Por Guillermo Pellegrino
Los muy diversos homenajes
realizados en Francia y en otras partes del mundo sobre la vida y la obra
del poeta, compositor e intérprete Georges Brassens no son producto
de la casualidad: el lunes próximo se cumplen 20 años de
su muerte y anteayer se cumplieron 80 años de su nacimiento en
la pequeña ciudad sureña de Sète. Brassens supo tratar
mejor a la muerte, a la que se refirió poéticamente con
irreverencia y familiaridad: Para el cementerio el camino/que sea
más largo tomaré/le haré la rabona a la muerte/a
tranco largo partiré.... Pero el 29 de octubre de 1981 no
pudo hacerle ninguna rabona y partió, en silencio. Quedó
el recuerdo de poeta irónico, rebelde, que se rió de todo
el mundo, inclusive de sí mismo.
Hijo de una italiana y de un francés, forjó, desde pequeño,
una personalidad vigorosa. El pequeño Georges recibió una
educación católica, que dejaría algunas huellas en
su obra. Muchos años después, y desde algunos círculos
culturales franceses, sería criticado por el sarcasmo con que trataba
a algunos miembros de la iglesia. Su amor por la canción francesa,
al parecer, surgió cuando era niño, ya que en su casa su
madre y su hermana cantaban, y él las acompañaba. Más
tarde, en la adolescencia, se interesó por el jazz, género
que lo seguiría apasionando durante toda su vida. En la secundaria,
Brassens no se destacó por ser un buen alumno. Sólo había
una materia a la que le prestaba atención: literatura. Dos profesores
le inculcaron el placer por la poesía clásica y medieval,
lo orientaron en las lecturas y le enseñaron las primeras nociones
de versificación.
Cuando salía del colegio, y junto a otros adolescentes del pueblo,
solía vagabundear por las calles; aún no había cumplido
17 años. Brassens (al igual que sus compinches) fue expulsado del
colegio y, ante la dura condena social, se vio obligado a abandonar los
estudios. Viajó a París, a la casa de la tía Antoinette,
hermana de su madre, y logró emplearse como peón en la fábrica
Renault. Eran tiempos difíciles, la Segunda Guerra Mundial asolaba
al continente europeo. Pronto comenzaron los ataques sobre París.
La fábrica Renault fue bombardeada cuando él no estaba de
turno. Perdió el trabajo. A los pocos días volvió
a la casa de sus padres pero no pudo resistir el ambiente de su pueblo.
Retornó a París.
Instalado en la capital francesa comenzó a escribir La torre de
los milagros, novela que se editaría más tarde sin éxito.
En 1942 publicó por su cuenta un pequeño primer libro con
13 poemas: A la venvole. Regresó a Sète. Quería escribir
canciones poéticas que saliesen de lo convencional. Pero tenía
por delante un camino pedregoso. En 1943 el gobierno de Vichy decretó
el Servicio de Trabajo Obligatorio para todos los franceses en edad de
combatir y fue enviado a una planta de BMW en Basdorf (cerca de Berlín),
que había sido transformada para fines militares.
En Alemania estuvo un año. Salió con la venia para pasar
dos semanas en París, pero el permiso venció y decidió
no volver a Basdorf. Debió esconderse en la casa de Jeanne Le Bonniec,
una amiga costurera. Pasaba largas horas en la biblioteca municipal del
distrito 14, su barrio, devorando la mejor poesía francesa: Villon,
de quien después fue considerado un legítimo heredero, Baudelaire,
Mallarmé, Verlaine y Paul Valéry, entre otros. A fines de
1945 conoció a Jossette, una joven de 17 años que sufría
porque sus padres se habían divorciado y su madre la detestaba.
Un condimento seductor, para un anarquista sentimental como él.
Juntos pasaron algunos momentos felices. Con el tiempo, Jossette se convirtió
en ocasional prostituta de las calles de Montmartre, y llegó a
contagiarle una enfermedad venérea. Se separaron.
Desde 1948 hasta 1951 pasó por el período más negro
de su vida: comenzó a deambular por París sin oficio. Su
aspecto reflejaba una absoluta dejadez. Una lituana llamada Joha Heyman,
quien más tarde se convertiría en su nueva compañera,
lo ayudó a recuperarse. La de ellos fueuna relación especial:
Joha, diez años mayor, estuvo más de treinta años
junto a Georges, hasta su muerte. En 1952 lo escuchó la vedette
Lady Patachou. Subyugada, lo hizo debutar en su cabaret. Al poco tiempo
grabó su primer simple. Comenzaba el mito Brassens. Su llegada
al mundo de la canción resultó una verdadera explosión:
era un personaje cautivante. El furor se debió, principalmente,
a la seducción de su voz y a la ruptura que propuso: en primer
lugar, por su concepción estética, su sobriedad (canto
para los oídos, no para los ojos, solía decir); pero
fundamentalmente por la temática de sus letras, que salían
de lo habitual: un hombre que se queja porque ha sorprendido a su amante
engañándolo con su propio marido; una ingenua muchacha campesina
que encuentra un gatito abandonado y le da de mamar escandalizando a toda
la aldea; un grupo de verduleras de un suburbio de París que interrumpen
una reyerta y le propinan una descomunal paliza a los gendarmes.
Brassens fue un verdadero maestro de la ironía. Se burló
de la hipocresía con la que convivía, y se quejó
de una sociedad de la que él, en realidad, se sentía lejos.
Ni siquiera en las jornadas de mayo del 68 Brassens se sintió tocado
por la fiesta popular. Estaba con un ataque de nefritis, comentó
risueño. Luego, más serio, argumentó: tanta
gente dijo tantas tonterías que no merecía la pena añadir
una más. Era un asunto que no me interesaba. Soy anarquista y partidario
de cierto federalismo, pero los estudiantes deben solucionar sus propios
problemas. Su declarado anarquismo estaba, en los 60, teñido
de un fuerte escepticismo.
En Francia, a fines de esa década y a principios de los 70,
sus canciones eran muy famosas: habían recorrido el país
de punta a punta, interpretadas también por otros cantantes. Brassens,
sin embargo, desconfiaba del aparato difusor. ¿Aceptaría
usted comercializarse un poco más?, le preguntaron una vez.
Me dejo maniobrar lo justo, siempre que no se me deshonre demasiado.
Por ejemplo, grabo el disco antes de mi presentación en escena,
porque es necesario que esté en venta en el momento de mi actuación.
Existen imperativos como ese y yo sé que canto mejor mis canciones
después de haberlas interpretado durante un mes. Los discos hubieran
sido mejores si los hubiese grabado después.
¡No quiero
ser noble!
En 1967, la Academia Francesa le otorgó a Brassens el Gran
Premio de Poesía. Los escritores Marcel Pagnol y Joseph Kessel,
y el cineasta René Claire, entre otros, le ofrecieron a Brassens
apadrinarlo para que ocupara un sillón en la Academia. Rechazó
la oferta con una broma: ¡Ya me ven a mí con
el tricornio y la espada!, aludiendo al uniforme que usan
los académicos franceses. Fue consecuente con la actitud
de su canción Pequeño flautista: El
pequeño flautista/llevaba su música al castillo/Por
la gracia de sus canciones/el rey le ofreció un blasón/¡Yo
no quiero ser noble!/Respondió el musicante/¡Con un
blasón en la clave/mi La se llenaría de ínfulas!/y
dirían en todo el país/El pequeño flautista
nos traicionó.
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