Por Horacio Bernades
A comienzos de los 40,
Joseph Mitchell, firma estable del semanario The New Yorker, descubrió
en Manhattan a un raro personaje llamado Joe Gould, cuya fama contribuiría
a edificar. Escritor vagabundo, linyera cultísimo, Gould decía
ser autor de un único libro, cuyas dimensiones lo asemejaban a
aquel mapa borgiano cuya extensión es la misma que la del territorio
relevado. Se trataba de una Historia Oral de Nuestro Tiempo,
work in progress de improbable culminación, cientos de volúmenes
en los que el autor volcaba fragmentos de lo oído en las calles,
desde el comentario más pasajero hasta el relato más denso.
Lo sostenía la idea, tomada de W. B. Yeats, de que, antes que los
grandes acontecimientos, la verdadera historia pasa por lo ínfimo
y cotidiano.
Mitchell publicó un perfil de Gould en The New Yorker y más
tarde, con dos décadas de distancia, dos libros, Professor Seagull
y Joe Goulds Secret, que dibujaban anverso y reverso del personaje.
Compilados bajo el título de El secreto de Joe Gould (Anagrama,
2000), el primero era puro deslumbramiento, mientras que en el otro ya
quedaban expuestos costados menos agradables. Ensalzados por escritores
como Doris Lessing, Salman Rushdie o Martin Amis, en esos libros se basó
Stanley Tucci para su tercera película, luego de Big Night y Los
impostores. El secreto de un poeta comparte con ellas época y escenario,
una estructura dramática semejante (la relación entre dos
personajes opuestos y complementarios) y un tema común: la fidelidad
del artista a su arte. En este caso, el arte de la escritura. O su hermano
mayor, la fabulación.
Mitchell y Gould son cara y contracara. Ambos escriben, pero su actitud
hacia la escritura no podría ser más distinta. Mitchell
borda, pacientemente, pequeñas miniaturas periodísticas
que nunca lo satisfacen del todo. Gould tiene (o sueña con) un
proyecto literario de dimensiones sobrehumanas. Uno es un hombre de familia
que va de casa al New Yorker y del New Yorker a casa. El otro vive en
la calle, recaudando fondos para una improbable Fundación Joe Gould.
No habla si no es a gritos y huele horrible, pero intercala referencias
eruditas con toda naturalidad. No es raro, teniendo en cuenta que se graduó
con honores en Harvard. Es capaz de interrumpir una circunspecta tertulia,
garronear algo, insultar a viva voz a los presentes e improvisar un poema
beat, antes de que existiera una generación con ese nombre.
Mientras los fans de Mitchell son lectores anónimos, entre los
de Gould se cuentan Ezra Pound y e.e.cummings. Como los libros en que
se basa, El secreto... narra el deslumbramiento de Joseph Mitchell por
ese genio salvaje. El británico Ian Holm, que en Big Night fue
un exuberante dueño de restorán italiano, compone a Gould
con derroche histriónico, en tanto que el propio Tucci, suave y
respetuoso, es Mitchell. De tan opuestos, no podían menos que complementarse.
Sin embargo, la fascinación inicial deMitchell cede lugar a la
toma de distancia, la decepción, el hartazgo finalmente. Pero si
hay decepción, es mutua. Tucci sabe transmitirlo muy bien, pasando
de uno a otro punto de vista con pareja empatía y sin instalarse
en ninguno.
Lo que cuenta El secreto de un poeta no es la simple fascinación
de un hombre común por el poeta loco, sino los puntos de encuentro
y quiebre entre dos sensibilidades. Si hay una genuina curiosidad por
lo salvaje, de algunas escenas se desprende una celebración de
la vida doméstica que el cine no se permite en estos días.
Hay otros amores, más secretos, en El secreto.... Uno se llama
Nueva York. Más precisamente, sus rincones más íntimos
y queridos: Greenwich Village, Washington Square, ciertos bares, el Village
Vanguard antes del be-bop. Otro amor son los 40, con sus autos,
sus sombreros, sus tiempos pausados y la voz de Dinah Washington. Finalmente,
la redacción de una revista, donde cada escritor tenía oficina
propia y el jefe de redacción podía ser bruscamente paternal.
La redacción de The New Yorker, a la que el film celebra, con la
misma pudorosa calidez con que acaricia sus personajes, su ciudad y su
época.
PUNTOS
Las
realidades paralelas de una familia burguesa
Por Luciano Monteagudo
Desde Las tres coronas del marinero
hasta Genealogía de un crimen y su notable versión de El
tiempo recobrado, sobre Marcel Proust, pasando por Tres vidas y una sola
muerte, protagonizada por el gran Marcello Mastroianni, los films del
director chileno Raúl Ruiz (largamente radicado en Francia) siempre
han elegido una forma narrativa barroca, que rechaza toda linealidad para
privilegiar en cambio los juegos de cajas chinas, las ensoñaciones,
los relatos capaces de disparar otros relatos, un poco a la manera de
la literatura fantástica oriental, que el realizador aprendió
a amar a través de la obra de Borges. Incluso un film en apariencia
tan vulgar como Shattered Image (hay edición local en video como
Identidades cambiadas), realizado como un quickie clase B,
esconde sin embargo bajo su superficie plebeya un sofisticado sistema
narrativo, donde una mujer sueña que es otra mujer y ésta
a su vez sueña con que es la primera. Esta predilección
de Ruiz por la concepción circular del tiempo y por las estructuras
concéntricas del relato reaparece ahora en esta Comedia de la inocencia,
un juego burlón sobre los temores inconscientes de la burguesía,
pero que lleva en su seno la marca indeleble del fantástico.
Todo comienza en un lujoso caserón de París. Una familia
de alcurnia celebra el noveno cumpleaños de Camille, un niño
callado, triste, misterioso. Lo que debería ser una celebración
es en cambio un ritual frío y cargado de pequeños signos
ominosos. El chico ha decidido mostrar por primera vez las imágenes
que ha estado grabando con una pequeña cámara de video.
Las imágenes son banales, cotidianas una calle, autos, un
semáforo en rojo pero también inquietantes, particularmente
el rostro velado de una mujer, que asoma detrás de una cortina.
La llegada de la torta no alcanza a despejar el clima de cierto desasosiego
que han provocado esas tomas inconexas. La madre, Ariane (Isabelle Huppert),
le pide a la niñera que lleve a Camille a pasear al parque. Cuando
más tarde, con la fría luz del invierno ya declinante, Ariane
lo va a buscar, descubrirá que Camille no se quiere volver con
ella: dice que quiere irse a su casa, con su verdadera madre y que ella
seguramente lo está confundiendo con otro chico.
Hay una atmósfera cada vez más enrarecida en esta Comedia
de la inocencia que Ruiz maneja magníficamente, valiéndose
de muy pocos elementos, de esa capacidad intrínseca que tiene el
cine cuando está bien utilizado de despertar la ambigüedad.
En primer lugar, Ruiz consigue sugerir la posibilidad de realidades paralelas
con el sólo contraste de texturas entre las imágenes rodadas
en 35mm. y aquellas otras que provienen de la pequeña cámara
de video de Camille. ¿Qué secreto se esconde en esas cintas?
¿Son acaso una puerta hacia otra realidad, distinta de la primera?
El film no necesariamente se siente en la obligación de responder
estas preguntas, sino más bien todo lo contrario, de seguir sembrando
interrogantes. El hecho de que Camille esté en condiciones de reconocer
la otra casa como su verdadera y que esa madre de la que el chico hablaba
aparezca finalmente, luego de un momento de confusión y de duda,
van haciendo más y más complejo el entramado de esta extraña
comedia de enredos, donde la inocencia de un niño puede convertirse
en un factor de desestabilización del relato. Las pistas falsas,
las hipótesis improbables y hasta un complot de la familia de Camille
para deshacerse de la segunda madre del chico van tejiendo un laberinto
cuyo enigma tiene su mejor expresión en el rostro inescrutable
de Isabelle Huppert. Después de Gracias por el chocolate y La profesora
de piano, en esta Comedia de la inocencia el sostenido plano final de
su mirada perdida en el infinito parece un acorde en suspenso, la confirmación
de que quizás no haya otra actriz como ella, capaz de encarnar
el misterio.
PUNTOS
LA
NBC DUDA, LA ACADEMIA DESMIENTE
¿Qué pasará con el Oscar?
La Academia de Artes y Ciencias
Cinematográficas se vio obligada ayer a confirmar que la ceremonia
de entrega de los premios Oscar se realizará, tal como estaba previsto,
el 24 de marzo de 2002, luego de que la cadena de televisión NBC
informase que el festejo de la industria de Hollywood podría sufrir
una postergación. Si el clima político de ahora hasta
marzo no se serena, muchas estrellas no querrán aparecer,
afirmó una fuente de la NBC. Francamente, tengo miedo,
dijo un empresario de Hollywood que pidió mantener su anonimato,
pero que hizo pública una sensación que atraviesa a toda
la industria. Agregó que todas las principales caras de Hollywood
sufrieron amenazas en los últimos días... reunirlas en una
sola sede en la misma noche no parece una buena idea. La sensación
de amenaza presente en Estados Unidos desde el 11 de setiembre llevó
a que la mayoría de las estrellas de Hollywood se nieguen a subirse
a un avión. Pese al clima enrarecido, un portavoz de la Academia
negó enfáticamente que se vaya a postergar la ceremonia
y que se tomarán una serie de medidas especiales de seguridad.
En un intento de reafirmar la sensación de tranquilidad, la Academia
anunció que el próximo 1º de noviembre quedará
cerrado el plazo de inscripción en cuatro categorías de
aspirantes al Oscar, entre las que se encuentran la de film de animación
y la de película extranjera. La entrega de las copias de las películas
a concurso para su proyección oficial a los miembros de la Academia
puede retrasarse hasta el 19 de diciembre en el caso de la categoría
de animación o el 15 de noviembre en el caso de las extranjeras.
En Argentina, los films que resuenan más para la preselección
son La fuga (Eduardo Mignogna) y La ciénaga, de Lucrecia Martel.
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