para todos los franceses en edad de combatir y fue enviado a una planta de BMW en Basdorf (cerca de Berlín), que había sido transformada para fines militares.
En Alemania estuvo un año. Salió con la venia para pasar dos semanas en París, pero el permiso venció y decidió no volver a Basdorf. Debió esconderse en la casa de Jeanne Le Bonniec, una amiga costurera. Pasaba largas horas en la biblioteca municipal del distrito 14, su barrio, devorando la mejor poesía francesa: Villon, de quien después fue considerado un legítimo heredero, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine y Paul Valéry, entre otros. A fines de 1945 conoció a Jossette, una joven de 17 años que sufría porque sus padres se habían divorciado y su madre la detestaba. Un condimento seductor, para un anarquista sentimental como él. Juntos pasaron algunos momentos felices. Con el tiempo, Jossette se convirtió en ocasional prostituta de las calles de Montmartre, y llegó a contagiarle una enfermedad venérea. Se separaron.
Desde 1948 hasta 1951 pasó por el período más negro de su vida: comenzó a deambular por París sin oficio. Su aspecto reflejaba una absoluta dejadez. Una lituana llamada Joha Heyman, quien más tarde se convertiría en su nueva compañera, lo ayudó a recuperarse. La de ellos fueuna relación especial: Joha, diez años mayor, estuvo más de treinta años junto a Georges, hasta su muerte. En 1952 lo escuchó la vedette Lady Patachou. Subyugada, lo hizo debutar en su cabaret. Al poco tiempo grabó su primer simple. Comenzaba el mito Brassens. Su llegada al mundo de la canción resultó una verdadera explosión: era un personaje cautivante. El furor se debió, principalmente, a la seducción de su voz y a la ruptura que propuso: en primer lugar, por su concepción estética, su sobriedad (“canto para los oídos, no para los ojos”, solía decir); pero fundamentalmente por la temática de sus letras, que salían de lo habitual: un hombre que se queja porque ha sorprendido a su amante engañándolo con su propio marido; una ingenua muchacha campesina que encuentra un gatito abandonado y le da de mamar escandalizando a toda la aldea; un grupo de verduleras de un suburbio de París que interrumpen una reyerta y le propinan una descomunal paliza a los gendarmes.
Brassens fue un verdadero maestro de la ironía. Se burló de la hipocresía con la que convivía, y se quejó de una sociedad de la que él, en realidad, se sentía lejos. Ni siquiera en las jornadas de mayo del 68 Brassens se sintió tocado por la fiesta popular. “Estaba con un ataque de nefritis”, comentó risueño. Luego, más serio, argumentó: “tanta gente dijo tantas tonterías que no merecía la pena añadir una más. Era un asunto que no me interesaba. Soy anarquista y partidario de cierto federalismo, pero los estudiantes deben solucionar sus propios problemas”. Su declarado anarquismo estaba, en los ‘60, teñido de un fuerte escepticismo.
En Francia, a fines de esa década y a principios de los ‘70, sus canciones eran muy famosas: habían recorrido el país de punta a punta, interpretadas también por otros cantantes. Brassens, sin embargo, desconfiaba del aparato difusor. “¿Aceptaría usted comercializarse un poco más?”, le preguntaron una vez. “Me dejo maniobrar lo justo, siempre que no se me deshonre demasiado. Por ejemplo, grabo el disco antes de mi presentación en escena, porque es necesario que esté en venta en el momento de mi actuación. Existen imperativos como ese y yo sé que canto mejor mis canciones después de haberlas interpretado durante un mes. Los discos hubieran sido mejores si los hubiese grabado después”.

 

“¡No quiero ser noble!”

En 1967, la Academia Francesa le otorgó a Brassens el Gran Premio de Poesía. Los escritores Marcel Pagnol y Joseph Kessel, y el cineasta René Claire, entre otros, le ofrecieron a Brassens apadrinarlo para que ocupara un sillón en la Academia. Rechazó la oferta con una broma: “¡Ya me ven a mí con el tricornio y la espada!”, aludiendo al uniforme que usan los académicos franceses. Fue consecuente con la actitud de su canción “Pequeño flautista”: “El pequeño flautista/llevaba su música al castillo/Por la gracia de sus canciones/el rey le ofreció un blasón/¡Yo no quiero ser noble!/Respondió el musicante/¡Con un blasón en la clave/mi La se llenaría de ínfulas!/y dirían en todo el país/El pequeño flautista nos traicionó”.

 

PRINCIPAL