Por Horacio Bernades
¿Usted quién
es, muchachito?, pregunta, con cierto tono amenazante, el anciano
enjuto al joven que osó contar, en su mesa, una historia sin su
aprobación. Mi nombre es Orson Welles, responde el
joven, no sin un dejo arrogante. Ah, el actor, observa el
otro, como quien menciona una raza inferior. Y director...,
añade su interlocutor, refiriéndose tal vez a sus experiencias
teatrales. En ese momento, 1940, Orson Welles tenía 25 años
y era un genio precoz recién llegado a Holly-wood, proveniente
de la escena y de la radio, carente de toda experiencia cinematográfica.
El anciano al que desafió en la mesa no es otro que William Randolph
Hearst, amo de los medios. Ninguno de los dos sabe todavía que
Hearst está por convertirse para siempre en el temible, admirado
y odiado Charles Foster Kane, protagonista de El ciudadano.
La escena pudo haber sido real, tanto como esa otra en la que ambos compartirán
un estrecho ascensor, cuando ya son enemigos jurados y El ciudadano está
por estrenarse. En tal caso, habrán sido los únicos momentos
en los que el artista y su objeto de escarnio pero también
de fascinación se vieron frente a frente. Lo demás
fue la sorda y feroz batalla entre ambos, a partir del momento en que
a oídos de Hearst llegaron los primeros rumores de que el protagonista
de El ciudadano se le parecía peligrosamente. Ese enfrentamiento
entre potencias había sido ya el objeto de estudio de The Battle
Over Citizen Kane, documental que hace unos años emitió
la tevé de cable. Ahora, ese choque entre personalidades vuelve
a estar en el corazón de RKO 281, producción HBO que se
basa, en parte, en aquel documental, y que en Estados Unidos se conoció
hace un par de años. Por estos días, el sello Best Seller
la edita en video.
Ridley Scott había jugado con la idea de dirigir RKO 281, nombre
en clave con que los ejecutivos de la compañía RKO designaban
El ciudadano, cuando todavía estaba en fase de rodaje. Finalmente,
el realizador de Alien y Gladiador asumió la producción
del telefilm junto con su hermano Tony, delegando la dirección
en manos del poco conocido Benjamin Ross. Un fuerte elenco acudió
al llamado. El australiano James Cromwell (Babe, Los Angeles Confidencial)
es Randolph Hearst; Melanie Griffith, su amante, la actriz Marion Davies.
Brenda Blethyn (Secretos y mentiras) da vida a la infame chimentera Louella
Parsons, correveidile de Hearst, y John Malkovich es Herman Mankiewicz,
guionista de El ciudadano. A Liev Schreiber (Deseos y sospechas) le tocó
bailar con la más fea: encarnar a Orson Welles. Una de esas figuras
que, de tan grandes, dejan chiquito a quien intente ponerse en sus zapatos.
Sobre todo, si no se tiene el fuego sagrado. Schreiber no da impresión
de tenerlo.
Debe reconocerse que, a falta de volumen y tal vez con ayuda de algún
procesamiento electrónico, en más de un momento Schreiber
logra reproducir aquella célebre voz de caverna y fraseo olímpico.
A la película misma le pasa un poco lo que al actor: meterse con
El ciudadano achica a cualquiera, y RKO 281 raramente logra despegar del
carácter de respetuosa reconstrucción. Aún
así, los entretelones de semejante creación no dejan de
ser fascinantes, aunque más no sea por propiedad transitiva y aun
admitiendo cierto margen de ficcionalización. Si el planteo de
RKO 281 tiende a hacer pasar El ciudadano no por la obra maestra que es
sino por una mimesis de la realidad, la historia del poderoso intentando
acallar al artista insolente por cualquier medio no deja de ser apasionante.
Está documentado que Hearst presionó directamente sobre
los dueños de Hollywood (Louis Mayer, Irving Thalberg, los hermanos
Warner, David O. Selznick, Harry Cohn) para que El ciudadano jamás
se estrenara, y es estrictamente cierto que éstos ofrecieron a
los directivos de RKO 800 mil dólares por el negativo de El ciudadano,
con la intención de prenderle fuego y hacerla desaparecer para
siempre. Oferta que, sorprendentemente, fue rechazada. RKO 281 muestra
también que el enfrentamiento entre Wellesy Hearst fue, en el fondo,
el de dos Américas encontradas: una que veía en la política
demócrata del presidente Roosevelt la encarnación de valores
progresistas; la otra, que detrás de esos mismos valores sospechaba
la sombra del bolchevismo y el sionismo internacional. Al
fin y al cabo, de esa misma contradicción está hecho cierto
ser mítico llamado Charles Foster Kane, que quizás haya
sido, finalmente, algo así como una fusión entre dos enemigos
jurados, tan distintos y tan parecidos.
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