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La
marcha de la bronca
Por Sandra Russo
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¿Dónde va
la gente cuando llueve?, se preguntaban hace veintipico de años
Pedro y Pablo, los mismos de la Marcha de la bronca. Hace
poco me sorprendí tarareando esa marcha, supongo que por una asociación
inconsciente de ideas, después de las elecciones, de tanto escuchar
aquello del voto bronca. Y con estupor me encontré pronunciando
las palabras fe y esperanza, ya que, créase o no, la bronca de
hace veintipico de años era, comparada con la que conocimos después,
una bronquita suave, templada, amable. La letra decía bronca
que también es esperanza, y terminaba con un marcha
de la bronca y de la fe.
¿Dónde va la gente? ¿Usted sabe dónde
está la gente?, me preguntaba desconcertado hace una semana
un taxista, un viernes a las nueve de la noche, en pleno centro. No había
nadie en las calles. Y no llovía. Una encuesta de Gallup sobre
los nuevos hábitos indicó este martes que un 30 por ciento
de los 1168 argentinos consultados declaró que ya no sale de noche
por temor a un asalto. Tengo mis dudas de que ése sea el motivo
real del enclaustramiento hogareño al que se abandonan cada vez
más personas. Es más elegante decir que uno les tiene miedo
a los ladrones que confesar que en realidad uno les teme a los fantasmas.
Y es incluso más socialmente aceptable alguien con miedo que alguien
sin ganas.
Hay estupor. Hay escozor. Hay aislamiento. Hay desconfianza. Los últimos
e inconcebibles sucesos mundiales han batido y mezclado nuestros peores
y más aceitados mecanismos de individuación. Lo público
se ha fundido atrozmente con lo privado, invadiendo las zonas más
profundas de cada uno. Cada cual en su casa siente lo mismo, pero no lo
sabe, porque cada cual en su casa se atiene a la pantalla de la televisión
o de Internet, y va perdiendo, lentamente, la dimensión del otro,
de los otros. En los medios, algunos analistas insisten en que el fundamentalismo
quiere destruir el estilo de vida occidental, pero hasta ahora lo único
que ha hecho es reforzarlo. Tal vez quieran destruir la economía
occidental, que es otra cosa, pero esta paranoia, este temor, esta pomada
de vulnerabilidad con la que todos nos hemos untado, este fragor de recetas
de ozono, microondas, plásticos, desinfectantes, antibióticos,
alertas, alarmas y sospechas no es nuevo ni inventado: surge desde las
más hondas raíces de ese estilo de vida que se supone que
debemos defender.
Antrax e inundaciones, bacterias y bonos, amenazas biológicas y
hambre, militarización y desempleo, vaya cóctel el que bebemos
cotidianamente en el confín del mundo, como quien mira un partido
de tenis en el infierno, en un rincón las pestes y los males internacionales,
y en el otro nuestras propias pestes y nuestros propios males.
El resultado del trajín desesperante al que estamos expuestos es
en sí mismo un virus peligroso. A aquella ingenua Marcha
de la bronca, hoy, deberíamos sacarles las palabras fe y
esperanza: ¿se imaginan un megaconcierto de argentinos enbroncados
gritando a voz en cuello sus consignas? Este no es tiempo para juntarse
sino para cantar por separado la misma canción. En eso, los norteamericanos
nos llevan otra vez ventaja, con sus banderas agitándose al viento
y su patriotismo exento de sentido común. Aquí hemos quedado
engrampados en una canoa solitaria, sin rumbo y sin mística. Tal
vez lo que se avecine sea en el mejor de los casos una formidable desdramatización
colectiva: en la Argentina no es el show lo que debe continuar sino la
vida.
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